A John Cheever lo conocí gracias a la apuesta de un librero de Alicante, que aseguró devolverme el dinero en caso de que no me gustasen sus cuentos después de recomendarme La geometría del amor. Han pasado ya varios años y todavía no he pasado por aquella hermosa librería para rendir cuentas con él, sin duda porque yo perdí la apuesta, pero quizá debería haber vuelto al menos para decírselo.
Lo cierto es que ese hombre triste que fue Cheever, un padre de familia ejemplar, salvo cuando caía en sus sonadas depresiones, o en esa época de alcohólico impenitente, de bebedor y escritor compulsivo, a solas, encerrado en su mundo literario, logró que volviera a revivir la emoción del descubrimiento, la indescriptible sensación que produce leer una literatura con mayúsculas.
Fue escritor de la extrañeza en medio de aquella sociedad feliz norteamericana de los años cincuenta y sesenta, en apariencia sencillo exprimió las formas del relato corto hasta hacerlo un terreno inmenso. Sus personajes siempre naufragan, pero son tan normales que casi no nos damos cuenta. Comienzan a beber para ser aceptados socialmente, sufren por su rareza en medio de una sociedad luminosa de viviendas iguales y urbanizaciones soleadas y felices, confiesan pecados que al principio casi nos sonrojan por su inocencia y sin embargo se encaminan hacia el abismo; se pierden y no hallan ninguna salida aunque la tengan delante de sus narices. La fuerza de sus historias recae en su conocimiento de la fragilidad humana y en las emociones que provoca, en la maestría con la que es capaz de relatar la complejidad de los seres humanos. Nunca me pareció un escritor en exceso inteligente, como si deseara borrarse de su textos o hacer hincapié tan sólo en lo sensible de los sucesos, en los misterios que se esconden tras las más absoluta normalidad, un reflejo de su propia genialidad, de su mirada hacia el mundo, empeñado en descubrir las motivaciones humanas, las suyas, que a menudo le hacían pensar que había tirado a la basura sin razón su vida.
Probablemente entre mis cuentos favoritos de la historia de la literatura hay dos o tres de él, leídos además en un época tardía, tiempo en el que resulta más difícil que ciertas lecturas provoquen tal deslumbramiento. El enorme receptor de radio y El nadador, ambos incluidos en el volumen de cuentos editados por la editorial Emece La geometría del amor, son sin duda relatos únicos, de una profundidad y una precisión extraordinarias. Ninguno de los dos merece más comentario que ser leídos; la historia de un padre de familia que trae una radio nueva a casa que, por algún misterio de la técnica, sintoniza las conversaciones de sus vecinos, antes gentes desconocidas con las que se cruzaba en el rellano o en el ascensor, y la de un nadador que misteriosamente se zambulle las piscinas de las mansiones que encuentra camino de su casa.
Cheever fue considerado en una época comunista y tuvo relativo éxito en Rusia, donde se creyó ver en él un detractor del sueño americano; nada más lejos de la realidad, sólo era un hombre sensible con un talento desmesurado para escribir, para descubrir lo frágiles que somos.