Thomas Bernhard (Europa-Ungenach)-Una historia de la disolución

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         Los perros, el deseo y la muerte. El título es de Boris Vian, pero este texto no trata de Vian, de su modernidad narrativa o de ese cuento firmado como Vernon Sullivan que construía un sólido puente, tal vez uno de los más decisivos de mediados del siglo XX, entre la literatura norteamericana y la europea. El ensayo trata de Thomas Bernhard y de una época oscura que ocurrió hace mucho tiempo. Y empiezo por Vian porque su estética siempre me pareció contemporánea, y además pensé que era un tipo lleno de esperanza. La hermosa locutora que susurraba al micrófono y miraba con sus profundos ojos azules la noche a través del enorme ventanal de la emisora, la que sonreía como una Circe sofisticada, y por supuesto yo mismo, ya no la teníamos. Demasiado pagado de mí mismo por entonces, todavía busco la luz de esas madrugradas sin nostalgia, mantengo los ojos abiertos, aleteo en la música de Vian, revivo la espesura cálida de ese cuerpo radiofónico y rezo con Bernhard. Los perros de la lluvia fue un poema escrito y publicado allá por 1989, después un fallido poemario para olvidar.

            La locutora me avisó, hace ya tantos años. Me lo dijo así, sin más. No leas a Bernhard. Supongo que yo era muy joven y esos límites me traían sin cuidado. Amparo se acordará de una noche de tormenta y de aquella extraña mujer algo mayor que nosotros que se coló en su casa, alcohólica, probablemente adicta a la heroína, que malvivía por el Carmen entonces, que me rogaba cada vez que nos veíamos que no abriera jamás La nausea de Sartre, que acabaría como ella. No sé por qué tanto afán en ponerme sobre aviso acerca de la lucidez. Tal vez se había asomado a abismos que yo apenas intuía, y en esos autores halló el reflejo de sus propios infiernos .

        Ahora sé que esas dos mujeres maduras entonces se equivocaban, los infiernos de cada cual no se comparten en verdad, y tanto Thomas Bernhard como Sartre no destruyeron mi vida ni las suyas. Si estuve a punto de hacerlo fui yo sólo, con mis propias manos, mis oscuras ideas sobre el arte y su precio, y el aroma humeante y seductor de la autodestrucción. La mitología del exceso ha dado pie ahora a la cultura Decathlon, aburrida, naif y superficial como un chicle de fresa. Pero nunca se puede afirmar de este agua no beberé. Los caminos del exceso, como los del señor, son largos y áridos, variantes e imprevisibles, y cualquier bache o pozo, una desgracia inesperada, esas cosas que suceden, a veces trastocan cualquier recorrido, lo desvían, obligan a despertar antiguos alivios, a aprovechar otros recién llegados. La nausea me produce ahora -eso se lo diría a aquella extraña vagabunda que había vivido en Australia ocho años acompañando a un padre avaricioso y competente que la abandonó a su suerte- un jocoso deleite. Thomas Bernhard, sin saber por qué, convoca dos efectos que tal vez permiten ver su grandeza: la gravedad de sus diagnósticos esboza una de las literaturas más originales del fin de siglo, me hace adentrarme en la tremebunda herencia que carga Europa a sus espaldas, y al mismo tiempo me recuerda a todo aquello que ha sido la esencia de la existencia, lo sensual que posee vivir, la belleza, tan difícil de encontrar a veces, del mundo, la enorme fortaleza del odio y el amor, la inevitable decadencia que amarillea las fotos y transforma los escenarios, y la risa como antídoto, y todo eso desde la depresión y el declive, desde la intensa marginalidad de su mundo literario y sus desolados paisajes.

             Menos mal que en aquellos años lejanos todo me daba igual. El mundo se avecinaba gozoso e intenso. La vida debía convertirse en el recorrido que trazaba en los mapas para guiarme, itinerarios solemnes y vitales, aleteos de heroica conquista entre las sombras del cansancio europeo.

            ¿Qué podía a mí importarme Thomas Bernhard, a quien apenas había leído con aquellos viente recién cumplidos, si por entonces celebraba malsonantes entrevistas de radio y esa mujer de unos treinta años, de cabellos negros y largos, con los hombros desnudos, los pechos generosos y los labios carnosos sin pintar, me atravesaba con sus ojos de gata de arriba a abajo? Thomas Bernhard; ¿quién demonios era ese tipo? ¿alemán? ¿austriaco? Recuerdo la noche fresca y perfumada. El aire particular de ese tiempo. Muchos rostros desdibujados y una extraña expectación. El nombre del escritor surgiendo de los labios carnosos de la locutora, la sensación de sensualidad e intimidad en la cabina y ese eco de antiguas seducciones que conformarían todos los espejismos.

             Pero faltaba el lenguaje, ahora me doy cuenta.

       No he podido escribir sobre esas noches ni sobre Thomas Bernhard hasta comprender que las palabras tardan en ser aprendidas, que la literatura es un oficio de largo recorrido, y que la familiaridad con el estilo literario llega cuando llega si lo hace, se asoma a las fauces de la vida y alcanza esa suave condescendencia, esa empatía, en la que nos asentamos para poder escribir.

              En el caso de Bernhard, el peso fue mayor. Su afán de perfección le jugó una mala pasada. Primero porque vivió la segunda mitad del siglo XX, esa aparatosa disolución definitiva de la cultura europea, el fin de su supremacía, de la dilatada y extensa herencia cultural del continente, empeñada en convertir la palabra paz y la palabra prosperidad en una serie de débiles eufemismos y en lobos con piel de oveja que tarde o temprano se desvanecerían dejando al descubierto la decadencia y la incapacidad. Segundo porque Thomas Bernhard comprendió antes que nadie -tal vez la Duras también- que la extinción se propagaría por el lenguaje, que serían las palabras las que certificarían la desaparición de la totalidad. Logró convertir en narración la propia disgregación y sus efectos demoledores en el lenguaje, sumido en un proceso de deterioro, imprecisión y silencio.

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          Ahora me gustaría susurrarle al oído a la locutora de radio, esa misma noche que no volverá a ser, que Ungenach me fascinó. Seguramente la mujer, cuyo nombre ya olvidé, de la que me quedó eterno aquel aviso y su voz en algún momento de esa larga noche, no había leído por entonces esa novela corta, ese descenso prolongado hacia la nada, la disolución de la herencia en ese vasto territorio imaginario de Bernhard, la extrañeza de esas frases entrecortadas, sesgadas a menudo, la decadencia que no era otra que la de la propia Europa y su literatura, una Europa que tal como él predijo es hoy lugar de tenderos alemanes y sonrosados granjeros austriacos, de mercaderes holandeses de raza, también de multinacionales suizas y de ajustes incomprensibles. Bernhard ya sabía de todo eso. Lo escribió en todas sus obras, a cual más lúgubre y obsesiva, en esos textos mayúsculos de la disolución europea, de la renuncia a su cultura, de la pérdida de su preeminencia; una extinción hecha además de las miserias de siglo XIX acumuladas, de las carnicerías humanas del siglo XX, de la mentira construida en torno a un continente que, si durante años se erigió como defensor de los estados de bienestar y de la paz, ahora no es más que un chiste negro que dio el poder a tecnócratas sin pasión cumpliendo ese viejo sueño inexplicable de la apacible sociedad burguesa, más avariciosa e insolidaria si cabe que antes, hasta convertirse en un órgano ajustador de cuentas.

           Era verdad que tal vez hubiera sido mejor no leer a Bernhard. Un aguafiestas, en aquella década de los setenta y los ochenta. Más que nada, porque no ha tenido sucesores, eso es cierto. Su pesimismo extremo, su afán por alcanzar una profundidad narrativa que además fuera acorde con la imposibilidad de los tiempos y su sombrío futuro, lo llevó a escribir Ungenach con el latido de cada frase transpirando obsesión, enfermedad, incertidumbre y ocaso.

