Intimidad (a la esperanza duradera del movimiento 15-M)


(Todas las fotografías de la Sierra de Gúdar (Teruel) por cortesía del fotógrafo francés Michel Lavigne)

         La sierra amanece envuelta en la niebla y deja sobre los hierbajos y las hojas de los árboles, sobre el césped y la piedra, un rastro de humedad, una frescura que al respirar inunda los pulmones e irrita las fosas nasales, provocando un picor doloroso para quien no está acostumbrado. Nos contemplan mil años de historia desperdigada entre muros vetustos y piedras cuadradas, talladas a mano, y el campanario viejo, que se alza mudo, y esos caminos empedrados, que suspiran por los pasos de campesinos y mulas y carros de antaño. Soñamos hace algunos años con este paisaje, con un rincón como éste: una casa de dos pisos, planta baja y vivienda, y una luminosa buhardilla con apertura en el tejado gracias a una amplia cristalera incrustada entre las viejas tejas, y ventanales con vista a las montañas. Aquí se puede respirar, a pesar de la historia que asciende como vapor de agua, que impregna cada poro de mi piel y me recuerda que en este lugar, hace años, siendo un niño, un adolescente, fui feliz, y que entonces tenía sueños, una imagen de la vida futura espléndida, llena de posibilidades, y aunque uno siente nostalgia por la existencia que no pudo ser, no me quejo de haber sobrevivido y regresado, a pesar del invierno gélido y silencioso, a pesar de los fantasmas de la memoria que van poblando cada esquina, cada pedazo de muro. Aún me queda algo de aire, de hecho, pienso que antes era menos consciente del aire, y ahora, cuando subo a la montaña y contemplo la inmensidad del valle -Helene apoya su cabeza sobre mi hombro y siento como el viento mueve sus cabellos, que se pegan a mi rostro-, estoy seguro de estar vivo, sin ruido, sin el incesante parloteo de quienes no me interesan: ella y yo, solos, contemplando la inmensidad de las laderas y los ribazos, atentos a los movimientos de las aves que giran alrededor de los picos, o al paso cansino de un vecino que arrastra un carro con cebada para los animales, de los pastores que recorren las veredas con sus ovejas hambrientas.

         Camino por los senderos serpenteantes y retorcidos junto a ella, que me estrecha por la cintura y trata de sonreír al paso, a través de las hileras de arbustos y hierba con firme de tierra seca que delimitan los cauces y los terrenos de cultivo. Creo que es feliz, pero se contiene, tal vez porque sabe qué es lo que quedará al final.

