Los libros han sido una de mis mejores vidas; los libros que otros escritores escribieron y en mucha menor medida los que yo escribí. Escribir es para mí un acto tan irracional como necesario, y de alguna forma toda escritura alargada en el tiempo es una forma de ahondamiento en uno mismo, de conocimiento personal, o al menos en esa literatura que siempre me gustó, la que me pareció capaz de alumbrar y expresar mediante palabras algo esencial de lo humano, retener eso vivo entre la continua extinción y regeneración de la vida. También una forma de existir que obliga a revisarlo todo, a cuestionar cada cosa que sucede, cada pensamiento, cada emoción. Transformar en ficción la realidad posee una sana trascendencia individual, en algunos casos también para los demás. Algunos símbolos ocultos de la existencia se han revelado a veces en textos escritos que han despertado sentidos agazapados en mi memoria destinados sin remedio a hibernar, señales del latido vital que me unió a un tiempo y a unas personas, un pálpito consciente y terrible del futuro y las proyecciones humanas.
La buena literatura es la duda incesante entre las limitaciones del lenguaje y las posibilidades de la inteligencia, enfrentadas una y otra vez para alcanzar algo duradero, algo fundamental, un pequeño relato esencial de cualquier existencia, de una o varias pieles, una respiración y un sinfín de caminos posibles, anhelando ser un espejo de la vida. En realidad un deseo de generar mitos.
Escribir es agitar y saquear la propia biografía, pero no sólo la que puede clasificarse en fechas, lugares y nombres, sino también aquella inconsciente que comprende resortes y mecanismos desconocidos, que tiene mucho de herencia y a la vez de experiencia, lo que surge en los sueños, o simplemente de lo que aconteció sin ser visto, percibido como en sordina, de eso enterrado pero no asimilado por alguna razón inescrutable.
A su vez un diálogo inevitable con la tradición, con los contemporáneos y los antiguos, con sus pensamientos, preocupaciones y sabidurías particulares. Un diálogo con cada una de las épocas en las que esos textos fueron escritos, compuestos de todas esas formas acumuladas de tiempo y cultura, de la repetición y la evolución de los rituales sociales, de las asperezas de la Historia y lo azaroso del destino.
Leer más bien me resulta una especie de descubrimiento exterior, una expansión que nos lleva hacia dentro. Esa expansión ha sido y es uno de los mayores placeres de mi existencia, pero no sólo eso, sino que con los años se ha convertido en un mecanismo fascinante de relación y empatía, un equilibrio constante entre la realidad y la distancia profunda que nos habita, entre el paso del tiempo inexorable y la tristeza de la despedida y eso esencial que resguardamos como poso. No entiendo el olvido de la novela en el siglo XXI; tampoco voy a participar de su extinción celebrando un adiós que seria intolerable para mi manera de vivir.
Leer no es pasar el tiempo y a la vez sí lo es; pero no es un pasar el tiempo inocuo, de ahí la diferencia entre ciertos escritores memorables y otros siempre prescindibles, entre ocios sin fuste y aquello que deja huella. La escritura posee una fuerza masculina, una penetración en algo que surge henchida, gozosa, dolida muchas veces, apasionada y rota otras, y al tiempo desesperante tan a menudo. Renombra las emociones, los objetos, los lugares. Leer posee un descubrimiento, una curva sinuosa y un adentrarse, una tendencia vaginal, femenina, una cadera tibia, donde se rellena el hueco que no podemos ocupar con nuestra vida, esa curiosidad insaciable por profundizar y conocer, esa búsqueda del misterio que se nos escapa pero que leyendo surge de repente aunque luego se evapore, ese casi, donde cabe toda esa capacidad humana de necesitar conocer al otro, lo otro, abrazar esa extraña sabiduría de vivir, construir puentes con el pasado y el futuro. Un punto de partida, un lugar original, quizá absurdo, puede ser, en el que sin embargo encuentro esos dos ritmos hambrientos, esos dos mundos y esas dos formas de adentrarnos conscientes en la vida.
