Esa noche no durmió. No pudo hacerlo. Tuvo que salir de la cama y buscar aire en el balcón. Respirar profundamente oxígeno, abrir la boca hasta que casi le dolió la mandíbula, estirar los brazos bajo la luna. Tuvo que hacerlo. Incluso ahogó varias veces un sollozo que no se podía permitir. Sabía que Francine se había dado cuenta de su insomnio, de la tensión que le dominaba, probablemente le observaba medio desnudo en el balcón, examinaba la inquietud que revelaban sus movimientos, los músculos tensos, su extraña postura con los brazos extendidos. Aún tardó un buen rato en calmarse, en poder sentarse en la silla y cruzar las manos sobre sus muslos, mirarse los dedos, las palmas, frotarlas. Temblaba. Todo el cuerpo le temblaba de arriba a abajo.
El viaje de horas antes no estaba previsto. Jules le dejó el coche en cuanto terminó el ensayo general. Le preguntó a dónde demonios iba tan apresurado, pero no quiso contestarle nada concreto. Se limitó a decir que tenía que volver al sur, que necesitaba ver a Francine y a los gemelos. A otro le hubiese puesto pegas, a Albert no. Imposible hacerlo. Primero era su amigo, una de las personas más queridas de su entorno. Además había levantado aquella obra con su entusiasmo y su energía, dirigía de principio a fin toda la representación, examinaba cada detalle, voceaba y apuntaba errores, corregía el texto una y otra vez, y le pedía a los actores un pequeño esfuerzo más, un cambio de registro a veces, lo que fuera necesario para la armonía de la pieza, siempre atento, siempre vivo.
Jules no pudo retenerlo, ni siquiera lo intentó. El alma de aquel grupo era él, Albert. Lo sabía hasta María, aunque ella fuera el gran reclamo comercial del espectáculo. María, con su reputación, con su belleza natural y salvaje, y esos ojos, y esa voz que parecía llenar todo el escenario.
María no esperaba esa escapada, y sus ojos expresaron sorpresa cuando al salir del camerino preguntó por Albert y nadie sabía nada. Ni siquiera lo habían visto salir del teatro. Debió marcharse nada más concluir el ensayo, por la puerta principal, no por el pasillo de la parte trasera como solía hacer. María no se enteró de su paradero hasta que se dio de bruces con Jules en medio el patio de butacas, bajo la elegante solemnidad del teatro iluminado, entre el silencio de la platea y el escenario vacío a esas horas. La miró con tristeza. Notó su hermoso rostro alterado, poseído por un creciente malestar.
Preguntó nerviosa por Albert varias veces seguidas sin casi detener su paso acalorado por el suelo abombado del teatro. Jules se dio cuenta de que su presencia no le importaba, de que su figura en esa obra era la de organizador general, el productor que ponía el dinero, el hombre que facilitaba todo lo que podía conformar un éxito y una buena representación pública con recorrido. Para ella era Jules, su viejo amigo, nada más. María no pensaba en él más allá de la memoria apacible de varios años de buena amistad, un puñado de cenas memorables y algunos estrenos, y aquella historia acontecida en Marsella hacía dos veranos, cuando una noche de borrachera por Le Panier él le confesó que estaba perdidamente enamorado de ella e intento besarla. No significaba mucho para María. Lo que Jules guardaba como escenas esenciales -la llegada al hotel, la ebriedad que les obligó a caminar apoyando los cuerpos, los besos en las mejillas que María se dejó dar, después la intimidad de la habitación, la desnudez inesperada que pudo vislumbrar minutos antes de que ella le diera las buenas noches y se tumbara en la cama sin decir una sola palabra más, no eran para María más que rastros de una divertida fiesta compartida, similar a muchas otras de las que por su profesión celebraba a menudo. Para Jules había significado todo, haberla tenido apoyada en su pecho, en aquel café-bar de jazz, en la butaca de color rojo chillón, en esa oscuridad de la sala subterránea, envueltos por esa música sensual. Allí le confesó que él era su gran amigo, y en un momento extraño, tal vez por la tristeza de una nueva ruptura amorosa, tan corrientes en su vida, ella le besó en los labios, y aunque fue un inocente gesto de cariño, una expresión de afecto, lo tomó como una revelación de amor durante muchos meses.
Y a pesar de ello, Jules disfrutó esa noche en el teatro pronunciando esas palabras.
-Dijo que tenía que marcharse urgentemente, que Francine y los gemelos lo necesitaban.
Contempló como su rostro se ensombrecía, como los ojos se le humedecían incluso. Muy agitada no supo cómo reaccionar ante Jules. Dio un paso atrás y buscó su mirada de nuevo. Sentía vergüenza, pero el sentimiento de rabia e incomprensión le pareció a Jules más fuerte que el miedo a exponer su profundo amor por Albert.
-¿Por qué? ¿por qué no me dijo nada?
-No lo sé, María. Dijo que se marchaba al sur, que le había llamado Francine, nada más… parecía nervioso.
Porque Jules amaba a esa mujer, y toda su experiencia acumulada en sus cuarenta y cinco años de vida, en todo lo leído, en las obras dramáticas producidas, revisadas o dirigidas, lo aprendido en los viajes, en las personas que había frecuentado, todo cuanto era, le decía a gritos que el amor era otra cosa que ese beso en el café-bar de Marsella. Que el amor entre un hombre y una mujer estaba hecho de piel electrizada, de brasas y tacto, de atracción animal, de deseo y angustia, como esa que Jules encontró de golpe en los ojos de María, en la platea del teatro vacío.
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El blog «La calle del orco» me ha traído hasta aquí y me alegro, porque me ha gustado lo que he encontrado.
Me gustaría igualmente a tomar un té con hierbabuena en «El zoco del escriba» para que hablemos sobre lo que prefieras.
Un abrazo.
Alberto Mrteh (El zoco del escriba)
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