
Cuando compré hace ya unos cuantos años El contorno del abismo, llamé a mi hermano lleno de ira y le dije que teníamos que revisar algunos de nuestros códigos sagrados. Nos encontramos en un bar cutre de Benimaclet y pedimos una jarra de cerveza. Nada más dar los primeros tragos le conté que estaba indignado por muchas razones. Estaba seguro de que la biografía recién publicada de Leopoldo María Panero no iba a aportar nada a su poesía, tampoco al mito que durante años habíamos venerado entre sus poemas de demonios y viejas que enseñaban el culo. Le dije que seguramente ni siquiera le reportaría dinero al pobre poeta, y el que saldría aplaudido y victorioso sería el autor del libro.
La imagen del pequeño de los Panero que había surgido mítica en esas dos tremendas películas sobre su familia, El desencanto y Después de tantos años, se diluía sin remedio; Panero parecía más un demente que un genio, tan alejado de aquellos versos memorables y frescos que surgieron de Carnaby Street. El físico rotundo, la estética juvenil de aquel poeta brillante, se convertía en el libro en un terrible retrato de la enfermedad mental, revelaba a un hombre desesperado que adoraba la cocacola y que hacía ya muchos años que había perdido el destino, el norte y el sur. El autor de la biografía había saqueado a un ser humano, lo había despojado de la grandeza que desprendía buena parte de su poesía, lo había reducido a una caricatura borrosa, insoportable y desoladora.
Leer el libro me produjo una enorme tristeza, a parte del enfado que surgió en aquella interminable velada de discusiones y cervezas con mi hermano, en ese tiempo en el que Tangofino todavía hablaba por los codos y el mundo parecía afectarle para bien o para mal. Lo cierto es que la figura del escritor, como si Decathlon hubiera empezado a proyectar una sección de ropa y materiales para la escritura y con ello llegara su uniformidad y su insignificancia, no daba ya para mucho. Saber que el dinero que le había reportado a Panero ser el más dotado y brillante de los poetas de su generación era tan ridículo e insuficiente que casi resultaba una ironía con un punto de cinismo deprimente. Poner en cuestión aquella máxima ambiciosa de los escritores frente a su obra, en una totalidad vital que lo abarcaba todo, comenzaba a evocar actitudes negativas en un universo de luces y colores, de falsos y simples positivismo baratos de libro de autoayuda, sugería una pose patética sin recompensa ni sentido. Le aseguré a mi hermano que la obra del sujeto que contaba las vicisitudes del bueno de Leopoldo me había parecido floja y repetitiva, más preocupada por el morbo que provocaba la conocida decadencia mental y física de Panero que por cuestiones fundamentales de su escritura, y la sensación de desenmascaramiento me recordó a lo que hizo Sartre con Baudelaire, con la notable diferencia de que el filósofo francés escribió su libro muchos años después de la muerte del poeta maldito, mientras que Panero estaba vivo cuando el otro nos entregaba a un fantoche sumido en el abismo. Tal vez por eso obviaré aquí su nombre, como si mi inconsciente afirmara que un poeta como Leopoldo María Panero hubiera merecido una biografía en vida más poética, literaria y discreta, y no esa enumeración de desastres y pifias monumentales, que quizás hubiera debido ser trasunto del futuro y no miseria del presente.
Hace ya demasiado tiempo que no entro en la poesía, que no la escribo ni la leo a menudo salvo contada excepciones, como si aquel afán hubiese durado unas cuantas décadas y finalmente se hubiera disipado. Ya no está a mi alrededor, no soy capaz de verla ni de aprovecharla. Cuando la gente de Musica Solar me sugirió una posible colaboración discográfica en un homenaje a Leopoldo Maria Panero dudé. Debía rescatar de mi antigua casa los tres o cuatro poemarios que guardaba de Panero, volver a ver las películas de Jaime Chavarri y Ricardo Franco, revivir parte de ese mundo que había dejado atrás.