Los libros maravillosos se siguen escribiendo. Eso es algo que he defendido a capa y espada ante los adalides de la decadencia.
Adentrándome fascinado últimamente en el origen de los mitos prehelénicos he degustado el sueño secreto de todo escritor. Los estudios humanistas -escribe Coetzee en esa maravillosa novela del 2003 que volví a leer la pasada semana, Elisabeth Costello-, no nacieron en la universidad, sino que fueron absorbidos por ella allá por el siglo XVI. Su teoría, como muchas de las que aparecen en todos sus libros, revelan el potencial filosófico de la novela, o más que el potencial filosófico, la particular forma de sabiduría que contiene la novela, un saber que, lejos de haber quedado extinguido mantiene su enorme potencial, aunque cada vez más mudo, quizá eso sea cierto, bien a causa de la carencias de su propio origen, por un reconocimiento excesivamente realista de sus límites, bien por el descenso general de su importancia, por la dificultad de ser comprendida por una buena parte de la población, por la ausencia de estudio ante su inutilidad aparente frente al mercado laboral. ¿Por qué Elisabeth Costello? ¿Por qué entre las páginas de ese libro hay un grito desgarrado y un hartazgo de los excesos de un mundo pseudocientífico sin conciencia ni de su futuro ni de su pasado, sin más destino que la acumulación?
En torno al cuento de Kafka sobre el presunto simio -o humano- que lee un discurso sobre su vida en el salón de una Academia -de simios o humanos-, un discurso perfectamente articulado y racional, Coetzee se permite divagar sobre el imperio de la razón y su tendencia a confundir los aspectos prácticos de la misma con sus verdaderas capacidades y el origen animal del hombre. Es sorprendente que nuestro mundo actual esté tan lleno de simios esbozando discursos automáticos que provienen de los siglos, y multitudes de seres humanos los escuchen emocionados sin darse cuenta de hasta qué punto esos mensajes poseen la repetición simiesca y automática de viejos dogmas nefastos para la humanidad.
Una novela permite eso para algunos escritores. Esa voz surge por encima de lo que veo y escucho a mi alrededor. Esta exenta de fanatismo.
Un mono sumido en una serie de experimentos prácticos; su medición esta absolutamente basada en pequeños problemas a resolver e incentivos insignificantes que le hacen responder por inercia y repetición hasta dar una imagen racional y coherente. La trascendencia del cuento de Kafka, y más tarde la extraordinaria interpretación de Coetzee en Elisabeth Costello, está llena de eso que es la esencia de la literatura. Los voceros del poder financiero y de la Red, las grandes Instituciones internacionales, la triste gobernanza europea actual, o incluso el desarrollo tecnológico imparable en manos del dominio económico, obvian la conciencia y la riqueza del espíritu humano. En el cuento de Kafka no sabemos si quien lee es un simio contando su historia o es un ser humano contando la historia de un simio, como si anticipara tantos años antes la incongruencia de esa disyuntiva imposible de perdurar demasiado tiempo. ¿Quién puede asegurar que el Breixit británico es cosa de seres humanos o por el contrario la voluntad de una multitud de simios ruidosos?
Existe algo en la inteligencia humana que se resiste a los datos; eso lo sabemos muy bien quienes leemos literatura desde hace décadas, también quienes escribimos o intentamos hacerlo conscientes de la historia de esta tradición.
