
¿Se han preguntado ustedes alguna vez qué es la mala suerte, la desgracia en general? ¿Esa niebla que parece abrumar a quien la sufre, lo llena de obstáculos, de imprevistos, provoca el descontrol, la impotencia, genera oscuridad?
Dependiendo de su destino habrán afrontado desgracias y superado barreras en su camino, y las habrán solventado o resuelto en función de un buen numero de circunstancias más o menos favorables o adversas, y habrán mostrado más o menos voluntad para ello.
La mala suerte ha sido para mí ese casi que estaba colgado del cielo cuando miraba hacia el futuro intentando buscar una respuesta a mi existencia que se desvanecía sin remedio, también la sensación de no poder, de mover las piernas y no avanzar ni medio centímetro. Quedarse estancado a pesar de intentar sacar los brazos del agua evitando el ahogo. Siempre he rozado un destino si no mejor, al menos si más coherente con mi forma de ver el mundo, rondando el éxito como dicen en el mundo de la empresa, aproximándome al Premio Gordo, pero nunca completando los pasos, siempre dejando un cabo suelto, un amarre demasiado lejano, una meta que no me correspondió a mi juicio.
El mejor consejo que me dejó mi padre fue aquel que insistía en que el éxito o el fracaso no existen. Son un producto cultural, surgido de nuestra manera de ver el mundo; hacemos cosas a lo largo de toda una vida, emprendemos proyectos, tareas, profesiones, actividades, escogemos caminos, itinerarios, lugares donde estar o pasar de largo, y a veces las cosas salen bien y otras no tanto o rematadamente mal. Éxito y fracaso para mi padre eran calificativos sin sentido.
No puedo quejarme aun así porque siempre a hallado a mi alcance lo que más o menos necesitaba en esas incursiones en el universo de la buena fortuna, pero el regusto metálico es a menudo evidente, demasiado notorio. El sueño -cada vez más pequeño-, nunca llegó del todo; sí el alivio, el descanso, ciertos momentos de paz, pero el sueño jamás, por muy insignificante que se hubiera hecho. Nada fue exactamente como lo planeé. Cuántas veces Sara y yo conseguimos dar la vuelta a situaciones nefastas que se complicaban sin que nos diéramos cuenta en un santiamén, pero siempre volvían los fantasmas con distinta intensidad. El amor nos había permitido encontrar resquicios, huecos por donde vislumbrar una luz, pero lo cierto es que nada fue completo, y no me refiero a mi vida con ella, sino en general. Todo se enturbió, se complicó una y otra vez. A cualquier respiro le sucedía un nuevo problema, otra imposibilidad. Ni siquiera con ella a mi lado había logrado modificar esas pesadas ruedas que entorpecían y limitaban mi destino. Sobrevivíamos, nos manteníamos firmes, como náufragos agarrados a unos maderos en medio del océano, pero no conseguíamos esa vuelta de tuerca.
Por eso les he preguntado por la mala suerte, por lo que creen qué es exactamente, quizá porque nunca lo he tenido claro del todo. Me hubiera gustado hacerle esa misma pregunta a Malcom Lowry.

En una conferencia en Paris, si no recuerdo mal en una pequeña librería del Barrio Latino, pude escuchar la respuesta de Pierre Michon a una lectora empeñada en que revelase el origen religioso de casi toda su obra. Michon empezó a hablar con ese vozarrón que me hacía temblar, lleno de nicotina y de tiempo, de palabras hermosas y pausas. Respondió a la señora erudita que en asuntos teológicos él no se metía, y tampoco se atrevía a resucitar fantasmas que jamás llegaría a comprender, que simplemente dejaba que lo poseyeran con sus historias. Dijo que en vida había expiado suficientemente sus pecados, mencionó adicciones, dolores musculares, huesos resquebrajados, profundos desarraigos y olvidos, y una melancolía obcecada que a menudo lo postraba. También que su familia debía estar en paz con ese posible Dios después de las miserias y desgracias a las que se vio empujada. Afirmó que la literatura había sido su única ligereza, y quizá por ello se la había tomado tan en serio. Vivía en un mundo eterno, conforme más viejo se hacía, cada vez más lejos del presente, entre fantasmas que no sólo no le molestaban demasiado, sino que incluso le daban suculentas ideas, le ayudaban a encontrar su destino de escritor. Lo mejor era que sus fantasmas personales se habían disipado, la herencia sanguínea había perdido fuelle, y la mayor parte de los espíritus que lo habitaban eran seres lejanos en el tiempo y el espacio, casi siempre franceses, provenientes de la historia, de las profundas raíces que la lengua, a lo largo de las décadas, le había otorgado..