Últimamente disfruto mucho regresando a ciertos libros, y me sorprende el efecto que me produce releer literatura que fue importante en mi vida con veinte años, con treinta o con dieciocho. Hace unos meses, al terminar de leer 4,3,2,1 de Paul Auster, un libro que la mayor parte de sus antiguos lectores hacía mucho que no esperábamos, me di cuenta de que Auster había escrito la novela de nuestra propia evolución, aunque contase la historia de un joven llamado Ferguson que vivió en Estados Unidos en los años sesenta y setenta. No sólo me encantó, sino que me hizo ver reflejada en sus páginas parte de lo que había sido mi vida y lo que era en el presente, aunque Auster tenga al menos 30 años más que yo y pertenezca a otra generación muy distanciada de mis vivencias, geográficamente al otro lado del planeta. Me sorprende que el libro no haya tenido más repercusión crítica y de público, aunque ya debería estar acostumbrado; los libros importan poco, y si lo hacen, suele ser por cuestiones poco o nada relacionadas con la literatura salvo honrosas excepciones
Como sucedió en aquella ocasión con el libro de Panero llamé a mi hermano para hablar de Auster. En estos últimos años no quedamos como antes porque hace mucho que él prefiere sus cuevas de oso a cualquier otra cosa, y yo carezco demasiado a menudo del tiempo necesario. Le dije que Auster sí era uno de esos mitos de juventud capaces de perdurar como para insistir en su lectura. Le invité a que leyera 4,3,2,1. Hablé de la extraordinaria estructura de la novela, de la habilidad para hilvanar muchos destinos en un sólo personaje, y que en todo momento fuesen coherentes y surgieran de la misma persona. Auster comenzaba escribiendo sobre el origen de Ferguson, y a partir de ese momento, su existencia se bifurcaba en cuatro relatos que se entremezclaban a lo largo del libro, determinados por circunstancias acontecidas en la vida del personaje y por sus propias decisiones, pero todos esos Ferguson y su destino eran él mismo a pesar de las situaciones que acontecían. Hubo un momento de la lectura en que dejó de importarme a cual de las cuatro historias de Ferguson se refería Auster, porque en todas ellas el personaje guardaba su esencia, resultaba reconocible. Literariamente hablando eso es muy difícil, y tengo la sensación de que Auster lo consiguió en esas mil páginas deliciosas. Le recordé a mi hermano que todos los principios de las novelas de Auster nos habían fascinado: La ciudad de Cristal, Fantasmas, Leviatán, La música del azar, Tombuctú, Brookling Folies, El país de las últimas cosas, La habitación cerrada, El libro de la ilusiones, y que a su vez, siempre nos habían dejado fríos sus desenlaces, como si el gancho de los inicios se diluyera después, con la excepción de esa película cuyo guión escribió, Smoke, que seguía siendo una de nuestras favoritas después de tantos años. Le confesé que hubiese podido seguir leyendo fascinado otras mil páginas de 4,3,2,1, que había disfrutado como un enano, y que, sin ser tampoco extraordinario el final, por primera vez -quiza también me sucedió con Brookling Folies-, Auster cerraba bien una sobresaliente novela.
