Eclipses (Una novela del deseo)- Proust-Kenzaburo Oé

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Extracto de la novela Eclipses, que ya navega sola, que ya es desde octubre un soplo, un deseo…  Gracias a la inestimable ayuda de Carmen Ariño y a la reencarnación de la abuela Carmen, ambas ávidas lectoras de éste imposible… también a Diana, por su sinceridad cercana… a Daniel Ariño, por esas cosas que sólo puede decir él. 

  

           Cuando leyó Una cuestión personal de Kenzaburo Oé, tras revisar un texto del amante acerca de la novela futura, tuvo una aguda sensación de simpatía y cercanía por ese personaje literario que miraba los mapas de África y soñaba con emprender un largo viaje que lo alejara de su vida cotidiana. Oé logró entresacar toda la fascinación por la huida que se percibe vulgarmente como un gesto de irresponsabilidad, pero que tal vez esconda en su complejidad una especie de deseo ancestral de ser nómada, de extender las posibilidades de la existencia ilimitadamente, de tratar el camino como una aventura y no como un guión prefijado. Huir no siempre es escapar, aunque a veces lo pueda ser. La responsabilidad final de ese personaje en la novela le ayudó sin lugar a dudas a afrontar el verdadero recorrido que debía cumplir. Ante el hijo monstruoso, incluso antes, frente a ese parto violento, sin amor, dolorido por la insatisfacción y la monotonía de lo cotidiano, por la angustia de envejecer y aceptar lo que contiene en su eco sordo una existencia prevista de antemano, se hallaba sin duda una respuesta coherente a la derrota de todos. Era ese momento de la existencia en que comprendemos que no podemos cambiarlo todo. Es una idea terrible que depende del grado de madurez y de sensibilidad de cada cual para expresarla. Los posibles caminos se limitan por una mezcla de experiencias y decepciones acumuladas. Conocemos nuestros gustos en mayor o menor medida, en función de lo que hayamos profundizado en nosotros mismos. Lo esencial ha quedado retratado a poco que prestemos atención a lo que sucede o ha sucedido a nuestro alrededor. Todo se construye demasiado difícil y, fruto de esa conciencia, atisbamos la marea sin aire, la vela que no se hincha, el avance lentísimo y anodino, la dificultad de hallar otra corriente vital que nos empuje hacia otra parte. Percibimos los trayectos como algo ya pisado bien por nosotros o por los demás. No vemos nuevos itinerarios sino líneas en mapas demasiado rayados y dirigidos. Los actos, las cosas, las emociones, ya no nos son nuevas. Entregaríamos algo de nosotros mismos porque una parte de lo que tratamos de acometer tuviera un sabor nuevo, pero hay demasiada memoria, demasiado acumulado detrás como para vivir esa ilusión. Hemos perdido el ojo crítico, el ojo despierto que atisba la sutiles variaciones y sólo entrevemos un paisaje tras otro que nos recuerda a lo ya visto aunque sea en lugares que nunca visitamos. Es un sabor similar en el cuerpo amado, desnudo entre nuestros brazos, fruto de los cientos de espejos acumulados que contemplamos durante años. Lo mismo sucede con el sabor, la memoria lo disgrega, busca orígenes, comparaciones. Y el olor, exactamente igual. El tacto se ha endurecido y aquella antigua percepción de texturas de la infancia ya no nos sorprende.

         Pero los procesos son aún más complejos y menos evidentes, no poseen la rapidez de un párrafo, siquiera la sinuosidad veloz de una intuición.

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         Todo fue lento, fue dejando una extraña huella en su recuerdo, huella antigua de todo lo existido, hasta que el silencio fue aliviando el dolor como un zumbido inevitable y constante al que los seres humanos se van acostumbrando. Lo extraordinario de los afectos es que de igual manera que exageran el lugar donde crecen, a la persona que convoca esos sentimientos, desarrollan su dependencia y su existencia en torno a nuestra propia identidad, como si el amor no fuera una cuestión de química tan solo, sino de poesía, de metáfora y exageración, hasta construir y convertir lo que tenemos delante de la mirada en un paraíso personal. Semejante intensidad, remite, diluye sus efectos y se transforma, dejando un rastro distinto, una especie de melancólica renuncia que permite aceptar el adiós, la despedida, que supera el duelo y permite continuar.

