Novelas que tal vez nunca serán (II)-Manual del amor

 

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    Sabe que es una leyenda traspasada de generación en generación, un modo de entender la vida y de comportarse. También que cada paso posee en sí mismo una historia detrás y no va a dudar a la hora de elegir cada gesto y de cumplir cada protocolo del ritual.

    Todavía están vestidos, con la mirada suavizada por las visiones hermosas de esa Francia que resuena en sus cabezas. Él va a sobreponerse sin remedio a toda esa insignificancia que surge en un país cuyo recorrido milimétrico ha sido escrito por la historia de la literatura. Desde París hasta Normandía, desde Alsacia y la Provenza, a los Alpes, los Pirineos y la melancólica belleza de Saint Malo y la Bretagne. Una elegancia y una sofisticación que abruma, que trasgrede el paisaje cotidiano de esas vidas que son como cualquier otra, aunque escondan en cada pliegue de viejos muros y agradables casitas antiguas bien cuidadas la cultura civilizada de siglos, el eco de la buena mesa en cada cocina, el idílico paisaje y la sensualidad de cualquier sentido. Una mezcla de soplo de aire punzante y placer desconocido, agazapado en cualquier cartel por mugriento que sea, en alguna de las miles de inscripciones que llenaron de comerciantes burgueses y secretos de familia las infinitas construcciones, cada prado y cada montaña, todas las casas, los hoteles, los albergues y los caudalosos ríos. Todo eso les sugiere Francia.

     Beatrice, la casera, se alegra de esa mirada hacía su país echada en su tumbona en el jardín, rodeada de libros antiguos y de gatos que corretean junto al estanque. Desde allí ve pasar la vida, la existencia de cada uno de los turistas que transitan fugaces cada cierto tiempo y desaparecen para no volver jamás mientras ella permanece inmóvil. Beatrice ya no espera a Dante desde una virtud mundana sino desde la introspección y el silencio. Comprendo en ese instante en qué consiste la sofisticación de los personajes solemnes y envarados de Nabokov, cual es la esencia de esa pasión por la cultura sensual, del recorrido tierno por la mirada y la caricia.

    Él la va a sentar en un cómodo sillón antiguo, forrado por un telar discreto y sedoso de color granate y oro. Le va a pedir que se levante ligeramente la falda. Le dirá que no puede ver nada todavía. La falda es larga, se une al torso y tan sólo deja al descubierto el esplendor fresco del escote, la blandura geométrica y femenina de la carne albergando el corazón y la vida debajo. Aguardará su sonrisa y su expectación mientras trae a la mesa del salón los ingredientes de ese viaje. Porque es un viaje, un recorrido por el tiempo y una historia de siglos. Francés todo lo que harán aunque ellos dos no lo sean. Hálito de deseo a punto de explotar después de seis horas de trayecto con paradas intermitentes y celebración de los paisajes y los monumentos, de las iglesias góticas y románicas, de las carreteras de ese sur que parecen revivir en verano y huelen a mediterráneo.

     El salón tiene cristaleras amplias que ofrecen la luz del interior a la oscura noche que envuelve la casa aislada.

     Él recuerda el paisaje de la Odisea en el que se menciona a Ulises atado. Se siente atado a la palabra ser desde que la conoce. A la palabra existir en toda su plenitud.

     Entra en la cocina y busca entre las bolsas de comida los ingredientes que adquirieron en Saint Jean Pied de Port.

     Una hora y media antes más o menos, él le preguntó a la dueña de la casa si la cocina de abajo estaba disponible para los viajeros. Beatrice le miró con sus ojos verdes enormes y sonrió. Tal vez adivinó esa clase de juegos que en otra época quizá también la sedujeron. Beatrice, encerrada en ese caserón, aguardaba ya sin esperanza, y él lo supo nada más verla en la coqueta recepción a su llegada. Le guiñó un ojo y le confirmó que sí, que cualquier parte de la casa a excepción de su habitación, situada en el exterior, en una construcción pequeña que en otra época debió ser un gallinero o una conejera amplia, estaba disponible para cualquiera de los huéspedes. Mencionó las normas, cómo guardar vasos y platos. Le indicó donde se hallaba cada cosa, cómo podía utilizar el horno, la cocina de inducción, y de lo que había en la nevera qué parte les correspondía.