La palabra es limitada, es cierto. Su uso también. El declive de la influencia de la literatura en el mundo viene de tiempo atrás. Pero el optimismo científico alcanza cotas de ceguera similares a las que se vivieron en aquellos lejanos tiempos prehelénicos en los que los mitos literarios empezaron a alcanzar rango de religión, y en torno a ellos se articulaba una buena parte de la vida de esas antiquísimas civilizaciones. La literatura había alcanzado una concepción sagrada, organizaba asuntos tan fundamentales como el calendario, la estructura social y sus jerarquías, los usos alimenticios o los rituales esenciales de la humanidad: la concepción, el nacimiento, el crecimiento y la muerte. El primer paso de la inteligencia humana no fue sólo inventar artilugios para dominar en mejores condiciones el medio, sino una proyección humanística tal y como la concebimos ahora que empezó a forjar la civilización. La palabra permitió esa asociación de ideas que dieron como fruto los primeros cultos religiosos de la historia del hombre, asumidos y manipulados más tarde por el enorme potencial griego, y expresados a lo largo de los siglos desde entonces hasta nuestros días en todo tipo de ceremonias. La distinción entre lo viejo y lo nuevo es a menudo engañosa, depende precisamente de lo efímero y de lo que se percibe como perenne a lo largo de los siglos, de lo que se convierte en historia y de lo que desaparece sin dejar huella, del aprendizaje y de lo que se olvida, de los hechos esenciales para lo humano y de lo que resbala sobre nuestra piel sin consecuencias, en realidad de lo que consideramos pertenece a cada uno de esos extremos en cada momento del tiempo.
El estudio de las humanidades no fue más que la necesidad de interpretar los libros sagrados, y de ahí el aprendizaje de lenguas antiguas, muertas, la cultura clásica, el afán por descubrir la verdad de esa palabra de Dios. Cuando la Universidad asumió ese rol -dice Coetzee en boca de la hermana de Elisabeth Costello, Bridges-, la decadencia era inevitable. La palabra había dejado de ser sagrada, y por tanto, su valor relativo, puede que intrascendente. El cuento había dejado de ser una parábola para convertirse en un elemento estético, en un artefacto de belleza quien sabe si tal vez inútil.
La literatura fue la más modesta de las humanidades por la simple razón de que nunca aspiró a una verdad eterna, a un rango de ley universal más allá del uso que hizo de ella la religión, sino a la generación de mitos más o menos duraderos, con su ambigüedades y sus matices. O quizá esta sea una teoría de la literatura moderna, no extensible a otras épocas: escribir ha sido algo distinto a lo largo de los siglos de humanidad transcurridos. Cuando dije que el sueño de cualquier escritor tenía que ver con el nacimiento de los primeros cultos sociales y religiosos de las sociedades prehelénicas me refería precisamente a eso: textos de ficción que conformaban el estilo de vida y la forma de relación ente los hombres y los dioses con la naturaleza de sus pueblos. La literatura se había hecho práctica, llegaba la religión. Eso siempre lo tuvo muy claro Flaubert.
Es curioso como las religiones, a lo largo de los siglos, han ido encerrándose en sí mismas. Los cultos tardíos que conocemos, el catolicismo, el islam, el judaísmo, admiten renunciar a la verdad empeñados en mantener esos usos que a lo largo de los siglos han conformado su razón de ser, a fin de proteger lo más esencial de lo humano por encima de todas las cosas. Quizá sea mejor la salvación que la verdad. La literatura, mucho antes, muchos siglos antes incluso de que Cervantes escribiera El Quijote o de que Shakespeare nos dejara sus fabulosas obras de teatro, había comprendido que sus límites eran su fuerza, que su modestia estaba llena de una verdad distinta a la religiosa, a la histórica, sin perder por ello su ambición de saber, su necesidad de ser trascendente, de hacer perdurar en el mundo algo esencial por pequeño que fuera.
La literatura se ha adaptado durante centurias a las modas, formatos y destinos de cada generación sin perder su esencia ni desaparecer. Intento adivinar en mi hijo donde será necesaria la literatura, cómo la encontrará cuando la necesite, en qué momento podrá convertirse en algo interesante para él, y también me pregunto qué forma tendrá esa literatura, en que soporte será leída, donde brotará por enésima vez en los inicios de éste nuevo milenio. Quizá le confiese que a mi por temporadas me interesó la literatura porque en sus páginas encontraba mucha más información sexual y más precisa que en las películas porno o en las machadas de los amigotes más precoces del grupo. Pienso que le hablaré de un momento en el que la literatura empezó a apasionarme porque en ella encontraba respuestas a muchas de las experiencias vividas y jamás comprendidas del todo. Estoy convencido de que genera bienestar y salud en mi fatigado cerebro. Le tendré que contar que a lo largo de toda mi vida es una de las pocas cosas que siempre han estado muy cerca, en cada época en la medida que correspondía, con raros altibajos y algún que otro periodo depresivo no demasiado extenso.