Al día siguiente de terminar 4,3,2,1 rescaté de mis estanterías La ciudad de Cristal, la primera novela de Auster que leí allá por el año 1990. Fue una lectura muy distinta desde luego. Tenía en la cabeza la súbita fascinación que me produjo en su día la sensación de leer algo distinto, profundo, extraño y lleno de reverberaciones literarias útiles. Veintiocho años después, la lectura no me pareció tan novedosa. Lo que en 1990 provocó un shock lleno de bifurcaciones novelescas, a estas alturas del dos mil dieciocho resonaba con menor eco. Pensé en esas relaciones entre el arte y el tiempo en el que se desarrolla, algo que afecta a muchos lectores contemporáneos, incluso a los buenos, que se quedan estancados en su momento temporal tal vez porque no atisban que la literatura es una larga tradición histórica de siglos, no aprecian los saltos estilísticos, las aportaciones y los distintos períodos artísticos, algo por otra parte legítimo: leer es un placer libre de los pocos que quedan. Nada que reprochar, buscamos libros que nos devuelvan a nosotros mismos como un espejo, bien por similitud o por oposición, que nos agiten y nos reafirmen, que nos cuenten historias capaces de sostener la maravillosa ilusión de la ficción por la razón que sea, lo único que me produce malestar es la prepotencia de los tiempos presentes, que alguien poco dotado para la escritura o para la lectura ventile por ejemplo Moby Dick con tres gilipolleces y lo declare un peñazo, siendo tan fascinantes las historias que se cuentan en el libro, tan importante la aparición de esa novela en su momento por su estructura de composición, por sus variados registros, por su profundidad humana; o que alguien se atreva cargado de razón a rechazar a Nabokov por su prosa barroca sin más, porque no concuerda con la narrativa del presente, o porque resulta excesiva en sus evocaciones, en sus retorcidas y eruditas referencias culturales que el lector de hoy en su mayoría ignora, ni siquiera lo contempla como un acicate misterioso de la escritura, como un ligero esfuerzo que tiene recompensa; o a Dostoievski por sus exageraciones e imperfecciones sin más, sin argumentos, no como una cuestión de gusto, sino con la expresión de adjetivos todopoderosos cargados de desdén simplón.
Pero a pesar de esa ligera decepción inicial ante La ciudad de cristal, la novela cobró una forma nueva en mi cabeza, en realidad volvía a tratarse de un alarde técnico; una historia apasionante y un ensayo sobre la literatura y la vida, esa relación que para mi brother Tangofino y para mí, siempre fue esencial. Cuando le pregunté a mi hermano si seguía creyendo con fervor en que una buena literatura tenía que ir unida a una biografía o a una vida interior profunda, volvió a decirme que sí. Era esa mitificación de los santos escritores, que comprendía la literatura como una devoción, del modo en que Flaubert la convirtió en un oficio digno y reconocido, en una especie de fe capaz de generar preguntas y respuestas al pasado, al presente y al futuro de lo humano, llena de belleza estética. Él no dudó ni un ápice. Me dijo que la literatura no era tan sólo una invención, y si se acercaba a la sabiduría era porque superaba la vida de los propios escritores que la escribían, pero también porque emocional o intelectualmente, esos autores poseían un mundo amplio, rico, profundo capaz de conectar con lo humano, con cualquier lector, a través de la ficción, poseían esa inteligencia sublime de la escritura, la metáfora y el símbolo, del mito; su afán exigía un itinerario total y salvaje dedicado a las letras, a la obra, como si Bolaño todavía palpitara y fuese el último mohicano de una tribu de adeptos, recitando las letanías de la eternidad literaria. Proust ya sabía cien años atrás que la buena prosa era recomendable para la salud como la fruta o la verdura. Entonces saqué de nuevo en esa conversación por el móvil aquella otra del año 2006. Le pregunté si se acordaba de lo que le había contado de El contorno del abismo doce años antes.
Envié a la discográfica seis canciones, aunque me habían pedido sólo una para un disco compartido con otros músicos y autores, pero no supe cual elegir. A finales del pasado año, Música Solar me sugirió la posibilidad de sacar las cinco canciones que no entraron en el disco conjunto homenaje a Leopoldo María Panero y editarlas en un volúmen a parte. Me dio mucha alegrìa poder mezclar en condiciones Unas palabras para Peter Pan, con la voz de mi pequeño Mateo de fondo; también llegar a escribir este breve texto.