         Cuando regresa al salón se oye el curioso canto de los pequeños sapos de montaña que se incrustan en las centenarias piedras de las paredes. Es un sonido agudo, sonoro y melódico, constante. Él pensó nada más llegar por la tarde a la casa que se trataba de hierros oxidados agitados por el viento. Sara mantuvo una teoría más poética sobre unos pájaros que cantaban cuando adivinaban las tormentas.

     El espléndido cielo azul de verano ha cedido sin que se dieran cuenta al atardecer, y enseguida la noche, que se ha llenado de espesas y oscuras nubes. Asoman puñados de estrellas en cuanto surge un claro. Las nubes parecen henchidas de agua. Ha llegado el viento desapacible, y poco después el agua liberadora que enfría la temperatura del verano al menos siete u ochos grados.

      Beatrice se retiró hace una media hora después de solicitar por favor, con demasiada insistencia tal vez, que todo quedase en orden. Los otros huéspedes que se alojan en el hotel rural, una pareja de holandeses estirados, envejecidos prematuramente, hace ya un buen rato que se han escondido en su habitación. El marido, al que Beatrice llama Hans, le dijo dos horas antes a Sara que la velada sería húmeda y fría, y en su tristeza de pareja agujereada y moribunda expresó su deseo de dormir, quien sabe si de morir.

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     Los dos están solos, con el ventanal del patio abierto, oyendo la lluvia constante que cae sobre la Maison Millage. Ella sentada, con la falda aireada y la piel, tal y como le pidió él, en contacto con la seda protectora del viejo sillón centenario. Siente el frescor de la tela sobre los muslos y el inicio de las nalgas. Él ha dejado sobre la mesa, en medio del amplio salón, los aperitivos y la bebida. Le va a contar una historia de deseos, de dioses y de brebajes. Suele hacerlo cada vez que pretende introducirla en ambiente, en cualquiera de sus juegos, en esas instrucciones sensuales, siempre una historia.

     Dirá Grosella cuando hace surgir un pequeño cesto de plástico que adquirió en una tienda gourmet sin que ella lo viera en Saint Jean Pied de Port. Grosella, un fruto de alta montaña. Nace de un pequeño arbusto, originario del centro y norte de Europa, de la zona de los Alpes y los Pirineos. De plantas amplias, que llegan a medir 3,5 milímetros de diámetro. Arbusto pequeño de todas formas, que surge en bosques umbríos, frescos y húmedos, a una altura elevada normalmente, de funcionamiento unisexual, como si fuera posible ser recolectado sin ambigüedades por hombres y mujeres y utilizado para cualquier brebaje o filtro de amor. Aroma componente de muchos vinos. Del puñado que guarda, arranca dos bolitas rojizas, sensuales, que hacen pensar en pétalos de flor, en ligero y suave tacto de prominencias delicadas y redondas. Se acerca a Sara y le pone en la boca las grosellas. Le pide que cierre los ojos y ella obedece.

    El sabor es agridulce, le gusta y le altera a la vez. Él ríe de repente, como si sus dedos a punto de acariciar los labios enrojecidos de su amante se avergonzaran de un tacto que todavía no debe producirse.

     Ella dice que está bueno.

     Luego él regresa a la mesa y dispone sobre el mantel la cesta de frutos rojos. También bolitas redondas de un rojo fuerte y textura delicada. Coge de nuevo un par de frutos y se acerca a Sara.

      -En la boca, el arándano es dulce, parecido a la cereza, pero con una textura frutal y pulposa, muy sabroso.