Un día, siendo un adolescente de 15 años, me di cuenta de que Drácula era un personaje fascinante, y la novela una hermosa historia de amor y tragedia, y me sucedió algo similar poco después, cuando comprendí que Don Quijote no era un puto chalado que hablaba muy raro y se pirraba por las novelas de caballería como cualquier hippie concienzudo se engancha a la felicidad de la hierba perfumada, sino que encarnaba muchas de las representaciones de nobleza de lo humano, que era, en pocas palabras, un tipo entrañable lleno de grandes ideas, confundido, es verdad, pero digno y de una enorme categoría moral, cargado de valentía a pesar de las dolorosas consecuencias, más si cabe en esa vejez magullada. Acordarme de ese escritor que decía que una biblioteca era el mejor lugar para perder la inocencia sin perder la virginidad. Decirle: hijo, yo acaricié el cuerpo de Lady Chatterley, la tuve entre mis brazos bajo la lluvia, besé esos labios frescos y carnosos, fui ese guardabosques enigmático que despertó todos esos sentidos muertos que se pudrían en su interior, le hice comprender sin palabras por donde se escapaba la vida demasiado rápido. Viví las pesadillas de Orwell, quedaron grabadas en mi memoria y reconocibles a las primeras de cambio en cualquier ámbito de la existencia, también las utopías de la felicidad de Huxley y los mundos alucinógenos de Phillip K. Dick. He sentido la guerra y su horror en la piel al leer unas cuantas novelas. Las oscuridades de la literatura son réplicas de las que se agazapan en la vida real. Viaje al fin de la noche me hizo intuir que la tierra no era tan inocente como creíamos o nos hicieron creer, me gustaría poder expresarle lo que supuso leer con diecinueve años esa novela y sentir ese asco y esa furia por el mundo, y ver como muchas de esas terribles barbaridades humanas se seguían dando en el presente, o se percibían acechando, acercándose a este largo periodo de paz, integración y prosperidad en la mayor parte del mundo occidental desde la Segunda Guerra mundial. Apretar su mano mientras pretendo contarle además las pocas verdades que he llegado a comprender de la existencia. El amor es mejor que el odio, el rencor o la envida; es las más poderosa de las emociones humanas, incluso en periodos en los que renquea y se tambalea. Confesarle que la literatura se ha convertido en una experiencia más que se ha entremezclado con la real hasta confundirse y alimentarse mutuamente. No es que confunda la realidad con la ficción, sino que lo vivido ha quedado enriquecido, a veces asumido tiempo después, gracias a la ficción.
La literatura existe en la belleza del lenguaje, en el ritmo de la sintaxis, en los significados de las palabras, en la precisión de la expresión y la hondura de sus significados. La ficción que me gusta presta mucha atención al cómo. Escribir es ir poniendo palabras en cada una de las cosas que suceden en el mundo, piezas que tenemos que encajar en puzzles inabarcables, un acto titánico e imposible que sin embargo se impone en ciertas vidas a casi todo, pletóricos del placer de expresar lo que se ha sentido, lo que se es y se ha sido, lo que se ha visto y comprendido aunque sea de modo inconsciente.