                Ungenach es de alguna manera la historia del ocaso de un territorio imaginario. Se sabe que es Europa por el origen y sus circunstancias y características. Una extensión de tierra gigantesca, llena de vaquerías y fábricas y viejos edificios, y bosques frondosos, y minerales ancestrales. Una herencia que tiene al menos tres siglos. Familias antiguas protegiendo el espacio, su patrimonio individual, su terruño, generando a su paso neurosis, depresiones, durezas emocionales despiadadas. Las mismas que cumplieron aquellos incestos, los adulterios sórdidos, la extravagancia y la obscenidad que la riqueza sobrada, el ocio y el poder, generan a su paso. Los excesos de aquellos hombres colmaron la extinción del sueño cultural europeo que anunció Thomas Mann en La montaña mágica y en Doktor Faustus. Me faltó en los Cinco itineriarios publicados hace ya tres años un sexto ensayo, justo detrás del premio nobel germano, Thomas Bernhard. No lo hice por la falta de continuidad, por la dificultad de adentrarme en ese lenguaje reiterativo y obsesivo que recuerda -y lo sé por experiencia cercana- al de los enfermos mentales. Frases retorcidas, ausentes, cortadas de raíz sin decir nada y sin embargo llenas de sentido.

              ¿Cuál es el lenguaje del siglo XXI?

               Ese precisamente, aunque no se lea, no se escriba, no se vea. Es curioso que un escritor sin verdaderos discípulos, sólo avispados lectores que lo reconsideran cada cierto tiempo, haya recreado tan extraordinariamente bien las limitaciones del lenguaje venidero. El problema de su literatura es que llegó tan lejos, que a menudo se encontró sumida en un callejón sin salida, sin continuidad. Dar un paso más en los textos de Thomas Bernhard es acercarse a lo inteligible, a las palabras sin sentido, a lo que carece ya de significación. Y yo me preguntó por qué. O se lo preguntaría a esa treintañera feliz y triunfadora, guapa y seductora, plena de confianza en sí misma, que me miraba con cierta condescendencia, a la que hacían gracia mis exabruptos radiofónicos, mi seguridad en la ignorancia, aquel desdén por el mundo hecho de pose y esa suficiencia que luego concluiría en un malogrado llanto de adicciones intoxicadoras y balbuceos irritantes sin importancia.

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            Al comienzo de la novela corta Ungenach, el narrador menciona sin demasiada precisión la existencia de una herencia desmesurada, de un territorio del que apenas tenemos referencias geográficas o detalles precisos. Una herencia que sólo pertenece al narrador y a su hermano, asesinado no hace mucho tiempo. El narrador nos exaspera con su falta de lógica, con su incapacidad para asimilar de manera racional el significado de la palabra herencia, por como confunde el conjunto de bienes que pasan de generación en generación familiar con su identidad misma, como si aceptar ese listado de inmuebles y tierras y fábricas y lugares conocidos y poseídos tantos años, fuera a intoxicar definitivamente un alma, una identidad por otra parte ya fragmentada, enfermiza, chirriante, irritante a menudo, inhumana demasiadas veces, sesgada e ilusoria. No nos parece que ese hombre sea más sabio que aquello que desprecia. Entendemos el proceso por el cual la disolución de una herencia, de un patrimonio familiar resguardado en la vieja Europa durante siglos, es un síntoma de una decadencia. Eso sí. La disolución es fruto de la malformación de una generación tras otra que ha ido agujerando el pasado, pudriendo el presente y extinguiendo el futuro. Lo oculto se revela. Lo oculto de esa vida en apariencia luminosa y próspera, transparente y clara, no es mas que la imagen real de la perversidad, la mezquindad, el odio, la envidia y la fiereza del hombre para el hombre. Y el lenguaje de ese narrador nos lo dice constantemente. Hasta las palabras parecen trasmutadas en hilos verbales limitados, repetidos, a menudo obscenos, alguna vez incomprensibles más allá de su explicación en el contexto.

           En Ungenach, cuando el notario va a leer la herencia -una notaría que se erige como testigo y juez de esta historia de disolución- sus palabras tampoco son solidas, sino más bien discretas, efímeras, ofrecen sugerencias y malestar, pequeñas dosis de esa negrura que adivinamos en el narrador.

…»Queremos seguir efectivamente como consecuencia, aunque sabemos que nada merece el esfuerzo, la desesperación, el disimulo de la vida como locura, comprende usted, como su señor tutor lo expresaba siempre, y así vamos con una cabeza que se dirige hacia los miles de millones y se mete en los miles de millones, hacia una cabeza sospechosamente creciente, o bien, como el ir con esa cabeza que se ha vuelto sospechosa, aquí y allá, de vez en cuando, no nos parece ya oportuno, sencillamente no nos parece ya posible, no nos es ya posible, durante largos periodos sin cabeza…»

…épocas históricas enteras atraviesan sencillamente con rapidez, llegado el caso, como vemos, medios siglos enteros, incluso siglos enteros sin cabeza… somos fanáticos de la velocidad, y con ello creadores… laboramos con fiebre de velocidad, comprende, lo que no quiere decir que estemos con, lo que o quiere decir que estemos sin cabeza… no sabemos si estamos sin cabeza o no…”

         En esa intervención de Moro, el notario, surge la originalidad de Thomas Bernhard, su propia relación con la enfermedad y la locura, su esfuerzo literario, su modo de impregnarse de la realidad y descubrirla en su particular universo de ficción. Un notario cuyo discurso nos sorprende primero aunque esté justificado por la cercanía a la familia, nos seduce después, nos desconcierta con esas frases que no hacen referencia a nada concreto, que se dilatan y se cortan de forma abrupta, que apenas nos permiten relacionar las impresiones del narrador con la lectura de una herencia que será despreciada. Pero no sabemos por qué exactamente. Intuimos que tras cada muro y cada árbol y construcción, están los siglos de explotación de las sociedades europeas, los privilegios de la élite burguesa en el espacio del capitalismo, las masacres de las contiendas mundiales, los excesos de la ley de los poderosos, la sangre exprimida, derramada, las manos ensuciadas de mugre, la usurpación, las obsesiones enfermizas del poder y la ambición. El narrador todavía no revela quien es. Sólo reproduce la larga perorata del notario, los primeros comentarios sobre el muerto, en esos momentos en los que se encuentran en la notaria -el narrador y el notario-, mientras su padre es enterrado, sin que el narrador, único heredero tras el asesinato del hermano, asista. No hay ningún sentimentalismo en esa muerte, sino todo lo contrario, es percibida como el momento en que el narrador pretende la donación de esa monstruosidad que es Ungenach, monstruosidad de bienes, riqueza y tiempo acumulado. Esa vergüenza del narrador inicialmente es percibida en un sentido ambiguo, parece como si no quisiera saber nada de cómo se fundó ese imperio. Es vergüenza por su propia frialdad: no asiste al entierro, apenas parpadea cuando el señor Moro habla de su padre. No desea nada de lo que llega de sus antepasados, quiere donarlo todo, despojarse de ese peso insostenible para él. Quiere ser un hombre nuevo tal vez, o quizá simplemente olvidar de dónde viene, porque se está construyendo otro hombre que rompe de raíz con el pasado de esas generaciones europeas que cometieron la barbarie, el asesinato, la explotación, como síntoma de vida para perdurar. Todavía no sabemos mucho. Sólo que quiere donar todo lo que le corresponda en ese testamento.

… una donación gigantesca…

…algo único, totalmente unical… en lo que, sin embargo, todo tiende a la aniquilación, a la aniquilación de las viejas condiciones de vida, a la investigación de las nuevas… Usted debe saber que las novedades llevan ya listas unos cuantos milenios antes de nosotros… Forjadores de la Historia, estafadores de la Historia, como lo expresaba siempre su señor tutor, afirmamos, decimos siempre de cuando en cuando con la voz del derecho, del derecho humano, estimado señor Robert, que todo debe ser aniquilado…

