Catherine Robbe-Grillet y A.R.G- La vida sexual (IV)

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Allain Robbe Grilley y Jean-Louis Trintignant

La mujer del escritor francés A.R.G tan sólo dijo que no se dio cuenta de lo que hacía hasta pasado mucho tiempo. Por devoción o curiosidad no fue exactamente. Tuvo que ver con el amor. También con ser modernos y abiertos. Con los tiempos. Pensó por un momento si recordaba haber deseado algo así antes de conocer a su marido y le pareció poco probable. Vagamente soñadora, alumbró algún sueño de niña, lo justo para que el sexo siempre le interesara en cierta medida. No iba a dar más explicaciones. Si decidía escribir el libro sobre su marido le iba a costar justificar cómo se adentró en ese mundo por primera vez, qué sintió exactamente, cómo fue la vida después.

Cuando se dio cuenta, ese fogonazo repentino que alumbró su horizonte, lavándose los dientes frente al espejo del lavabo, ya estaba demasiado dentro de esa vida. Caminaba sin descanso en un proceso de adquisición de sensaciones cada vez más fuertes. Los lugares de reunión eran paulatinamente más oscuros y tétricos en su mayoría. Cada vez veía menos la luz del sol. Trasnochaba casi todas las noches, bebiendo alcohol abundante, levantándose en habitaciones oscuras, selladas a cal y canto para la luz, pasadas las dos o las tres del mediodía incluso después de quince o dieciséis horas de correrías. Comprendió en que consistía la figura del vampiro, cual era el origen real del mito más allá de la leyenda del sanguinario Conde Vlad, que defendió de los turcos los Carpatos. También le dio vueltas a menudo a la resistencia de su marido, pensó cómo era posible que escribiera viviendo de ese modo, sumido en esa vorágine interminable y constante, intoxicado de toda esa artificialidad sexual.

En algún momento se dio cuenta de que parte de esas pasiones eran suyas, y creyó conveniente dirigir ella misma sus pasos, alejarse del escritor un poco, repartir las sesiones comunes y dejar espacios para sus apetencias. Cada vez deseaba más y más. Paris era una fiesta entonces. Ella comenzó a salir sola algunas noches. Buscaba otra cosa. Una reunión la llevaba a otra. Una experiencia nueva inspiraba la siguiente. Entonces continuó sin darse cuenta entrando en salones que siempre la llevaban a otros salones, en una espiral interminable y confusa que llenó de experiencias terribles sus veladas parisinas a lo largo de los primeros años setenta. Intentaba hallar un lugar satisfactorio de verdad, que no le dejara ese regusto amargo en el paladar ni una nueva curiosidad que saciar. Deseaba escarmentar, llegar a un límite que no encontraba, que el dolor y la humillación fueran tan intensos que se le quitaran las ganas de volver a buscar. Si llegaba a ese punto, tal vez ese cansancio podría cesar; quizás su marido también pudiera detenerse a la vez.

Un buen día las cosas llegaron de verdad muy lejos. Demasiada irrealidad y penumbra, el inconsciente palpitando victorioso en algún lugar de su alma, apoderándose de sus terminaciones nerviosas, de su frágil equilibrio. Terminó en un hotel de mala muerte lamiéndose las heridas con el día amaneciendo, intentando quitarse con el agua de la ducha y el jabón áspero la suciedad acumulada, la sensación de asco y de desprecio hacia sí misma. Ella, la mujer del escritor, saturada de cieno y oscuridad, se miró en el espejo y rompió a llorar. El tiempo había pasado, su cuerpo gozaba, pero el efecto era otro en los demás. Ensañamiento, burla, desprecio, uso y abuso sin más. En ese instante, sucumbiendo a ese delirio, arrastrando sus pies de vieja aunque disimulara la edad con la ropa, las cremas, la propia genética y el maquillaje, se tumbó en la cama, se masturbó para aliviar todos los dolores que se apoderaban de su cuerpo y se durmió.

Solía decir que nunca más despertó del todo.

Copyright Jimarino 

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