Hacerle ver que los escritores que pueden mejorar su vida, hacer que viva con mayor intensidad y consciencia, con más amplitud, tal vez no han nacido todavía, y el estilo en el que desarrollarán esa tarea sea ahora mismo algo desconocido, pero pertenecerán sin remedio a toda esta tribu, serán sus descendientes y tendrán una relativa familiaridad con su propia historia. De repente miro a Mateo y le doy vueltas a lo que debería decirle para que el acto de coger un libro tuviera la emoción que todavía siento al empezar una novela. Que entendiera esa relación química, el ligero vértigo que surge ante el olor del papel, el cosquilleo gozoso que me sobreviene cuando las primeras frases del libro satisfacen mi curiosidad y me adentro en un universo ajeno, y tal vez muy alejado en el tiempo, con los ojos muy abiertos. Me gustaría contarle que releyendo La carretera de McCarthy -novela que leí por primera vez justo un mes antes de que él naciera-, fui consciente de la felicidad que sentía por tenerlo a mi lado pasara lo que pasase. El aprendizaje de la paternidad tiene una intensa parte emocional e instintiva, pero también el arraigo familiar de nuestra propia experiencia filial. La imagen de nuestro padre determina parte de la que tendremos nosotros si no se dan excesos demasiado onerosos y extremos, sea por afinidad o por oposición, o por una mezcla más o menos equilibrada de ambos extremos en la mayoría de las personas. La carretera me hizo más consciente del significado de esa palabra.
Contarle que en la vida tal vez no haya llegado muy lejos, pero que siempre, en cada una de las abundantes caídas e incluso en esos menos frecuentes momentos de cima, siempre han quedado al final un puñado de libros que me han aliviado el pesar y la miseria de este mundo, que me han hecho más comprensible lo que no entendía: escrituras, metáforas, vívidas historias que me han permitido soportar mejor aquello nefasto y abominable de la existencia, y aprovechar con más tino lo placentero y lo maravilloso que supone vivirla. Le tengo que contar que todos los tiranos y dictadores que fracasaron en su intento de doblegar a la humanidad persiguieron los libros, los quemaron y los destruyeron. Quizá era a lo único que temían en verdad embriagados por sus triunfos y sus aplastantes victorias. También que sospecho lo que sucede en el presente: un ninguneo orquestado, una sociedad sin espacio para la lectura, adoctrinada por infinidad de pequeños pasatiempos que consumen el escaso tiempo libre. Una literatura que no duele, ni pica, ni rasca ni transpira, que se puede consumir con la atención con la que se mira un ridículo programa de televisión a las once de la noche después de un fatigoso día de trabajo y estrés. Si no se la pudo doblegar a la fuerza, se la reducirá a lo insignificante. Revelarle que la situación es grave y no se corresponde tan sólo con la nostalgia de un hombre de mi edad, apurando a pasos agigantados la cuarentena, no es tan sólo miedo a los cambios vertiginosos que se producen en la sociedades occidentales del presente. Tampoco una pataleta de lo viejo frente a lo nuevo. Me asombra tanto la amenaza de los agoreros que preconizan el derrumbe del mundo, como el infantil optimismo de los que abrazan todo lo nuevo que sucede a nuestro alrededor sin atisbar los peligros y los vacíos que esta velocidad deja a su paso, las acumulaciones de poder inmensas que en apenas cinco o seis años se han convertido en una amenaza para la democracia, el control que pueden llegar a ejercer de todo, desde el poder más elevado hasta la intimidad de la más insignificante de las vidas humanas en la tierra. Maquiavelo escribió hace varios siglos cómo serían las luchas políticas y de poder a lo largo de los próximos milenios. Tolstoi me describió la locura, el absurdo y el sin sentido de la guerra en algunas de sus novelas. Todos los discursos del presente excluyentes que insuflan odio al prójimo están ya escritos en la historia de la literatura y en el saber acumulado de la humanidad. Soltarle todo esto y pedirle que aprenda a reconocer lo que ya ha sido dicho, y que además sea consciente de las consecuencias que tuvo.
Lo último que me quedará para intentar convencerle será contarle lo que me ocurre muchas mañanas en las que me pregunto para qué demonios me levanto y qué motivos de mierda tendrá la larga jornada que me espera, y en esos momentos, cuando me miro en el espejo y atisbo el cansancio y la desilusión, la fatiga ante todo lo que la existencia trae sin remedio, y entonces veo junto a mi pijama amontonado de cualquier manera en el suelo del cuarto de baño la portada del libro que estoy leyendo, una ligera alegría me acude. Las primeras palabras que recibo cada mañana, con las que me levanto -también las últimas de la noche-, son las palabras de la literatura, y aunque a veces no basten suelen darle algún sentido al día pase lo que pase.