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          Me gustaría saber que ha sido de la periodista que me entrevistó esa noche en el rascacielos de aquella emisora de radio, que me preguntó entonces por esos cuentos de los muchachos, por el mío, por las posibilidades que se abrían con ese libro antiguo, con esos premios recién llegados. No he vuelto a oírla en años, y eso que por aquella época, solía hacerlo por las noches, cuando me acordaba de su voz, de esa agradable velada. Tal vez le pasó como a mí, que prometía mucho y al final las cosas se diluyeron, quedaron exhaustas, me fatigaron o se fatigaron de mí, hasta dejar tan sólo estas esporádicas ganas de rellenar alguna página, de comentar alguna lectura que me fascina. Supongo que el no poseer una herencia como la que el narrador de Ungenach debe aceptar o rehusar, permite una construcción nueva más libre, pero también dificulta el itinerario, pone piedras en el camino, se convierte en una improbable invención completa. Pero aún así me gustaría saber que pensaría ahora de Thomas Bernhard, viente años después, en esta España, en este periodo de extinción de la democracia, de su proceso de deslegitimación con alternativas aún más sombrías, que acompaña a la reducción del lenguaje, a ese languidecer de las palabras de la literatura, tan ajenas a la profundidad experimental del discurso de Bernhard, sin su osadía ni su búsqueda. Preguntarle como la Historia o los estafadores de la Historia siguen encaramándose hacia el mismo lugar que entonces, o de qué modo imposible podemos truncar en verdad ese proceso, porque tal vez, lo que deseaba Bernhard, o la locutora de radio, o yo mismo tantas veces, es la aniquilación de todo lo insano y artificial y corrupto y falso, la falsa tolerancia de un sistema que nos engulle con discreción pero de la misma forma que cualquier otro, la renuncia definitiva a ese periodo europeo de la historia cuyo mayor pecado fue no examinar las raíces de la decadencia, no ajustar cuentas con el tiempo, dejar que los tenderos y los comerciantes distorsionaran la norma del olvido y no la profundidad de la historia con minúsculas, sobre todo ahora, que después de cinco o seis décadas de prosperidad y bienestar europeo, atisbamos las barbas del diablo ardiendo, el rostro verdadero de lo que es la Unión Europea.

             Pero Bernhard iría más lejos. Él tenía que hacer las cosas a su gusto, cumplir su particular estética. En Ungenach llega a definirnos. Diría de repente que albergar esa aniquilación desde lo antieuropeo sería un suicidio. Debía mantener aquellas famosas tres casas que fueron tema de discusión infinidad de veces con su editor, como puede apreciarse en su correspondencia recientemente editada. A Bernhard le preocupaba la herencia, por supuesto, y su aniquilación era más literaria que real. La percibía como algo inevitable, pero no quería decir que la defendiera sin sentido critico, sin fisuras. Porque alguien que enarbole un discurso que ponga en duda el sentido de la Unión Europea puede ser un fanático lepeniano francés, o quizá un nazi alemán o húngaro apaleando turcos y sirios, o un populista de izquierdas sin dos dedos de frente y sin ninguna conexión con la compleja realidad económica del mundo, o un griego que alza la voz a gritos y recuerda que ellos fueron los orígenes de la civilización occidental y no Alemania, o esos grupos católicos intolerantes que pusieron contra las cuerdas la ley de matrimonios homosexuales y de adopción emprendida por el gobierno de Hollande o el de Zapatero. Ese es el problema. Como sucede en los libros de Bernhard; el discurso es fragmentario y eso conlleva malinterpretaciones, queda asociado a un reducto y no a la amplitud de ese examen crítico que desmenuza el lenguaje para que defina de otra manera lo que parecía fijado interesadamente de una sola forma.

            Moro habla de su propia infancia, inevitable. La gigantesca donación es excesiva para sus entendederas de notario burgués, de hombre que vio con sus propios ojos la riqueza de la región crecer desde que comenzó a ejercer, que firmó esos títulos de propiedad, ratificó esos créditos, cumplió esos testamentos. Recuerda que antes de la Primera guerra mundial Ungenach tuvo cientos de sirvientes y empleados. Que su primer recuerdo sea ese periodo anterior a la primera guerra no es algo fortuito o banal para Thomas Bernhard. Es el punto que desea marcar como origen de la decadencia, no porque todo comience ahí, sino porque es a partir de ese momento histórico en el que la decadencia se acelera. Ungenach era tan gigantesco que ni siquiera el padre del narrador sabía exactamente en qué consistía. Era un herencia ya descomunal para él, que en su caso, fue aceptada.

         ¿Cómo se disuelven las cosas, pierden sus partes, se dividen misteriosamente? ¿Cómo acecha el ocaso?

         Lo impresionante en el relato es que el proceso está en el lenguaje del notario y de la narración. Thomas Bernhard recoge el lugar en el que dejó La montaña mágica abierta Thomas Mann y decide continuar el proceso adentrándose en esa percepción de que la decadencia no es sólo cultural, sino que ya afecta al lenguaje y la sintaxis.

           ¿Acaso no vemos en el discurso de Moro el notario la chifladura imprecisa y subjetiva de un loco más?

              Esa noche fue el fin de aquellos buenos tiempos; poco después esa vida se difuminó, paulatinamente dio paso a una prolongada y amarga despedida, a una caída con transformación. Eso nunca lo sabrá la seductora locutora de radio, que esa noche quedó atrapada en una fina línea vital, solventada una encrucijada menos que mermó las posibilidades pero me permitió adentrarme en una identidad más sobria, más capaz de sostenerse, de sobrevivir, de desarrollar su potencial en las décadas venideras si las circunstancias hubiesen sonreído y los caminos hubieran surgido para ser apurados. Por eso las palabras de Moro me resultan impresionantes, las que puso Thomas Bernhard en su boca, hasta verlo como una especie de testigo, de obcecado testigo de la unidad. ¿Dónde está esa unidad? Eso es lo que hubiera querido preguntarle a Bernhard, ahora y hace mucho, cuando leí por primera vez esa novela corta. Ungenach era el fruto de cientos de vidas y percepciones generacionales, lo mismo que el narrador, Robert, de apellido Zoiss, y a partir de cierto momento Austria. Ungenach estaba en Austria, algunos lo dicen, en la cuna de la cultura Centro-Europea. En esos impulsos vitales ya desaparecidos, como dice Moro, en ese desprecio del hombre, de la naturaleza, desprecio hecho de indecisión y de miedo, el notario avistaba el deterioro, y también, como los humanos estropean espacios, lo ensucian todo, lo disgregan cuando la herencia es demasiado turbia y pesada, cuando el peso antiguo que hay que sostener es demasiado oneroso para un sólo hombre. Moro salvaguarda el viejo sentido de la civilización europea, sus jerarquías que parecieron en otro tiempo inamovibles, su sentidos, mientras que el narrador, Robert, ese hombre que se exilió a los Estados Unidos para empezar de cero, que quiere que ese país sea su casa y su lugar, y no Ungenech con todas la generaciones que le preceden a su espalda, refleja su enconado desdén hacia el antiguo orden.

           Me gustó la frase que pronuncia Moro en un pasaje del libro. Me gustaría leérsela a esos mentirosos crónicos que pueblan Bruselas, a los parlamentos de tantos países chupando de las arcas públicas sin razón, a la Comisión Europea y a sus innumerables y desvergonzados lobbies, pronunciarla a gritos frente a la inoperancia de tantos vividores, escupir esas palabras a la cara a los adalides de la austeridad de los otros, a todos esos que utilizan el lenguaje con la misma falsa solemnidad de Moro y de otros como él. Porque su empecinamiento esta hecho de cobardía y mentira, y su defensa o justificación de lo que hacen o cumplen, es como una novela de Bernhard sin metáfora ni calidad, sin verdad ni enjundia; lenguaje corto, reiterativo y obsceno, repeticiones insensatas sin el brillo de la gran literatura, más bien con el hálito del turbio orgullo de los países del norte y la desvergüenza corrupta de los del sur, con el aroma impregnado de intolerancia propio de aquella Alemania insensata que convirtió a Europa en dos ocasiones en un baño de sangre.

«…que Europa ha vuelto a ponerse el gorro de bufón… la porquería tiene que pasar otra vez por encima de todos nosotros… cada viente o veinticinco años, sabe usted, pero en el futuro en una medida inimaginable…“

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             Moro define a los Estados Unidos como basura popular anacrónica. Se enfrenta en un momento a Robert por pretender la donación de Ungenach, por querer despojarse de ese inmenso pedazo de tierra, de todos sus lugares particulares, fábricas, caserones, fuentes, de vida acumulada durante siglos a cambio de una modesta plaza en Stanford de profesor, donde ejerce como docente de química. Le remite a la Naturaleza y a su orden, tan ajeno a la anarquía de lo humano. Quiere que sienta ese latido de lo que no debería disgregarse, disolverse, y se lo afirma: su donación es el fin de Ungenach, de la historia de su familia, de los centenares de años de Historia acumulados allí…

              No cree en la realización, sino en las ideas, y ahí no sé hasta qué punto Thomas Bernhard sintió simpatías por el notario charlatán. La realización es al fin y al cabo la destrucción de la realización, insiste. El mundo contemporáneo desea una practicidad completa de la idea. La idea vale si genera algo tangible, si da réditos, si expresa desarrollo o se convierte en objetivo. La decadencia Europea es aceptar sin más esa idea terrible que elimina a los posible sabios que podrían dirigir Europa, que permite que los neuróticos y los ambiciosos copen el poder, dirijan el mundo, que los avariciosos y los necios den los discursos, confundan con sus escuálidos sofismas, reiteren su beneficio propio. Las ideas, no sólo realizaciones sino ideas. El afán simplificador de nuestro mundo consiste en despreciar cualquier idea que suponga eso solo, una idea, y quedarse con aquellas que puedan ser convertidas en producto.