-La vida ha pasado y no creo ni en la buena ni en la mala suerte.- Y así fue como concluyó su respuesta a la lectora curiosa.
Llegué a pensar en algunos momentos de mi existencia que la mala suerte era una construcción de la genética de cada cual, del inconsciente inaccesible. Eso generaba una dolorosa limitación del origen. La respuesta de Michon abrió sin embargo muchos caminos. No era tan sólo la genética o la herencia directa, sino la capacidad de ejercer de medium, una mezcla de Historia y lengua percibida, de capacidad de ser una antena del tiempo y las palabras, y eso mejoró la propia percepción de mí mismo. Quizá debíamos escuchar a esa voz interna que percibía el mundo en mejores condiciones que la razón, y trabajar esa especie de receptor que debía ir asimilando con mayor precisión y profundidad los asuntos colectivos que flotaban en el entorno, en la sociedad y el tiempo en el que vivimos sin remedio.
Hay personas que siempre escogen mal, y se puede decir que no es tan sólo por una cuestión de falta de inteligencia, escasa habilidad o demasiada ofuscación emocional que nubla las entendederas en cada ocasión que se las requiere. Da la sensación de que existen seres humanos capaces de crear la mala suerte desde lo más profundo de su interior. Nunca me creí ese rollo del pensamiento positivo al que debemos aferrarnos, y en medio de ese éxtasis del espíritu luminoso se consigue que las fuerzas del mal, los nubarrones cegadores y las torpezas del destino, se aparten para acercarnos a nuestro destino. Demasiado simple abrazar esa creencia como cualquier otra, pensar convencido que la voluntad es capaz, siempre que se oriente bien, de doblegar al destino. No es que rechazase el poder de la voluntad, que en algunas personas se convierte en una adicción y en una energía a tener en cuenta, pero la voluntad todopoderosa, la imagen del superhombre niezstcheano, era privilegio de muy pocos, por lo que la mayoría de manuales de autoayuda o esas psicologías similares tan cortas de miras, me parecían soberanas idioteces ante los agujeros negros monumentales que acechaban a la emocionalidad y a la razón de los humanos, y además un insoportable chantaje de los tiempos. Esos eran pensamientos de la época, tan fugaces, tan banales y superficiales, empeñados en que el individuo asuma su culpabilidad por encima de cualquier circunstancia y ante cualquier desgracia u oscuridad. Se trataba también de la engañifa de un puñado de listos capaces de aprovecharse de la debilidad humana.

Los estados de ánimo positivos surgen de uno mismo, se entremezclan con la energía, permiten abrir los brazos y creer, y cuando llegan de muy adentro, esa sensación es cierto que puede modificar despacio el presente en la medida de lo posible, sin milagros ni excesos, Esa energía sustituye temporalmente a la consciencia de lo irremediable, difumina la clara indefensión ante el destino, diluye la fragilidad de toda existencia humana, se concentra en el presente y hace rehuir la angustia del paso del tiempo y sus efectos. Es verdad que se puede entrenar esa superstición de ocuparse de lo presente y no pensar en lo absurdo de casi todos nuestros afanes, en la posibilidad inminente de que alguna circunstancia por completo ajena a nosotros destruya la construcción emprendida, los pasos a mitad del camino, la perspectiva de los goces y los sueños que disfrutamos. El fin del amor, la muerte de alguien querido, la adversidad para la que no estamos preparados que podría llegar a anegar cuanto tenemos, todas esas cosas del azar y el destino caprichoso, de la Historia cayendo sobre nuestra insignificancia, los juegos de los Dioses, la finitud y las carencias de la inteligencia, la complejidad del cuerpo humano y sus enfermedades.