        El amante recomendaba para entender el amor la historia de la literatura. Una lectura extensa en el tiempo, recurrente, amplia a lo largo de los años. El narrador apuntó mucho de esos autores mencionados por el otro para saber. Escribió sus nombres, buscó sus libros, comprendió de qué estaba hecha la magia de la literatura. Había que adentrarse en En busca del tiempo perdido al menos una vez cada década, a ser posible más veces, para seguir enriqueciendo su enorme sabiduría con la experiencia del tiempo. Esa obra era el latido del tiempo. No había pedantería en su consejo. Más bien parecía un eco impreciso de todo lo que era necesario comprender tras experimentar un vacío semejante.

         Después de su desaparición el narrador ha tratado de seguir sus consejos con provecho.

        En busca del tiempo perdido es uno de esos libros de literatura que el narrador ha leído poseído por la fiebre, por el entusiasmo y el placer, y no tardó demasiado en comprender la magnitud de su valor. De repente le sobrevino un profundo pesimismo respecto a lo que había sido su actividad principal durante toda la vida. Ese libro tuvo un efecto desmitificador sobre cualquier planteamiento científico. El reflejo de la exactitud, de la medición, la hipótesis y la prueba, no dejaba de ser una referencia sesgada aunque cumpliera parámetros universales. Proust era tan poderoso como los grandes científicos del siglo XX que admiraba, y había llegado muchos años antes. Ese siglo había destruido la preeminencia de los mitos como forma de sabiduría por una nueva superstición numérica. La ciencia ocupaba el lugar de los mitos y reducía el espacio de la literatura. Los teoremas sustituían a los cuentos. La medición a la palabra. La hipótesis a la invención. No sabía si en verdad la literatura había alcanzado un límite o por el contrario había sido victima de esa nueva superstición. El mundo adquirió esa pátina racional y positivista que lo iba a llevar a dos guerras mundiales, al desarrollo tecnológico más espectacular de la historia de la humanidad, a las catástrofes de todo un siglo terrible, y a uno nuevo que comenzaba con el corazón latiendo despacio, el aliento entrecortado y el futuro oscurecido.

        Igual que sucediera con los ilustrados en el siglo XVIII, el sueño de la razón científica iba a generar monstruos incluso más terroríficos que los sueños de la razón ilustrados. Voltaire era un optimista luminoso mientras que Kafka, dos siglos después, se adentraba en las tinieblas, en el espacio de la pesadilla y la locura. El humanismo tenía bastantes siglos de ventaja respecto a la ciencia y tal vez entendió de antemano que aquel camino tampoco iba a llevarnos a ninguna parte, y que cualquier desarrollo científico toparía eternamente con el misterio de la vida, con la idea de Dios, irresolube a pesar de los esfuerzos, y seguramente con la mala utilización que el hombre siempre hizo de aquello que le otorgaba poder fuese la invención que fuera. La constancia fue para el narrador una especie de intuición fugaz. Sus contemporáneos sabían más que Proust, pero la sabiduría, sin saber exactamente porqué, estaba en las páginas de su obra, en ese libro, y eso es lo que comprendió y le hubiese gustado decirle a él. Darle las gracias por ello. La esencia de lo humano guardaba en su seno todo su desarrollo, y era posible que los complejos universos del lenguaje humano, no sólo el lenguaje verbal sino todos, el matemático incluso, estuvieran guarecidos ya en nuestra propia genética, que adentrándonos en el origen tal vez lográsemos desentrañar la expansión, y no al contrario, como suelen hacer los científicos, examinar la expansión para acercarse al origen, a la explicación, a la teoría.

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      Aceptar el proceso por el cual vamos perdiendo aquello que insufló vida a la existencia es un aprendizaje doloroso; un proceso hacia dentro, jamás hacia fuera. Creemos que es el exterior el que nos permite esa especie de felicidad intensa e irreal, y al final todo, absolutamente todo, esas emociones que transforman el eco de lo que hacemos en una especie de latido constante y una esencia que palpita en nosotros es interior. En ocasiones hasta siente que cada paso del presente está prefijado por un mapa y unos códigos inasibles inscritos en sus entrañas. Nada ocurre alejado de nuestra mente y nuestra alma, aunque el narrador no puede afirmar con pleno convencimiento que existe eso que llamamos espíritu, o el alma, o el arrebato doloroso o entusiasta que nos obliga a actuar, a agitarnos, a perder el norte y abrazar el sur.

      Los procesos por los cuales se construye toda esa materia tal vez sean tan sólo impulsos de energía, chispazos de química cerebral traicionera.

        Le hubiera gustado decirle a ese hombre que seguramente todo existió en su cabeza, sobre todo teniendo en cuenta lo que sabe de ella a esas alturas.