     Las dos bolitas se deshacen entre la saliva y el paladar. Le gusta más que la grosella agridulce, con un punto ácido que le recuerda a ciertos vinos tintos de tierra húmeda y cepa antigua. Sobre la mesa, él da un sorbo a una copa de Sauterne. Le dice que beba el vino, cuyo contraste con la grosella y el arándano le produce un ligero escalofrío. La dulzura antigua de la bebida alcohólica despierta el resto de sabores de la fruta. Él dice que tal vez queso más tarde, pero no es el momento sensual de la leche de vaca fermentada, tampoco la de oveja o de cabra. Las frutas rojas son sutiles y delicadas, por encima de la textura del Compté, el Camembert de la Bretagne y el Sainte Maure de Touraine. Es noche de suavidad, de estricta contemplación de la tormenta y de la soledad que un hombre y una mujer albergan y comparten. La furia de la naturaleza siempre hace a los seres humanos insignificantes, les incita a resguardarse, a compartir la lumbre, a entrelazar los cuerpos para sentir protección y calor.

       Enseguida ha rescatado del mueble bar del salón una botella de vodka suavizado. No es brebaje muy alcohólico, ruso de la estepa, ni secreto del interior de Europa, sino más bien sucedáneo francés adornado y muy caro. La botella la reconoció enseguida, como si la marca en cuestión estuviese allí para preparar el cocktail. Ella está convencida que también ha comprado la botella para sus planes. Siempre percibe esa atención desmedida, que la haya sentado en el asiento, que le haya pedido que se levante las faldas largas del vestido ligeramente y note la suavidad de la seda, que le ponga dos grosellas en la boca, a continuación dos arándanos, uno seco y otro fresco, que le sirviera el Sauterne frío y le pidiese cerrar los ojos y percibir el contraste de los sabores. Adivina ciertas apetencias, y ella también de él, pero tiene un ligero miedo inexplicable a defraudarlo. Nunca lo hace. Sutiles texturas en la boca de repente, la fruta y el vino dulce. Da otro sorbo a la copa mientras él trajina con la bebida. Le acerca una botellita que ha sacado de su bolso. Contiene un líquido transparente. Le pide que lo huela. Ella alza ligeramente el cuello y se aproxima la botellita a los labios. Distingue algo familiar, flores, tal vez una rosa.

         -Agua de rosas.- Suelta él-. Aquí no habrá azúcares.

         Él se marcha a la cocina unos segundos no sin antes servirle más vino blanco. Sara oye el motor de una batidora o una licuadora. Ella piensa en esa deliciosa pulpa sin remedio. La fruta perfumada entrará por el olfato y los ojos. El aroma del vodka amargará la exuberancia de la fruta hasta ese punto en que el sabor se precipite. Está segura de que si fuera la época le pondría una cereza que ella chuparía con discreción, pero a la vez dejando ver lo evidente. Lo adivina a estas alturas, y le parece delicioso que él lo intente una y otra vez, buscar cosas, buscar pequeños actos, rituales, ideas, que sigan haciéndole pensar que quiere seducirla aunque ya lo haya hecho.

    Vuelve a irrumpir en el salón esta vez con un delantal puesto. La oscuridad fuera es tenebrosa, pero la luz del interior adquiere una temperatura acogedora e íntima. Están sólos en esa casa porque los holandeses deben estar durmiendo como ceporros, Beatrice anda encerrada entre los muros de su reino, con sus gatos y sus libros, y él trae la bebida roja y brillante en una copa grande. Tintinea el hielo. Ella distingue no la cereza pero si algunas moras rojas de las que recogieron por la mañana en el paseo por la montaña. Le enseña la copa sobre un bonito plato blanco muy antiguo que debe haber tardado un buen rato en elegir de entre la cubertería de Beatrice. Le pone la mano en los hombros desnudos y deja el cocktail sobre una bonita mesita de cristal.

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    Sus ojos le hablan de la atención, de lo inmensa que puede ser la sensación de ser querida, ser deseada. Él se acerca con su copa y se sienta a sus pies sobre la alfombra.

     -Falta que la chimenea esté encendida.

     La lluvia entra de repente en la casa a través de las puertas correderas abiertas, lo notan en el chasquido del agua contra las baldosas. Sara se da cuenta y le dice que cierre. Él se incorpora de un salto y empuja la cristalera. Apaga la luz de la lámpara del techo y el salón queda iluminado por una tenue luz anaranjada. Se vuelve a sentar sobre la alfombra, junto a los pies de Sara. Echa la cabeza hacia atrás y se acopla sobre sus muslos. Ella le acaricia el pelo.

      Él le toca los pies y empieza a estremecerse.

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