A mi hermano le confesé en el año 2006 que muchos de los excesos que habían ocupado mi vida iban a desaparecer. Se acordaba perfectamente de lo que le dije, que las vidas excesivas corrían el riesgo de convertirse a menudo en payasadas, y mi existencia tenía que cobrar otra forma de evolución más duradera. Repitió tantos años después esas mismas palabras, como si la frase la hubiese pronunciado el día anterior. Después de prometerle que le dejaría 4,3,2,1, le hice hincapié en aquel anuncio de entonces, cuando le hablé del inminente final de mi particular y concienzudo camino del exceso, a punto de abandonarlo o reducirlo hasta niveles asumibles, y él se rió incrédulo. Quería que leyera el libro no sólo porque me había gustado mucho, sino porque yo prefería a ese Paul Auster crecido como escritor incluso a su avanzada edad, afrontar retos literarios propios aunque fuesen tan sólo pequeños escalones de ascenso, seguir contando lo que veía porque el mundo me parecía interminable y sus batallas siempre vigentes, a convertirme en esa caricatura pordiosera y desagradable que El contorno del abismo le había concedido a Panero, o en esa irrisoria desdicha de Baudelaire que Sartre diseccionó hasta mostrar a un hombre asustado y perdido, incapaz de asumir que el mundo cambiaba a su alrededor demasiado rápido, y eso quería dejárselo claro a mi hermano. En el 2006, después de un prolongado proceso de desenmascaramiento y decepción, concluí que no valía la pena morir por el arte, que en el fondo nadie esperaba demasiado de la literatura, y la vida era más importante que cualquier mausoleo. No quería ser Faulkner envejecido prematuramente consumiendo su vida a tragos de Bourbon del Mississippi. 4,3,2,1 hacía innecesario el sufrimiento de Malcom Lowry, la soledad de Herman Melville o la frenética vida de perros del bueno de Dostoievski.
Releer a Panero para elegir los poemas que quería musicar, ha supuesto de nuevo encontrarme con el pasado en el presente. Cada uno de esos libros pertenecía a una época antigua, y de alguna forma, al recuperar esos versos, rescataba algo de lo que yo había sido.
Como siempre estuvieron a mi lado Los perros de la lluvia: mi hermano Tangofino, David Turksma y un servidor. De lo poco bueno que tienen los tiempos es que la distancia geográfica se puede limar mucho con la tecnología. Diez años después de terminar aquel disco de 14 canciones y poemas que publicamos en el 2008 volvió a surgir esa magia particular; Tangofino y yo desde Valencia, y David desde su estudio en Paris.
Cuando escucho de nuevo las cinco canciones que componen Mutis, no me limito a evocar esos buenos momentos telefónicos y a través del skype, también suelo imaginar a Panero divertido oyendo las canciones, con su cocacola en la mano y el pitillo colgando eterno del labio (debieron enterrarlo así, con el puche colgando), aplaudiendo, bailoteando tal vez, mitad conmovido mitad indiferente, simplemente feliz de ser y estar vivo. Se me han olvidado sus miserias y sus putadas escuchando la voz infantil de Mateo imaginando a Peter Pan y la angustia del pobre Señor Darling. Mi hijo se acordará toda su vida de esa canción. Últimamente soy demasiadas veces como Darling, me agobia el mundo y la existencia presente y futura, he perdido la esperanza del Principito, la creencia en que las cosas auténticas y verdaderas pueden ser posibles. Escribiera lo que escribiese el autor de esa biografía descarnada y morbosa deberíamos pensar en esa media sonrisa desdentada del viejo verde destruido que atisbaba de vez en cuando el brillo de lo divino como premio a sus desgracias. Tal vez lamentó haber llamado tanto la atención, pero los genios tienen esas cosas. Panero huele y duele. Señor Darling, adéntrese usted un poco en la oscuridad del ser humano, oiga cantar a ese niño y deje que las palabras alivien su inconsolable pesar, su angustia de vivir.
Copyright del texto y las canciones: Jimarino2018