 

       Esta historia, sus constantes, sus lugares y ambientes, sus actos de amor, su sexualidad incendiada y el dolor que provocó en ambos, al fin y al cabo, piensa que fue elaborada por la mente de él, por el rostro que él quiso erigir en torno a una pasión.

 

        Albertine fue una de las grandes creaciones imaginarias de Proust, y alcanzó ese punto de fuga tan intenso y verdadero de las obras de arte, una especie de reflejo universal que logra dibujar en el eco de las palabras la línea en la que se entrecruzan la verdad y la imaginación literaria. Hasta sentir la pérdida que supuso dejar de verla, dejar de saber de su existencia y su camino, y entonces leer La fugitiva con manos temblorosas, no comprendió en que consistía exactamente la literatura.

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      La banalización del mundo no afecta a esas grandes expresiones del espíritu mientras haya al menos una persona que las reviva, que las recree en su imaginación, en su pensamiento, y aunque uno no pueda jamás cumplir ese proceso de la ciencia, de hipótesis, prueba y conclusión, la exactitud con la que algunos escritores fueron capaces de crear un espejo de la existencia comenzó a producirle un silencioso respeto. Como algo inevitable, a veces incluso en apariencia prescrito, no cree que pueda cambiar su modo de mirar y, sin embargo, sí que se siente capaz de llegar a construir una especie de solemne reconocimiento al arte elevado y sincero. De la misma forma, de la admiración y los celos que tuvo hacia ese hombre, fue aprendiendo a saber quién era, a otorgarle una dimensión distinta a su figura y al efecto que tuvo en la vida de ella.

       Todo descubrimiento esencial es en realidad azaroso, hecho de oportunidad y atención desde luego, pero guiado finalmente por la casualidad.

       Deja escrito en esas páginas del cuaderno que van llegando a su fin. Siente la conclusión de un largo proceso de vaciado y conocimiento, algo que sólo puede expresar por escrito, que tal vez sea imposible de comunicar a las personas más cercanas. Pero sabe que a pesar de la breve satisfacción, lo alcanzado es incompleto, imperfecto, inasible en su totalidad. A lo sumo le permite acercarse a los procesos por insistencia hasta que logran revelar algo, tan poco, tan escaso en medio de las emociones y sentimientos que constantemente nos explican y nos afectan. Ahora sabe que no fue sólo una historia sexual, que fue mucho más, tal vez porque él, sobre todo él, el amante, o tal vez él solamente, quiso construir una metáfora del amor más intensa para ella, para todo lo que compartían.

        Aquel poema que escribió concluía con un verso que el narrador no ha logrado olvidar, que a veces le reconforta, le hace borrar de un plumazo el rastro de su cobardía y su imposibilidad:

 

                                   …no pudimos vivir de deseo

Copyright Jimarino

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7 Comentarios Agrega el tuyo

  1. nerita00 dice:

    Primero felicitarte por tu publicación y desearte toda la suerte del mundo. El fragmento me ha interesado y lo he leído dos veces.
    Leí la novela de Kenzaburo Oé y me dejó una extraña impresión de desconcierto. En cambio no he leído la obra de Proust.
    Pero has despertado mi interés e intentaré poner remedio pronto.

    Cuando se trata solo de una historia sexual, puede compensar por el placer que proporciona (si no es así, es una penosa pérdida de tiempo), pero nunca tendrá más trascendencia.
    Cuando es «mucho más», cuando él (o ella) construye «una metáfora del amor más intensa para ella, para todo lo que compartían», hay trascendencia y seguramente dolor cuando se es consciente de la realidad. ¿Pese a ello, quien es capaz de renunciar a vivir ese «mucho más»?

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    1. jimarino dice:

      Muchas gracias por el comentario Laura. Es un gusto tenerte en Los perros de la lluvia.
      El libro de Oé es desde hace años una de mis novelas preferidas del siglo XX. Me fascinó en aquella primera lectura a los veinte años y en las dos siguientes que hice. Me encargaron una vez un pequeño texto sobre el compromiso y utilicé ese libro. Es posible que sea una novela demasiado masculina, y de ahí tu desconcierto. Una cuestión personal fue el homenaje de Oé al existencialismo francés, en concreto a Albert Camus y sus dos obras maestras (La peste y El extranjero). Sobre Proust sólo puedo declarar mi absoluta entrega como lector recurrente. Es una obra monumental, inasible a veces, para leerla por partes y luego probar a hacerlo de un tirón. Para comprobar con los años no sólo la experiencia lectora sino la vital y como afectan al libro. En fin, una delicia estética llena de sabiduría, que espero que sea placentera y productiva para ti.
      Toda la novela, Eclipses, habla de esa frase final que escribes en el comentario. No sé si se puede o no renunciar a vivir ese mucho más, porque el corazón se agujerea con los años, se cansa, late con menor intensidad, porque se acumula en él la vida, y el amor es una experiencia demasiado intensa como para ser repetida una y otra vez y quedar intacto. Pero al menos, una vez en la vida, hay que vivir ese mucho más. Demasiadas vidas no lo hacen y se pierden en la anodina e insípida inercia.
      Eso si, ese mucho más también es sexual… no puede haberlo sin ello en el amor de pareja, lo otro son simulacros, comodidades, confortables reposos, miedo a la soledad, demasiada responsabilidad y peso, compasión, afecto inocuo, compañía…
      Ojalá puedas leerla entera pronto.

