Y Sara no entenderá por qué. Por qué esa obsesión en no reconocer la felicidad, en apartarla de sí cuando la acaricia. Y se preguntará durante muchos días por esa actitud. Él abusará del peso que carga, de su espalda destrozada y sus dolores musculares perpetuos. Intentará situarse de nuevo después de haber generado esa inquietud en él mismo y en ella. Y también se mirará afeitándose en el espejo dos días después y se preguntará por la razón de pretender tarde o temprano ese desasosiego.
Intentará explicarle a su hermano Tangofino que lo hizo para comprobar algo. Para remover los tres años de vida sexual y emocional con Sara y situarse en un lugar ligero de tensión. Ver cómo reaccionaría ella ante uno de sus ataques de pánico y ansiedad. Comprobar si incluso en una noche como esa, rodeada de algunas buenas amigas, en una casa ajena primero, y después en el local abarrotado de gente ebria y en apariencia feliz, ella seguiría necesitándole tanto como cuando estan a solas.
Pero luego se arrepentirá de haber dado esa razón. Mirará a los ojos a su hermano y le dirá que la culpa llegó a ser intolerable ante el vídeo de su hijo Elías. También la soledad repentina y egoísta. La debilidad de estar a merced de una existencia a medio hacer, que ha sustituido a una vida hecha con un hijo. Decirle de repente a Tangofino que nació de él la idea de que lo más razonable era pedir algo más a Sara. Más demostración de amor. Más entrega. Él se ríe y apura el último sorbo del café mientras se avergüenza de lo que su cabeza llegó a maquinar en esa media hora aproximada en la que desapareció. Era injusto, pero así fue.
Horas más tarde, mientras su amigo Mario se prepara para la actuación de las siete de la tarde, con un tercio frío en la mano, le cuenta que llegó a ponerse en el teléfono móvil una alarma. Mario dejará el lápiz de maquillaje y el espejo en el que se prepara para mirar a su amigo. Ha notado un temblor en la voz. Una interrupción en su apasionada manera de hablar. Oirá de esos labios, de ese hombre enamorado de Sara, que estuvo a punto de marcharse sin decir nada, de caminar por Centelles y abrir la puerta de su antigua casa. Le confiesa que, ni en el instante en que ese pensamiento obsesivo se adueñó de su voluntad, ni tampoco días después, podría explicar por qué quiso volver de repente al hogar del que se había marchado un mes atrás. Que no fue nostalgia ni anhelo de esa vieja vida y ese antiguo amor. Lo único que le vino a la cabeza fue la sonrisa del pequeño Elías cuando por la mañana viera la cama de su padre ocupada.