             Aquella noche lejana, el programa de radio terminó a eso de la una y media de la mañana. La periodista me pidió que la esperase en la sala de reuniones hasta que acabase el programa. No tenía entonces otra cosa mejor que hacer y mi vida se había ido desviando hacia rincones oscuros, en direcciones demasiado marginales como para no aprovechar la invitación a tomar una cerveza de una mujer con un trabajo normal y estable, inteligente y responsable, que había leído para colmo la mayor parte de la obra de Thomas Bernhard. Siempre fue un atractivo añadido para mí que las mujeres leyeran buenos libros, casi al nivel del espanto que me producían ciertas mujeres no lectoras que además se jactaban de la hazaña de no haber leído ni un miserable libro en su vida, o de esas otras que cacareaban a los cuatro vientos cuanto les gustaba leer pero no pasaban de las novelas rosas de la última época de Antonio Gala o de esas abundantes novelas románticas con historia exótica, trasfondo antiguo y misterio simplón que se pondrían tan de moda unos años después. La locutora de radio había leído libros maravillosos, y enseguida me pareció que con mayor provecho que yo. Me expresó además alguna que otra curiosa teoría sobre la democratización de la cultura. Recuerdo buena parte de la charla de esa velada porque durante algún tiempo esas fueron mis ideas a su vez.

          Horas después de la entrevista, entrada la madrugada, ella se levantó de la cama y salió de su habitación. Regresó a los pocos minutos con el sonido de la cisterna del cuarto de baño susurrando sus últimos espasmos, con una botella de agua mineral bajo el brazo y un buen montón de libros en las manos. La luz era escasa, anaranjada, procedente de una lamparilla de sal. El cielo empezaba a clarear aunque todavía era oscuro y el olor de los jazmines se colaba por el ventanal entreabierto. Su paso fue firme, deslizándose ágil por las baldosas de la habitación, haciendo oscilar sus pechos sin dejar de sonreír. Quería demostrarme, o al menos es lo que me dijo, que la República Española pretendió un plan de alfabetización ambicioso para los pueblos de España, que las misiones educativas fueron la política educativa más avanzada de Europa en aquellos lejanos años treinta. Estaba convencida de que los hombres podían mejorar, y aunque ahora esa idea me suene a osada letanía, incluso a una propia y olvidada mirada antigua, considero esa premisa mejor que la indiferencia y el desprecio actual.

            En Thomas Bernhard siempre existe un profundo desprecio a la falsa cordura, al rostro estúpido de las masas, a lo que no es sincero, a lo que queda marcado por las reglas de las sociedades y sus diferentes Estados. Él habla en Ungenach de neveras gigantes y de Estados imbéciles y de devotos de toda índole aparecidos con el rostro más absurdamente imbécil que uno pueda imaginar. Hasta en eso tenía parte de razón. Las mayorías dictaron con su propios gustos los patrones dominantes del grupo. Elegir a nuestros políticos y a nuestros representantes y líderes como lo hacemos en estos tiempos, en cada uno de los países de Europa, fue un gesto más de la certeza de las premoniciones de Thomas Bernhard. Moro carga por impetuoso y verborréico. Robert apenas habla, oye simplemente el aliento incansable del notario empeñado en revelarle a él, al heredero, de donde viene su fortaleza, por que no debería entrar en esa enorme donación que disgrega y aniquila para siempre Ungenach.

…por eso la masa tiene un rostro absolutamente tonto dijo Moro, porque la tonteria que se lleva a miles de millones resulta, como es natural, insoportable… pero la tontería tiene siempre también los medios, como volvemos a ver precisamente ahora, o sea la fuerza, el poder, estimado señor Robert, de borrar, de borrar y aniquilar todo lo que no es tan tonto como ella…

… la tontería y la pobreza son dos conceptos totalmente distintos, conducen sin embargo al mismo objetivo… si juzgamos todos los fundamentos que hoy dominan, tenemos que decir que nunca ha sido todo tan grotesco, aunque sin embargo todas las épocas, una tras otra, hayan sido siempre cada vez más grotescas… indudablemente…

…eso viene a cuento aquí también, como lo expresaba su señor Tutor, es mucho más lamentable, horrible, diré, inútil, aniquilar a los seres más elevados de los hombres, odiados por naturaleza, que se están extinguiendo y que han sido aniquilados casi todos, que utilizar a los viles y bajos, es decir, dirigirlos, adiestrarlos para convertirlos en seres más elevados, posiblemente en los propios seres más elevados, lo que quiere decir movilizarlos de forma que los viles y bajos se conviertan en más elevados, los seres más elevados en seres todavía más elevados, etc… pero los hombres están chiflados por el camino de la fatalidad… …y la democracia, en la que el mayor bobo tiene el mismo peso de voto que el genio es un locura… en sentido el mundo… si es que puede utilizarse siquiera esta expresión, que ha estado siempre acabado, esta hoy ya más que acabado, porque el fin del mundo es un absurdo propio de la pubertad…

Las distancias entre los hombres aumentan, como aumenta el aislamiento del individuo… los hombres, tratan de divertirse y son así historia, tanto en la vida vulgar como también en la elevada, y quien lo comprende no siente mas que asco, y nada hay más verdad que el que alguien diga que siente asco…

            Hasta qué punto a Bernhard le preocupaba la extinción de los hombres elevados es un misterio. Su originalidad, su mirada y su prosa, le permitieron escribir textos como Ungenach, sin ajusticiar moralmente al personaje, sin dejarlo en evidencia o simplemente sin criticarlo o defenderlo de igual manera. ¿Pero acaso no es cierto el olvido que las masas han ido concediendo a la cultura?

               Las democracias europeas confirmaron a lo largo de los años lo mejor y lo peor del ser humano. Entre lo mejor percibo quizá que los estados se articularon en torno a la integración de la mayoría de sus ciudadanos y además sumidos en una relativa paz, pero a costa de absorber su sentido crítico, de dictar la supremacía de las masas, de limar la rebeldía, comprarla o de aniquilar lo que fuera contrario al orden. Existió algo frívolo en todo eso, un reparto sutil del pastel. Un proceso que olvidó de nuevo la educación, o la obligó a embarrarse y a quedar a expensas de la ideología del gobernante de turno. La verdadera pretensión de Thomas Bernhard llega de Dostoievski aunque su literatura no tenga nada que ver en apariencia. En la medida en que occidente, la Europa rica y poderosa de mediados del siglo XIX -y a su vez todos los movimientos que intentaron derrocar esa idea por oposición-, se articuló en torno a lo material como dirección humana, algo por otra parte justo y lógico después de siglos de miseria, tras ver durante centurias cómo aquellos que disponían de los medios de producción o de la sangre noble, de los ejércitos y sus poderosas prebendas, la élite social, vivían mejor que los otros, la única consecuencia fue la más temprana o tardía extinción del régimen que se diera debido a una oposición enconada entre fuerzas que deseaban apoderarse de los privilegios de los otros. Lo humano no puede casar bien única y exclusivamente con los aspectos materiales de la existencia. No estamos hechos tan sólo de economía y bienes, tanto si hablamos desde el punto de vista de un keynesiano convencido, como desde la perspectiva de un marxista económico o de un neoliberal propugnando un imposible mundo de igualdad de oportunidades. Una existencia práctica que se apodera de todo lo relativo a lo humano no puede generar otra cosas que enfermedad mental, la misma que generó a los poderosos que dirigen ahora el mundo, si no lo dirigieron siempre. No se puede conceder la sabiduría si no se valora algo más, esa experiencia que nos hizo grandes alguna vez, a lo largo de la historia, como individuos, pero también como colectivo. Ideas que no sólo son objetos y máquinas, ni ciencia práctica para ser explotada empresarialmente. Palabras que no son discursos políticos ni del poder, ni de las leyes, sino que son palabras libres, construidos sus significados por medio de genealogías de siglos que les han permitido mantener su sentido hasta ahora, hechas para significar en sí mismas, en la mirada de cualquier individuo.