En la tristeza y en la desolación siempre tuve a mano a ciertos escritores. Contarle lo que escribió Victor Frankl sobre los supervivientes de los campos de concentración nazis, el efecto Dostoievski en esos hombres machacados por el extermino y los trabajos forzados, por el hambre y la violencia. Adivinar entre la bruma asfixiante un espasmo de felicidad, un ligero suspiro del corazón acongojado, el alivio de leer palabras sabias que nos reconfortan. La sensación de estar sólo muy pocas veces, el arraigo de pertenecer a una tradición tan antigua o más que cualquiera otra de las existentes en la Tierra. Distinguir que la realidad depende de como se mire, de cómo se defina con palabras, tanto para enfrentarla a lo que somos como para soportar sus efectos y desequilibrios. Deglutir palabras no manipuladas, libres, surgidas de la poesía y del espíritu insaciable del hombre. Diseccionar las emociones, distinguir las propias, saber expresarlas, encontrar referentes, asideros, espacios donde comprender la extrañeza que nos acompaña y sus antídotos. Llegar a conocer que antes de nosotros, millones de personas sintieron cosas similares a las que sentimos, y nos otorgaron la posibilidad de entenderlas y de alguna manera entendernos a nosotros mismos. Leer y leer las interpretaciones que generación tras generación se hacen de los mismos asuntos esenciales, comprender que nada ajeno al hombre, ni siquiera aquello que ha creado por encima de sí mismo, puede valer más que cualquier vida. De la literatura aprendí todas esas formas de ser libre que me conmovieron y me guiaron, que siguen aleteando en mi inconsciente y solicitan su posibilidad cuando las puertas se cierran y empieza a faltarme el aire. Las mayores desgracias siempre impulsaron al hombre a seguir adelante, a regenerarse y vivir, a escribir, como si lo urgente fuera dejar algo de lo que se ha aprendido para el futuro de la mejor manera posible.
Me quedo con esas dos definiciones de lectura viva y lectura muerta que Coetzee utilizó en sus diálogos con Arabella Kurtz. Las aplicaba al mundo lector de los niños, quizá porque siempre serán los posibles lectores del futuro. Mateo me mirará de reojo cuando le explique la diferencia. La lectura muerta es esa en las que las palabras no cobran vida en la página, es la experiencia de muchos niños que no sienten atracción por los libros, esos niños que nunca aprenderán a amar la lectura. Puede también que sea consecuencia de las limitaciones de los malos escritores y de la impericia de los malos editores, pero esa es otra cuestión. Coetzee insiste en que hasta de esa lectura muerta se pueden aprender cosas memorizando sin más, pero en sí misma, es una experiencia estéril y carente de atractivo. La mirada de Mateo se perderá en algún punto del salón, como a veces le sucede cuando consigo llegar a él de verdad, en esos raros momentos en los que algo que le cuento le hace pensar, buscar una respuesta. La lectura muerta hace que los libros descansen silenciosos, mudos, en cualquier estantería con polvo; se lo diré: objetos inútiles sin sentido. La lectura viva, sin embargo, esta llena de algo misterioso para el premio Nobel; es esa lectura que hace que los niños abran los ojos y presten toda su poderosa atención. La sensación del adulto que entra en la voz del autor, la habita de alguna forma, reverbera en sí mismo, obliga a comparar, a pensar, a rastrear en la experiencia y en la intuición. La lectura viva es la que hace que un lector resida en esas palabras ajenas que se convierten en algún lugar de su cerebro en suyas, construyen la idea que surge, visualizan y representan la escena que otro escribió. Me gustaría poder expresarle esa fascinación, esa película que se proyecta en nuestra cabeza a través del mundo de una persona desconocida, hasta el punto de atisbar sus obsesiones, sus miedos, sus placeres más memorables e intensos, sus alegrías y tristezas, su existencia condensada en un puñado de páginas, su visión convertida en palabras. He sentido si no empatía, sí al menos comprensión por un constructor deleznable y sin