         Sucede algo similar con Bellochi, que se acerca en coche hasta aquí dos veces al mes, y comienza a parlotear y evita mi mirada tan sólo para no verme como era antes, como soy ahora. A veces Helene y yo nos miramos en el espejo de la cómoda, el mismo que nos ha contemplado durante veinte años, que reflejó los cambios verano tras verano, y ella me acaricia el rostro y descubre el paulatino deterioro con una esperanza de belleza que concibe como cierta. Las canas son notorias en mis cabellos; se han hecho duros y blancos, muy erizados, aunque acabo de cumplir treinta y ocho años, y mis ojeras se esfuerzan por darle un aire sufrido a mis facciones aniñadas. El mentón antaño redondeado, se ha endurecido de un modo excesivo, y mis manos son largas y huesudas; manos de filósofo, que solía decir mi abuelo, las que yo quería, esas manos huesudas de dedos finos y estirados, ligeramente torcidos, como una ironía que me anuncia el tiempo que se disipó, y lo que queda, desde luego, hay que devorarlo. Y entonces llega esa pregunta, que como juego alguna vez expresé al abrigo de una conversación entre amigos, y escucho esas respuestas que en este instante bailan en la memoria, irresponsables, y sonrío con cierta condescendencia, y algo dentro de mí recibe luz en esos momentos en que la oscuridad parece ser la única respuesta. Bellochi se empeña en pronunciar su lista de quehaceres, en vista de un agotamiento irrenunciable y voraz del tiempo de existencia: pretendía la fama, porque en el fondo, palabras textuales, fue lo único que buscó, aunque supo vivir con su media fama, sin reproches, satisfecho, no menos suculenta e interesante que la completa. Inma optaba por viajar, como Nati, recorrer de punta a cabo el mundo, ora en barco, ora en avión o piragua, el amazonas, el desierto, el cañón del Colorado, la estepa rusa, la Provence francesa, y las ciudades colosales, se llenaban sus bocas de París y Nueva York y Berlín y Londres y Praga y Marraquesch, y las enlazaban con aventuras que siempre terminaban bien. Ahora ellas piensan en sus pequeñas, desmienten su heroico pasado de sexo drogas y rock & roll aunque mantienen ese empecinamiento particular de la rebelión a pesar de todo. Viajar, ya lo hice, como un castigo, o como dice Bellochi, como un viaje inconexo; porque mi viaje y el suyo fueron viajes desnudos, sin paracaídas ni salvaguarda, directos al corazón de la podredumbre humana, esparcida por doquier hubiera guerra o hubiese paz en cualquier parte del mundo. Y Jean hablaba de un final apoteósico, pero alejado de la fama, más bien una excelsa dedicación a la exaltación de los sentidos, hasta el karma del exceso, sin más: mujeres, vino y libertad, disponer de tiempo y dinero para gastar en un maremagno de desconcierto, hasta que el corazón dejara de latir y el cerebro se apagase. Pienso ahora en Reinaldo Arenas y su afán por concluir su obra como si fuera lo único que importara, entre la memoria y el esfuerzo. O en Fitzgerald y su Último magnate, o tal vez en un Musil tembloroso, ardiendo entre las páginas de su hombre sin atributos, o en el agotamiento físico y espiritual de un Hemingway borracho y decrépito vencido por la vida, hasta situar el cañón de su escopeta de caza sobre la boca y apretar el gatillo. Cualquier respuesta valía para expresar que algo de la existencia se iba apoderando de todos en el mismo instante en que conversábamos, segundo a segundo agotábamos algo de nosotros, y al pensar en un tiempo acelerado, que produjera un suspiro tan sólo y permitiera fijar la conciencia en esa fugacidad, surgía una vez más esa imaginación precisa, ese carpe diem que fijaba el único sentido posible.

         Suelo levantarme muy temprano, porque al ver nacer el día -primero sombras oscuras que acompañan el bullir de la tetera y un frío intenso, despacio una luminosidad creciente que se mezcla con el vapor de la cafetera y la ilusión de extender las páginas del libro que termino de empezar-, tengo la sensación de que gano algo, de que arranco un suspiro más, deseando empaparme de ese amanecer que en el fondo, a pesar de la calma, anhelo. Con sólo mirar los ojos llorosos de Helene cuando contempla el espejo de la cómoda y trata de sostener por un momento la idea de que puedo marcharme sin más, de que puedo desaparecer como se marchitan las hojas de los árboles en otoño y quedan sepultadas en la tierra desmenuzadas y polvorientas, me arrebata una tristeza inmensa que nada tiene que ver con el egoísmo. La consciencia de la vida, o mejor del fin de la misma, se fue diluyendo en un deseo profundo e insistente por unirme a un paisaje, a una manera de vivir que en la ciudad resultaba imposible. Pero esa conciencia me sirvió de acicate y a la vez de motivo. Si los hombres supieran por un instante que el día siguiente puede ser el último, todo cambiaría de la noche a la mañana, y sin embargo es una posibilidad que esta ahí, quieta, que existe, que acto seguido caiga una maceta de cualquier balcón sobre la cabeza de un transeúnte confiado, o que una mala maniobra del automóvil pueda provocar el accidente que finiquite una vida, o quizá una enfermedad misteriosa viva ya en el cuerpo de un ser humano y esté devorando los órganos vitales, anunciando el fin irremediable

         -Podemos elegir casi todo.- Diría optimista Mario, al que hace tiempo no veo, pues anda por otras montañas enfrascado en su trabajo, en sus nuevas esperanzas.