           A Tomas Bernhard le preocupaba la herencia irreal, la espiritual, no tanto esa que simboliza Ungenach hecha de cosas, de bienes, de Historia con mayúsculas, de máquinas, de imparable progreso.

              Debí haberle dicho a la locutora que al menos podía dejarme sentir asco. Que Thomas Bernhard no lograba casar con los tiempos que vivimos ni entonces, ni muchos menos con los de ahora, consecuencia de esos años en los que el austriaco empezó a escribir. Que echamos a perder un tiempo valioso queriendo rebelarnos de igual forma, con los mismos argumentos que utilizaban los que ya mandaban. Que el mundo era un proyección enfermiza de millones de fantasías, sueños, prejuicios, herencias y mezquindad y cobardía acumuladas generación tras generación. Bernhard quería salvar Ungenach aunque fuese en boca de un notario deslenguado y contradictorio, pero hijo de Ungenach. Lo que menos le importaba era la extensión de los terrenos, los edificios allí levantados durante más de cien años, la geografía de los cultivos y las fábricas, aquello que su padre tocó con sus manos y vio con sus ojos en sus paseos, junto al tutor que ha fallecido, junto al padre de Moro rememorado en la lectura de ese testamento.

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           Thomas Bernhard es como ese lenguaje que no cesa, tan a menudo inconexo, a veces incomprensible, que exige una segunda lectura, una pausa, buscar un contexto, ese deslizarse por el terreno como consecuencia histórica, temporal y humana, toda esa manera de hacer que las palabras se entrecorten y se repitan para incrementar el efecto, para provocar esa sensación de desorden, de caos interior, de deslavazado hilo de ideas dispares, que se entrecruzan sin jerarquía y van construyendo el relato, el retrato consciente y terrible de una disolución que es a su vez una extinción de una parte de Europa, o mejor, de una parte de Austria, lugar del que Robert y el otro heredero, su hermano, según las notas que leemos después, segunda parte del relato maravillosa, tienen que escapar. Es necesario salir de allí, truncar ese peso desmedido de la herencia y huir, porque no se puede respirar, no se puede ser individuo allí, con esos antepasados y esa Historia.

                  Moro le cuestiona los lugares. ¿Qué es África para Karl, el hermano, América y la Universidad de Stanfort para Robert? El lugar en el que se alejan de su punto de origen, pero nada más. El sitio donde Robert parece que va a comenzar de cero, y el continente africano para Karl es ese lugar en el que intentar perderse. Tres años después, antes de terminar su contrato con una empresa, se ve obligado a abandonar esa tierra para regresar a Ungenach, donde las raíces son profundas y gruesas, duras, de ramificaciones incansables.

                  El pasaje en el que la herencia queda adjudicada, esos papeles que Moro pone sobre la mesa, esos nombres que directamente, como notario, y por tanto fedatario publico de la propiedad, la base de todo, de ese capitalismo europeo y sus leyes del siglo XIX que siguen campando a su anchas, no sólo menciona con celo profesional y con exactitud el asunto jurídico que tiene entre manos, sino que comienza a describir -igual que un Dios todopoderoso que pudiera contar como son sus criaturas- con juicios de valor, exabruptos a veces, con condescendencia. A esa fiesta se une Robert, que parece saber algo de todos aquellos a los que dona por partes Ungenach. Menciona los nombres y sus profesiones palpitan, son los profesionales del tiempo que viven; los hay leñadores y directivos de empresa, administradores y agricultores, madereros y farmacéuticos, filósofos e incluso hay un escritor; también presidiarios, enfermos mentales, obsesivos representantes de la neurosis y el vacío, solitarios especímenes consumiendo metas, ociosos contempladores de nada. Como ante la vida misma, así se siente uno frente a esa retahíla de herederos que Robert ventila con frialdad y cierta crueldad. Porque la escisión de Ungenach ya está hecha incluso antes de que él vaya a firmar la donación a los distintos receptores. Porque entre los nombres de esos hombres se esconde mucho de la monstruosidad de la familia, desastres acallados, egoísmos desmedidos, antiguas rencillas enquistadas, desprecios sonados y envidias, dolor, odios, enfermerías por doquier. Porque la sensación es que Ungenach -Europa Central-, aquella burguesía capitalista que creció y ensanchó su mundo, lleva mucho tiempo enferma. El mundo está enfermo, eso parece decir Robert, y por eso se va, por eso se quita de encima ese peso que no soporta, aun cuando sabe que en América, en Stanford, no encontrará nada tampoco que sea útil o feliz, y dirá eso que pronuncia Moro, esa lacra de lo banal y lo masivo que reduce la línea de mínimos y dicta hasta el gusto estético, que acorta el sentido crítico de los pueblos, que hace la vida más inconsciente y ciega.

                  Pero en esa época en la que Thomas Bernhard escribe aún colean intelectuales europeos con cierto púlpito y enjundia, esbozan teorías y analizan con repercusión la realidad. Esa grandeza de Bernhard me recuerda de nuevo a Dostoievski y no a Tolstoi. El austriaco no puede fiarse del futuro en la medida en que ha comprendido cómo el lenguaje, el territorio, la naturaleza, el espacio, la mente humana, se disuelve, se estropea, se desvía. Esa vejez de la historia de Europa es como un quiste maligno o un trauma.

                 Y cuando Moro, el notario, le reprocha de nuevo que no sabe por qué América si no es nada para él y su historia, no tiene raíz alguna que lo ate a ese continente lejano, a esa ciudad y su universidad, más allá de su empleo, de repente comprende, él solo, hablando, dialogando sobre esa extensión de tierra que se va a disgregar, de ese espacio centenario que es una catorceava parte de Austria -ahí tenemos la irrupción de ciertas claves que otorgan una realidad geográfica al lugar, a Ungenach-, comprende que cuando uno no puede dormir, no puede uno dormirse en medio de esas comparaciones horribles, y se dice a sí mismo que la patria no es otra cosa que idiotismo ordinario y brutal… hecho de la avaricia de unos y de la miseria explotada de los otros, de desvergüenza… los niños…. los niños juegan y viven totalmente al margen mientras los adultos brutalizan, mueren lentamente, en realidad no están ya allí…

            Como si la vida fuera una renuncia ante semejante peso desde muy jóvenes. Como si crecer fuera morir, porque no queda aire en toda esa historia acumulada y contenida en la enormidad de Ungenach.

              Dentro de las casas de locos está la locura reconocida por todos, dijo su señor tutor, fuera de las casas de locos, la locura ilegal… pero todo no es más que locura.

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           A mucha gente de la que he conocido me gustaría preguntarles ahora, a nuestra edad meridiana, a mitad del camino de la vida, qué ha sido para ellos éste viaje, qué esperan que sea. Si realmente nos hemos dado cuenta de que no fuimos únicos, y que simplemente cumplimos el papel que nuestra generación debía cumplir como tantas otras a lo largo de la historia de la humanidad. También me encantaría preguntarle a la hermosa locutora de la que hace años no oigo hablar si ha valido la pena, qué ha sido de los sueños de aquella noche lejana, si escribió esas novelas que me contó primero apoyada en la barra de un bar y después acurrucada en la cama, sumida en un gesto de ternura inusual para esos amores esporádicos, para esas atracciones fugaces. Qué habrá sido de su idea de Europa, de aquel antiguo itinerario de unión social, económica y política del que Thomas Bernhard, más agudo que nosotros, se hubiera burlado. Porque ella y yo creíamos entonces que Europa era una unidad que aseguraba la paz de sus pueblos y una defensa a ultranza de un modelo económico-social integrador y humano; también una unidad cultural, cohesionada con una historia común de la filosofía, de la literatura y del arte, constantemente entrelazadas desde hacía siglos, en un continuo discurrir de movimientos filosóficos, literarios y artísticos que habían generado esa diferencia fundamental que siempre atisbamos de nuestro continente respecto a los otros. Esa idea de la unidad cultural europea. Qué habrá sido para ella el declive y la debilidad de todo eso me pregunto. O qué pensará ahora de Bernhard, al que entonces calificaba de psicópata genial, y al que personalmente dejé de leer años más tarde con la irritación del optimista frente a los pesimistas crónicos, hasta terminar por disfrutar últimamente de su lúcida ironía, de su despiadado sentido de la verdad.