escrúpulos, como los que conocí por mis labores profesionales a finales de los noventa, a través de la escritura de un coloso como Rafael Chirbes en Crematorio; por un psicópata refinado y retorcido, a primera vista insensible al padecimiento humano, como Max Aue en Las benévolas. He comprendido hasta sentirme muy cerca a esa mujer fría que no lograba tomar contacto con el mundo en el El arrebato de Lol V.Stein, esa novela de la Duras que fascinó a Lacan. A eso me refiero, a comprender de que está hecha el alma humana incluso en personas a las que no frecuentaremos o que nos repelen profundamente, hasta el punto de llegar a entender sus resortes más profundos, la humanidad que se agazapa en sus actos más incomprensibles o perjudiciales para el resto de seres humanos. Este texto y ese insignificante sueño de padre no es otra cosa que el afán de perpetuar la especie lectora y tenerla tan cerca como puede estar de uno mismo un hijo. Lograr que traspase el significado de la palabra literatura y comprobar como se impregna en lugares profundos, como alivia y reconforta, como obliga a pensar mejor, expande los horizontes, ayuda a respirar.
Quizá recuerde ahora esa extraña tristeza de Walter Benjamin y su manera de reaccionar ante las miserias del mundo. El viejo Walter no fue muy aficionado a la novela, estaba convencido de que era un artefacto burgués, fruto de la imprenta y de la comercialización banal de los tenderos que todo lo venden y todo lo compran para obtener ganancias, pero considero esa concepción como una reflexión plenamente inmersa en su tiempo, en las desgracias que acontecieron una tras otra en su vida a causa de los terribles desastres que asolaron Europa entre 1910 y 1945. Hay una frase suya que apunté en uno de mis cuadernos de viaje, concretamente en el año 1998, cuando comencé a recorrer Marruecos fascinado por la literatura de Paul Bowles.
El acto de leer tiene el potencial de convertirse en una especie de experiencia onírica que da acceso a un inconsciente humano común, sede del lenguaje y las Ideas.
Espero que algún día entiendas, hijo, que nada hubiera sido igual de no haber tenido siempre libros a mi alcance, que no podría concebir la existencia sin todas esas palabras que se acumularon día tras día en mi cerebro, que quizá ese párrafo de Benjamin ha sido la respuesta tozuda y vital que me ha servido para combatir el sinsentido y el vacío que tantas veces amenazó con apoderarse de mi vida. Porque sólo puede existir un destino común te digan lo que te digan, un proyecto individual en medio de un espacio compartido. Porque somos hijos de la historia lo quieras o no, y desde hace siglos, sin descanso, la literatura dio voz a todo lo que se perdía sin remedio, a esas experiencias humanas que quedaron anegadas, a ese brillo que la mayor parte de esa juventud eterna vivió y atisbó aunque fuera en sueños, porque los vencedores también perderán algún día, serán vencidos y dejarán de escribir ellos la verdad del pasado, las normas del presente y lo que tendrá que ser el futuro. La biblia del porvenir será tarde o temprano buena literatura.
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Gracias….interesante e ilustrativo!!!!
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Juan Miguel me ha fascinado tu texto Notas Para Mateo y me ha dejado emocionado, triste, alegre, conmovido y con todas las sensaciones que como ser humano y padre puedo experimentar y he sentido como compañero de profesion, que esos prohombres que nos aprietan, que nos presionan, que nos deprimen, si fuesen capaces de entender bien tu relato sobre la lectura y la literatura y sobre el conocimiento de las personas. se avergonzarian de su comportamiento, Ojalá que tu magnífica loa a la lectura se convirtiera en un acicate para quien no tiene la afición de leer.
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Conmovedor escrito, reconfortante en estos días en que prevalece lo incierto.
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Muchas gracias por el comentario Ronald
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