Michon había pronunciado palabras discretas y modestas, como si no quisiera ofender a algo o a alguien que estuviera muy por encima de él. Quizá en efecto, la lectora erudita tenía razón al intentar asociar la belleza sagrada, casi de rezo, de su literatura, con Dios, y la verdadera grandeza de Michon no fuera otra que escribir de lo humano sin atreverse a apelar a nada superior. No mentar lo innombrable, lo imprevisible que poseen las energías del universo, sólo dejarlas en ese misterio inasible, conformarse con la propia energía, con la capacidad de cada individuo de extraer de sí mismo, en su medida cada cual, y en función de sus fortalezas y capacidades, el aliento del presente, lo que vivimos de verdad y no es memoria ni proyección.
Sin darme cuenta asumí la responsabilidad propia frente a la tristeza o la alegría, ante cualquier de las emociones que conforman la percepción de los hombres; no el dominio de la voluntad sobre los sentimientos, sí la capacidad de encajar los azares de la vida de mejor manera. He llegado a aceptar que mis estados de ánimo dependan en cierta medida de mi mente, de mi voluntad. Incluso ahora encuentro esa teoría bastante sólida, no como un fingido entusiasmo que todo lo logra y todo lo consigue, pero sí como una fuerza extraordinaria cuando nos pertenece. Tenemos una cierta responsabilidad respecto a nuestro rostro, podemos seleccionar los pensamientos -aunque a veces sea tan difícil- para conseguir que se impongan los mejores. El misterio se halla en el lugar donde surge esa alegría espontánea que es capaz de cambiar tantas cosas en un camino, el lugar y el origen de esa especie de electricidad que hace mirar la existencia con otros ojos.
La madurez ayuda a relativizar las cosas, pero no resuelve el problema, seguimos encontrándonos con las mismas cosas aunque de otra manera, con obstáculos similares, límites infranqueables, estados de ánimo incomprensibles, patologías mentales, ambiciones y sueños, desventajas y ventajas; la diferencia es que vemos las cosas de un modo más pausado si las circunstancias no nos son demasiado adversas. No creo en el azar absoluto, en la falta de sentido completo, no puedo hacerlo. Aunque dude de que la voluntad humana sea capaz de doblegarlo todo, tampoco logro afirmar la determinación del destino, la incomprensible e infalible ecuación de la fortuna. El sólo hecho de tener un lugar donde uno nace, marca sobremanera el futuro, los límites. Las excepciones que convierten lo extraordinario en una posibilidad, casi siempre me parecieron propaganda, excepciones a la regla perfectas, juegos perversos del poder que rige nuestras sociedades.
El mundo en el que vivimos nos susurra al oído como las Sirenas a Ulyses que la culpa del fracaso tiene que ser nuestra, eso ha sido una transformación genial, sublime, el golpe de efecto de los poderosos de la tierra: lograr que la culpa de cada uno haga el trabajo sucio. Dependiendo de la concepción que se conceda a la mala suerte, tomarán una decisión moral, y ahí, justo ahí, en ese punto en el que eligen esa forma de itinerario, expresarán cuál es su concepción del mundo, el lugar geográfico del que forman parte, su situación económico-social, su raza, sus perspectivas para el mundo futuro, sus ataduras con la herencia y el tiempo,
Del modo en el que definan la mala suerte responderán ante el mundo de alguna forma, y serán tan inocentes como ignorantes y soberbios.
Copyright Jimarino 2020-Extracto de El monstruo.

Yo quisiera, con verdadera vehemencia, entrega, dejarme envolver por la fuerza, la intensidad melódica, lumínica, de tu escritura, amigo JIMARINO: «El misterio se halla en el lugar donde surge esa alegría espontánea que es capaz de cambiar tantas cosas en un camino, el lugar y el origen de esa especie de electricidad que hace mirar la existencia con otros ojos».
Yo quisiera, darle un puntapié a «la mala suerte», intentar, hacer por oír en mi, las sirenas del admirado Ulyses…
Yo quisiera, amigo, pero….
Me gustaLe gusta a 1 persona
Un texto muy interesante y tambien el comentario de Gildardo que lo hace mas grande-me ha encantado-
Me gustaMe gusta