             La inteligencia humana determina muchas veces la amplitud de la percepción, y por supuesto, al tiempo, esa otra cara, la negrura de la estupidez, la absoluta indefensión del individuo ante el poder de la Historia y el predominio asfixiante de las masas, su disgregación y su aislamiento cada vez mayor, y esa ironía bestial que rasga la superficie blanda de un cuerpo social que no se sostiene, que no produce felicidad, que está lleno de neurosis, que no consigue otra cosa, en épocas como la nuestra, que cubrir las necesidades cotidianas de millones de europeos a costa de otros.

              Bernhard hubiera disparado dardos envenenados ante la Comisión Europea arrodillada, salvo insignificantes exabruptos y ciertas resistencias demasiado frágiles, a los pies de Alemania. Hubiese afilado la pluma para herir a esos germanos orgullosos y aprovechados que sacan partido de la miseria de los otros mientras pregonan una austeridad de dudoso destino, innecesaria y dolorosa para miles de personas en Europa, incluso aun escudándose en una necesidad futura de independencia o de viabilidad de los modelos económico-sociales del continente .

           ¿En qué consiste la disolucion de la herencia Europea llegada desde la posguerra en los años cincuenta?

             Ya lo sabemos.

             Y entonces podemos hacer el listado que Robert hace de los beneficiarios de su herencia. Una descripción de la enfermedad, lo deforme y la rareza.

            El deterioro de Europa tiene que ver desde luego con esas variables que ciertas corrientes de economistas enarbolan con insistencia interesada. Estados con altos niveles de endeudamiento necesarios para mantener los Estados de bienestar, mercados laborales con excesivas rigideces e incapaces de generar el número suficiente de puestos de trabajo para las poblaciones, sistemas impositivos muy onerosos que limitan los incentivos empresariales o profesionales, una legislación laboral que protege los derechos de los trabajadores y dificulta las reestructuraciones empresariales, salarios demasiados elevados en un contexto mundial de competencia con paises que pagan salarios por debajo de la subsistencia con una desregulación casi completa del derecho del trabajo. Pero también con otros factores determinantes que se obvian por puro maniqueísmo e intencionalidad. Las sociedades europeas no han generado suficiente gasto en investigación y desarrollo, no se han preocupado de gestionar nuestro enorme patrimonio cultural e histórico común desde un punto de vista creativo y multidisciplinar. Las legislaciones laborables entre los países difieren en exceso. No hay política fiscal común ni se ha trabajado con suficiente enjundia y medios la idea de Europa, muy desprestigiada tras la crisis reciente. Europa ha generado políticas monetarias más o menos eficaces, pero por desgracia no se han acompañado esas medidas por otras complementarias. La creatividad europea se ha visto mermada por rigideces no sólo laborales y sociales, sino por la incapacidad de las empresas y los gobernantes de abrir caminos y nuevas formas de generar riqueza. Europa ha perdido la iniciativa en la medida en que hemos actuado como simples tenderos guareciendo el mercado, como anodinos economistas equivocándose una y otra vez, y tal vez a estas alturas, ni siquiera con el arrojo de las nuevas ideas y el desarrollo de una cultura de la colaboración y la integración capaz de trabajar todo aquello extraordinario que posee el continente y la amplia y variada formación de sus poblaciones se presagia a corto plazo un renacimiento. Con el declive cultural Europeo que preconizó Thomas Mann en varios de sus libros perdimos nuestra idiosincrasia común, parte del enorme sustrato cultural y técnico que nos diferenciaba del resto del mundo, mucha pujanza creativa, para finalmente parecernos a cualquier sociedad occidental, sin originalidad, abocados a sufrir la iniciativa de otros países y continentes y andar a rebufo de sus invenciones e itinerarios. No ha habido una política energética común, tampoco una política educativa que unificara más allá de cuatro proyectos incompletos y sin verdadera profundidad. La Europa de los burócratas de Bruselas y los nacionalismos reductores no generan más que miedo y parálisis, demasiada insustancia, un coste elevado y poco porvenir.

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          Me sucede a menudo que no tengo ganas de volver a adentrarme en las obras de Thomas Bernhard, que sus libros exigen demasiado, una predisposición mental a sumirse en exceso en el lenguaje y en sus mundos intelectuales, un pesimismo dolorido, crítico, nervioso, al borde de la explosión y la enfermedad. Universos cerrados donde la muerte diseña las oscuridades de la vida. Pienso en Corrección y me estremezco con ese hombre encerrado en la habitación del arquitecto, con la hermana muerta, la familia que lo aloja expectante, las páginas escritas por el amigo, la reiterada obsesión por el Cono hasta que la palabra se convierte en una especie de ritual religioso, en algo sagrado. Semejante agotamiento en Bernhard no es agradable. Su extinción, o sus disoluciones, las renuncias, la biografía desmenuzada, la historia sobre todas las cosas de la existencia, la tendencia a lo mental en vez de a lo físico, cuesta, es necesario leer con cierta predisposición ese ahondamiento. Tal vez por eso ya no le quedan discípulos. Los tuvimos ahí, lo tenemos a él, a Bernhard, como un islote o un aviso.

            La decadencia de la literatura, no como un hecho endógeno, sino como una consecuencia de la pérdida del lenguaje, de los contrastes salvajes de la herencia y la historia de Europa con el presente inestable e imprevisible. Un paso en el itinerario que conduce a una habitación cerrada sin salida. No es sólo el minimalismo de Becket, su acercamiento a los límites del lenguaje para expresar alguna idea válida del mundo, su capacidad simbólica para acercarse a la desesperanza y el absurdo, sino un salto más, técnicamente irreprochable, intelectualmente lúcido, pero sin aire, sin salida. Thomas Bernhard nos ahoga en nuestra propia historia, así que a veces lo leo riendo, o pensando en esa vida mía que se construye de igual manera pero que tal vez, gracias a todo lo divino, al no estar hecha de enfermedad y oscuridad, sino de amor y claridad, anhela un rastro hereditario más positivo, más alegre, menos aniquilador.

             Le diría que el hermanastro Karl es mas humano que Robert, pero quizá lo sea porque es más débil, porque Ungenach está mucho más dentro de Karl, porque ha sido incapaz de inventar un nuevo lugar para alejarse de allí, porque sus recuerdos son más sentimentales, y llegado a un punto ya no puede escapar de esa inmensa extensión de tierra que se va a desmigajar para que jamás sea lo mismo. Karl apegado al padre. El padre como una figura mítica a desentrañar como se ve en sus cartas; Bernhard nos presenta al hermanastro desde una especie de cartas en las que no se especifica si han sido enviadas o no. Pero son cartas de Bernhard. No le importa dar otra voz en el relato al hermano; es él mismo. El tono y el modo de escribir esas epístolas a su hermano, a su madrastra, al doctor Stirner, a él mismo, posee la misma reiteración, similar sintaxis sesgada, a veces partida, entrecortada intencionadamente en un punto, con palabras acordes a las oídas en boca de Moro, pero más sensibles quizás. A Karl le pesa la madrastra, también la podredumbre de Ungenach, sus lugares sombríos y abandonados que el hermano ve pasar sin inmutarse. Él no. Karl es un testigo-víctima. Robert es un testigo que renace aun cuando el lugar o las razones por las que lo haga huelan a naftalina y a pasado como en el caso de su hermano.

                A diferencia de Kafka, los mundos ficticios de Bernhard no poseen excesivas connotaciones oníricas. El peso y el absurdo está incluso en el consciente. El salto entre los personajes fantásticos de Kafka, su sentido del humor, la aguda desesperación de tantos de ellos, se transforma en Bernhard en un retrato de seres saciados en las necesidades básicas pero atormentados por el pasado, siempre de modo inconsciente. Quiero decir, no hay nada nocturno ni en apariencia del subconsciente más allá de lo que revelan las propias palabras, siempre pronunciadas en la realidad, aunque el espacio nunca sea definido por completo o los personajes no tengan rostro físico descrito y lo que nos dejan sea una identidad de palabras repetidas, de lenguaje clave, que dibuja tan sólo una esencia.