         Desde la ventana que da al viejo castillo derruido -sus piedras fueron utilizadas a principios de siglo para construir nuevas casas, en una afrenta revolucionaria contra el poder feudal, un gesto de justicia, ignorancia y brutalidad inaudito, sobre el que he pensando muchas veces-, el día surge de nuevo imprevisible y se llena de matices y colores, del sonido de los grillos y los pájaros que van poblando de vida las calles desiertas. He tratado de imaginar una caravana de aldeanos provistos de carretillas, ascendiendo y descendiendo ordenadamente el camino que rodea la iglesia y sube hasta el pico, los he visto arrancando las piedras del monumento, destruyendo los muros, y luego, con la carretilla cargada, descender despacio por el sendero empedrado. Es uno de esos actos subversivos que siempre me han fascinado, que irremediablemente, a pesar de la figura de mi abuelo, que aparece de fondo y niega una y otra vez aquel atentando contra el patrimonio cultural de la Sierra -¡por Dios, arrancar las piedras de un castillo construido en el siglo XV!-  me ha recordado a otras grandes revoluciones de la historia de la humanidad. Cuenta la leyenda que fue Ramiro Avisavientos, en mil ochocientos noventa y tres, quién fuera abuelo de Ramón Avisavientos, héroe de guerra republicano durante la guerra civil española en la sierra, muerto al cobijo de una iglesia abandonada en un pequeño pueblo cercano a Madrid después de asesinar por venganza al falangista que violó y fusiló a su esposa, sacó a golpes de su casa a Federico Montseny, el hijo del antiguo marques de la Villa, hombre poderoso y brutal, lo arrastró por el suelo del brazo, ya medio muerto, y junto al pregonero convocó al pueblo a una reunión de urgencia. Deseaba el ajuste de cuentas de la humillación y la miseria después de años de carencias y dureza. La historia fue repetida en un apellido, de igual forma que ahora el airado reproche civil ante un tiempo de sinvergüenzas y avariciosos, de ruido y mentira, tendrá una respuesta: energías humanas que van cobrando sus piezas en un juego de causa-efecto fascinante. Aquella revuelta fue el símbolo de un final, organizado por entero desde allí, un sitio demasiado alejado y abrupto como para que pudiera ser reprimido con la dureza exigida, y se aceptó después en la capital de provincia el reparto de tierras, y nadie puso pegas a la destrucción del castillo. Se acabó el antiguo régimen, y con ello el hambre, se aseguró la supervivencia de todos en un nuevo estadio que permitió al menos la subsistencia y el desarrollo; se hizo a lo grande, y que mejor modo de festejarlo que destruyendo el monumento, como una exégesis del hombre rebelde, tan menospreciado por el poder ciego, tan corriente sin embargo a lo largo de la historia.

    