      Un abrazo.

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  2. carlosmonsivas dice:

    Ya era hora tenerte de nuevo, tenía cierta ansiedad por ver qué ibas a escribir después de ese maravilloso texto sobre Marguerite Duras. Ha valido la pena, como sucede contigo casi siempre. Este breve post me ha emocionado, me ha hecho pensar, me ha envuelto con esa prosa que parece adherirse a uno como un rezo. Ese ritmo que suele provocar lo mejor en mí. Te deseo lo mejor para esa novela que ya existe por lo que me sugieren tus palabras. Que además hables de Oé y de Proust en el texto es motivo como siempre de felicidad. Tal vez la ambigüedad y la complejidad de lo que tratas de expresar me haya hecho pensar en que necesitaba una definición, una constatación, pero eso ya no sería literatura…
    Un abrazo…

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    1. jimarino dice:

      Querido Carlos;
      Compartí tu miedo durante estos dos largos meses. El texto de Marguerite, la lectura compulsiva de sus obras, me dejó exhausto. Exhausto y finalmente decepcionado: tengo la sensación de que en lengua española la Duras, siendo tan grande, está olvidada, y eso me molesta. Es demasiado buena y merece ser más leída. Aunque ayer me emocionó que en Madrid, a finales de este mes, se estrena una obra de teatro basada en su novela La amante Inglesa. Espero que vaya bien, que le montaje sea digno de una obra que adoro de principio a fin, con al que estuve a punto de hacer un experimento hace unos meses, tras la fascinación de releerla en francés.
      En fin, muchas gracias como siempre por tus comentarios, por las palabras halagadoras y el apoyo incansable que me sueles brindar. Y es verdad, es una novela que maneja varias lineas narrativas, con un narrador que es uno de los personajes y un escritor (yo) que utiliza a ese narrador para acercarse a la historia. Me costó casi cinco años poder acercarme a esta historia, asimilarla dentro de mí y encontrar el modo de quitármela de encima, y luego casi dos más escribirla y reescribirla hasta esta última versión.
      La literatura, es verdad, Carlos, posee esa ambigüedad quela hace tan maravillosa, tan rara en este mundo de verdades universales y realidades fijadas…¿pero no ese, al fin y al cabo, uno de sus sentidos?
      Un abrazo muy fuerte…
      Hastapronto.

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  3. Madison dice:

    Antes que nada, decirte lo feliz que me hace ver que has escrito. Y ahora paso a leerte
    Un abrazo jmarino

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    1. jimarino dice:

      Gracias Madison, por esa presencia… espero que no et haya decpecionado el capítulo 43 de Eclipses.Es el másacorde con la temática general del blog, por eso lo utilicé.
      Un abrazo.

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  4. Querido Jimarino, siento llegar tarde a la lectura siempre gratificante de Los perros de la lluvia, pero tú ya conoces el motivo de esta tardanza. Tu texto es como siempre arrebatador y en realidad me parece un sendero más de tus itinerarios lectores, aquí descubriéndonos con entrañable originalidad las veredas de la lectura comparada entre Oé y el también para mí querido, gracias a ti que me lo ha redescubierto, Marcel Proust. Me pregunto a estas alturas ¿cómo es que no fluí con ese tiempo proustiano si desde mis primeros balbuceos literarios me obsesionó el tiempo como corriente que explicaba e incidía en nuestras vidas y en nuestra memoria; como poderoso antagonista de la escritura, la cual parece, al final, tener como único y último cometido combatir contra el olvido para dar continuidad a la vida del ser humano?. De hecho, después de escribir lo que he escrito y de leer tu adelanto de Eclipses, me confirma la sospecha de cuan lejos estoy aún de la meta, si es que ésta es alcanzable para la corta vida de un hombre.

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