             El relato cambia de estructura en cuanto aparece el hermano. Leemos las cartas, muchas no enviadas, que Karl escribe a personas claves de su vida o sobre asuntos que considera fundamentales. El estilo no varia en exceso. Técnicamente podría resulta un incongruencia narrativa, pero la capacidad verbal de Thomas Bernhard, la terrible poesía que emana de las notas de Karl sobre Ungenach, nos sitúa en un nivel de lectura distinto. La veracidad del relato es adentrarnos en la angustia de Karl, en su descenso irremediable, que nos conmueve porque conocemos su destino, su muerte inminente, acompañando a todos esos muertos que en vida recorrieron, construyeron, manipularon y destruyeron Ungenach. La vida como un proceso de demolición en el que no sorprende nada, sino que se produce y se convierte en un aceptado y lento exterminio. Karl llora porque, al contrario que su hermano, no logra construir, o creer construir al menos, ninguna vida nueva. A esas alturas ya sabemos por el propio autor, por Thomas Bernhard, que construir algo nuevo es un imposible, una quimera, un sueño absurdo en medio de toda esa herencia e historia acumulada. Pero en Karl, esa constancia que debería ser aceptada por cualquier vida, se transforma en angustia ante el momento en que la enfermedad y el cansancio le impiden volver a África, único lugar donde percibe la posibilidad de generar algo nuevo y distinto.

            Una vez instalado en Ungenach, temporalmente en los días posteriores a la muerte del padre, se adentra en su infancia, en las personas que fueron clave en los distintos periodos que pasó allí, sobre todo en la figura enigmática del padre, al que «pude recordar hablando pero jamás me acuerdo de lo que hablaba». Para Karl las figuras esenciales de una vida, el padre, la madre, la extensión de tierra de Ungenach, la madrastra, el hermano, el doctor Stirne, Ungenach mismo, no son más que un vacío que intenta rellenar y explicar. Comprende como la naturaleza domada por el hombre, al ser objeto de la proyección humana, ha perdido su intensidad natural y se ha convertido en una especie de perversa artificialidad que le impide respirar. Cuanto ve es memoria inasible. Describe a ese hombre que aletea en el vacío y su único lugar es reconstruir el pasado que en un elevado porcentaje ha determinado su vida. No tenemos muchos papeles que interpretar al ser tan sólo una ilusión de los antepasados, una imagen del mundo que vivimos, una consecuencia de todos los sueños, ilusiones, pesadillas y ambiciones de los hombres precedentes y de los hombres presentes.

               Dice Karl: La causa de mi muerte está en mí mismo.

           Lo sabe. Tiene claro ese concepto que llega desde la religión occidental. La enfermedad del cuerpo no es más que la enfermedad del alma, o de la mente, o de eso que los hombres poseemos que nos hace distintos al resto de especies animales. Esa posibilidad de otorgar poesía y horror a lo que simplemente es y existe. El hombre adorna y ensombrece todo cuanto mira; eso nos grita Karl, desesperado, errabundo, náufrago en ese inmenso Ungenach que no es más que el mausoleo de todas las vidas que lo determinan. Busca a su padre, una culpa. Lo busca porque sabe que incluso en el silencio del progenitor, en esa figura enigmática que paseaba por Ungenach, distante hacia sus hijos, incomprensible tan a menudo, amante de los teoremas matemáticos y de los enigmas, se halla su propia esencia que no logra determinar, ni siquiera comprender, algo por encima de él mismo, como esa tierra, como ese Ungenach en el que están conformadas las sombras, las luces, los recovecos y las zonas de claridad de su espíritu.

               Thomas Bernhard fue un enfermo crónico casi toda su vida y no vivió demasiados años. Tuvo una infancia marcada por carencias económicas y afectivas que lo llevaron a vivir largas temporadas con sus abuelos, también en distintos sanatorios. Según él, llevaba la enfermedad dentro, la podredumbre de una sociedad burguesas falsamente piadosa, cargada de complejos prejuicios y durísimos castigos. Su valentía literaria fue la expresión positiva de un rencor acumulado, de una rabia guarecida en su interior que intentó aprovechar su debilidad física y su amarga niñez para convertirse en literatura. Escribió por prestigio, porque en el teatro o en la novela halló aquello que lo diferenciaba del resto, el oficio que le permitió romper muchas barreras sociales y económicas hasta convertirse en el escritor austriaco más importante del siglo veinte y uno de los más sobresalientes de la historia literaria de su país. Pese a la complejidad de sus textos, intentó hacernos inteligibles esas fallas que percibió, toda esa mirada ácida a la sociedad de su país. En Ungenach no hay una historia que puede leerse de la A a la Z. Su obra ya había adquirido en ese texto, en general como la mayor parte de su mejor literatura, una estética de la confusión, de la imposibilidad, un lugar en el que nos adentramos como lectores sabedores de que no concluiremos nada, y sin embargo nos produce esa avidez de hallar entre los pliegues de sus párrafos, en las frases abotargadas en el papel, algo que nos revele alguna verdad.

             Karl lo buscará. Afirmar en que consiste su vida.

         «Hablamos algo o bebemos algo o hablamos y bebemos: la depresión como costumbre.

              La infelicidad como costumbre.

          Que teníamos derecho a nuestra vida, porque no sabíamos nada de ella (padre).”

            Porque la búsqueda del padre, de su contenido y su significado, de su esencia inasible y determinante, su inmensa distancia, es para Karl la única razón de vivir a partir de cierto momento. No es un expresión edípica, pero si guarda una intención de alcanzar la figura del padre en toda su amplitud, la esencia de Ungenach que sus personajes no logran comprender por completo. Lo sabemos por la muerte de Karl, también por sus palabras; como todo ha cobrado forma en función de la relación entre su infancia, Ungenach y la familia, la madrastra, Moro y los paseos con Robert. Todo lo que conforma al hermano proviene de la vida adquirida, no de la construida, más si cabe ante la imposibilidad de sostenerla y de continuarla. No lo logra. No lo logrará. Esa constancia acentúa el drama. Esa son las únicas sentencias literarias que Thomas Bernhard concede a la tradición, y sin embargo es un hombre inmerso en ella, hasta el punto de que los protagonistas de Ungenach están enteramente insertos, casi encerrados, en un pasado que además no es vivido. Su vida es el pasado, el futuro y el presente de otros, de otros que incluso ya no están. No es determinismo en Bernhard, es un idea que con la sola fuerza del lenguaje, con la profundidad de su literatura, a menudo sin referencia real concreta, sin espacios definidos más allá de unas cuantas pinceladas ambientales, alcanza a provoca un fulgor fascinante.

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            ¿Cómo serán esas proyecciones en mi propia vida? ¿Qué podré construir al margen de la herencia? ¿Como será ahora para la locutora de radio que me preguntó con los micrófonos abiertos qué pensaba de la literatura contemporánea? ¿Sino estaba de acuerdo con que Thomas Bernhard y Marguerite Duras habían sido los últimos renovadores de la historia de la literatura, padres sin descendencia que los superasen? ¿Sino pensaba que un premio nobel sudafricano reciente era tal vez el único eslabón que ataba la literatura de Bernhard hacia el futuro ofreciendo un paso más, como si el austriaco fuera la referencia del canon, y su preeminencia, y sólo pudiera estar afectada por J.M. Coeetze, uno de los grandes escritores del siglo XXI? Entonces no había leído con la suficiente profundidad a Thomas Bernhard, pero pude contestar algo coherente.

             El itinerario del austríaco es una necesidad para la escritura futura. Como lo fue a principios del siglo XX Proust o Joyce, como Dostoievski, Flaubert, Standhal, Balzac o Tolstoi en el siglo anterior. Es un salto, un espacio de la tradición que se ilumina por su originalidad y su fuerza verbal, con su extraña verdad. Y todo es un relato de la herencia, de una herencia que se disuelve ante los ojos conscientes de Robert, el único heredero, que prefiere despojarse de todo e intentar algo nuevo, aun sabiendo que será imposible. Qué fe sólida y distinta alimenta al hermanastro mayor frente a la debilidad manifiesta del pequeño, que comienza a mencionar las muertes en África o en América del Sur, alrededor de su empresa, muertes violentas, incomprensibles y constantes, todo tan alejado del aparente paisaje apacible de Ungenach, como si el infierno pareciera lo otro y sin embargo tuviese su centro allí. Ungenach revela a Karl la auténtica devastación de su vida, la imposibilidad de romper la herencia y el fracaso de su frágil intento. Eso determina su muerte, la muerte de Karl, y también la fría construcción de Robert, al que llegamos a imaginar vacío y sólo, roto, helado el corazón, en Estados Unidos, en un lugar sin relación con Ungenach, y sin embargo consecuencia inevitable de aquellos años, de los antepasados, diferente y sombrío, pero a la vez pleno en el regreso.

                Thomas Bernhard sabía que a menudo preguntamos y no recibimos respuesta alguna. Buscamos desde el principio una imagen detenida que podamos atrapar, y la más cercana y accesible en apariencia suele ser la de nuestros progenitores y sus razones para traernos al mundo, una imagen posible que intente justificar la dirección y el sentido. La inconsciencia y la perversión del ser humano que ensucia el paisaje con su existencia, que lo convierte en una compleja trama de psicologías enfermizas, neuróticas y obsesivas. La mente de Thomas Bernhard ya no supera la claridad de Tolstoi, tampoco se acerca al intenso dramatismo espiritual de los grandes personajes de Dostoievski. Es como si fuera consciente de que todo esta escrito, y aún así, en ese espacio donde el ser humano se detiene, aun quedasen esas historias, ese pequeño rincón que casi siempre es intelectual o poético, abstracciones e ideas flotando que descubren a ráfagas inconexas, a menudo vacías o sesgadas, la realidad de cada ser humano, de cada personaje. Como en el caso de Beckett o Marguerite Duras, el lugar de Bernhard es la psique. El centro del universo es la mente (el alma) humana, su capacidad de resistencia y su debilidad, sus delirios y obsesiones, la relación entre el mundo interior de cada individuo con el mundo exterior que cualquier ser humano resuelve a duras penas mientras se deja arrastrar por una vida que demasiado a menudo no le pertenece y que por desgracia no conduce a nada más que a raros instantes de breve fulgor.

                   Tal vez la locutora me dijera entonces que el problema de Bernhard era no tocar la vida. Tocar como definición referida a los sentidos. Tal vez tuviera razón. Los sentidos, que alivian ese peso de la mente tratando de encontrar un improbable equilibrio.

              Su concepción de la vida es pesimista, pero no por eso falsa. Tampoco podemos afirmar -y estoy seguro de que la locutora de radio de entonces, que desapareció de mi vida al día siguiente, estaría de acuerdo conmigo- que sea verdadera; seguramente me diría con un guiño espontáneo que tiene algo verdadero. Puede ser, que el valor de la literatura, lo que subyace entre la narración y las historias que propone, posea esa ambigüedad, ese espacio en el que los contrastes pugnan por establecer una imagen más compleja y por ello más verdadera. Puede uno aceptar lo diferente o al menos acercarse a comprenderlo dentro de la ficción. También permite alcanzar una representación consciente del mundo del subconsciente individual y colectivo, tratar de hacer conscientes las corrientes, los itinerarios que el hombre va fraguando y los que ha ido pertrechando por los siglos hasta llegar a nosotros. Por eso cabe todo, sin verdades absolutas, sin terapia o modo de empleo. Si antes Thomas Bernhard me provocaba un agudo malestar, cierta pereza ante su pesimismo crónico y su tendencia a desmenuzar la inteligencia y la sensibilidad humanas, ahora me produce una felicidad enorme saber que, aunque veamos lo mismo que él, aún cuando todo esté marcado por la herencia, somos fruto de otra genealogía y de otros sueños. Celebro que mis antepasados fueran capaces de gozar con el contacto de la tierra, del agua y la comida, que supieran amar, amar a su vez aquello esencial que perteneció al mundo perdido, al mundo que por herencia, continúa vivo en mi. A Bernhard siempre le agradeceré su revelación, la parte útil y enriquecedora que nos legó en su obra. En cuanto alcanzo a ser derrotado, a perder la ilusión, trato de que mis manos acaricien la suavidad de una piel o esparzan la tierra seca, sentir la caricia de algo familiar, de alguien amado, notar ese espacio en el que logramos tan sólo sentir y enterramos la enorme insatisfacción de nuestras vidas a pesar de las sonrisas en las redes sociales y la apariencia feliz colmada de fotografías forzadas en las que se ha convertido nuestra imagen exterior. .

 Se despierta uno y despierta en medio de la bajeza y de la abyección y en la estupidez y en la debilidad de carácter, y empieza uno a pensar y no piensa más que en bajeza, abyección, estupidez, debilidad de carácter. Se oye y se ve y se piensa y se olvida lo que se oye, ve y piensa, y se envejece, cada uno a su modo congénito, en la soledad, incapacidad, desvergüenza. …

… Tenemos que habérnoslas aquí con una monstruosa intolerancia para la creación, que nos deprime y nos amarga cada vez más y finalmente nos mata.

Creemos haber vivido y, en realidad, hemos muerto lentamente. Creemos que todo ha sido una lección, y sin embargo no fue mas que una extravagancia. Miramos y reflexionamos y tenemos que contemplar como todo lo que miramos y lo que reflexionamos se retira, cómo si el mundo, que nos propusimos domar o, por lo menos, cambiar, se nos retira, como el pasado y el futuro se nos retiran, como retiramos nosotros y cómo, con el tiempo, todo nos resulta imposible. Existimos todos en un ambiente de catástrofe. Nuestra disposición es una disposición que tiende a la anarquía. Todo lo que hay en nosotros está continuamente bajo sospecha. Donde está la debilidad mental, donde no está, esta la insoportabilidad. En el fondo, el mundo, donde quiera que lo miremos, se compone de insoportabilidad. El mundo nos resulta cada vez más insoportable. El que soportemos lo insoportable es la capacidad para el tormento y el dolor, durante toda la vida, de cada uno, hay en ello algunos elementos irónicos, un idiotismo irracional, y todo lo demás es calumina.

          No sé por qué, pero sigo creyendo en el mito romántico del artista como artífice de diagnósticos espirituales. A pesar de Berhnard, tal vez gracias a él. El breixit británico es una herencia que mueve una rueda. Alguien percibió hace mucho la decadencia a pesar de algún tímido intento de resurgimiento. La Europa de los tenderos se desvanece. El problema es que se ha ido dilapidando y destruyendo la Europa que guarecía el acervo común, la Europa que consiguió la paz y pretendió la prosperidad y la integración.

          Ungenach se deshace en pequeños herederos insoportables y alguien gira la vista hacia otro lado y se aleja. La disolución de la vida guarda relación con la vejez y el tiempo. Este texto no tenía nada que ver con el cuento de Boris Vian, Los perros, el deseo y la muerte, aunque sí con su título. Hace treinta años escribí un poema, Los perros de la lluvia, cuando todo un mundo pleno llegaba a su cenit y comenzaba un lento proceso de extinción. Diez años después alguien hizo una canción con esa letra, y una locutora de radio pensó que eran versos muy dignos. El tiempo disuelve los recuerdos, pero quedaron unas sábanas húmedas, una sonrisa mañanera, un café en una cocina iluminada por el sol y Thomas Bernhard como una letanía del todo aquello que no resistiría el curso de los años. Mantengo los perros y el deseo a duras penas, y aunque resulte lejano, nunca olvido la muerte. Tampoco a Thomas Bernhard.

A estas alturas, Ungenach significa ya demasiados lugares para mí.

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Copyright Jimarino. Formentera, junio 2016

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  1. Pienso, amigo Jimarino, que Thomas Bernhard, Boris Vian, usted mismo, son tipos llenos de esperanza, esto a pesar de saber con Francis Scott Fitzgerald que «evidentemente toda vida es un proceso de demolición».

    Al leer su texto, me quedo con el énfasis que coloca en el humor de vuelo bufonesco, carnavalesco del escritor austriaco. Humor cruel, siniestro, ácido, implacable, amargo, que deja al descubierto, «ese descenso prolongado hacia la nada».

    Un personaje de Bernhard en su novela «Trastorno» espeta: «Durante toda mi vida sólo he visto enfermos y locos»; pero de cualquier manera, quedémonos con la esperanza, pues tal y como lo señala usted «en cuanto alcanzo a ser derrotado, a perder la ilusión, trato de que mis manos acaricien la suavidad de una piel».

    Lo estima

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