      Desde hace algún tiempo, suelo prestar atención a las pequeñas cosas, como si fuera posible llevármelas a ese estado sin contenido que me espera, a ese largo sueño sin memoria, que tarde o temprano me empujará hacía la negrura, a pesar de la esperanza de Helene, y siento que en todo ello hay un afán secreto de alcanzar alguna sabiduría, y pienso en ello como síntoma, porque antes, años atrás, nunca tuve semejante curiosidad. Es importante conocer esos cambios, determinarlos, a poder ser aislarlos de lo demás, para saber o reconocer qué es lo importante. No ha muerto en mi el amor, que se expresa de múltiples maneras, no sólo en Helene, a la que quiero más y mejor, a la que considero parte de un recorrido necesario como si hubiese sido destinada a acompañarme, sino que pervive en los rostros familiares, en los libros que repaso a menudo a solas en la buhardilla polvorienta, en el recuerdo de aquellos que me acompañaron y tuvieron que marcharse por la fuerza o por la inercia, tantos cadáveres, en el brillo que  a veces se atisba en los seres humanos cuando una ilusión de futuro, de alegría, inunda la insatisfacción. No anhelo el amor infatigable y superficial de la seducción, ni siquiera los años salvajes sin nombres, poseído por la ebriedad de un sentimiento sin dirección ni rostros, como solía decir Jean cuando hablaba de lo que haría si supiera que al día siguiente todo fuese a terminar, en un afán de regresar a la antigua promiscuidad de nuestra adolescencia infatigable; por el contrario, cada minuto a su lado eterniza la vida, la hace, en cierto modo, inmortal. Lo único que echo de menos es el deseo, otra forma del amor igual de intensa, el deseo salvaje y arrebatado de perder la identidad, de echarla por tierra y obviar el yo en las fauces de otro, de gozar y sufrir en el mismo instante en que se detiene el tiempo para expresar el anhelo más eterno del ser humano: la fantasía de la continuidad imposible. Por eso aguardo con impaciencia que lleguen las nueve o las nueve y media, para poder oír desde la buhardilla el crujir del catre, sus pasos por la habitación, y entonces dejó mis papeles y periódicos, mis libros o mis escritos, y me precipito escaleras abajo sólo para desearle los buenos días y sentir el calor de su cuerpo. Y cuando tarda, recorro sigiloso el pasillo, y desde el marco de la puerta la contemplo extasiado dormir desnuda. Hay algo eterno en esa imagen que me sumerge de lleno en la sensualidad y en la historia del arte, en las visiones femeninas de todos los maestros, en los desnudos espaciados de asombro ante la belleza, algo similar al eco que oscila frente al empecinamiento de los cínicos por perdurar. Es como si todo naciera del deseo, la Venus frente al espejo que sueña el pintor Diego Velazquez, las cabezas rodando de los aristócratas franceses, la esperanza de que la servidumbre, el odio, la avaricia y la mentira se desintegren en el mismo instante en que Helene se estremece en la cama y Sophie suspira a kilómetros de esta sierra por aquel deseo interminable y eterno que me une a ella,  Courbet se extasía ante las durmientes y estas palabras alcanzan la luz, antes de la cálida tarde en la que negrura lo envuelva todo y yo desaparezca.

Copyright Jimarino

16 Comentarios Agrega el tuyo

  1. Querido Jimarino, si me permitís la cercanía del saludo y de mis palabras de hoy.
    Porque es eso, cercanía, lo que siempre he sentido en este exquisito lugar que es tu casa. Una cercanía que no está exenta del inmenso respeto que me genera tu escritura, para serte honesta. Pero hay algo tan intensamente humano como indefinible que me provoca una atracción por este sitio. Cuando he intentado explicármela, siempre me da como respuesta esa particular mixtura de tu sensibilidad e inteligencia que, sin negar de plano, me resisto a aceptar como conclusión definitiva. Es que tengo cierta tendencia a inclinarme por la magia de los misterios.
    Como suele ocurrirme, me cuesta comentar tus textos. Siempre siento que me faltan los elementos para estar a la altura de opinarlos. O quizás que lo que me provocan vaya más allá de las palabras de que dispongo. O que me llegan a lugares de mí misma cuyo nombre desconozco.
    Las fotos, como es habitual, se ajustan el texto como si hubieran sido tomadas después de leerlo. Es un lugar lleno de luz, que es toda tuya, y es maravilloso poder encontrarme hoy con vos en este escenario.
    Un abrazo que continúa mientras te digo “gracias” mil veces.

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    1. jimarino dice:

      Las gracias te las doy yo a ti por leerme y participar en Los perros de la lluvia. Es una incongruencia que alguien con tu sensibilidad y tu magnífica escritura sienta que le faltan elementos para comentar mis pequeños ladridos de perro calado. Me has emocionado por muchas razones, en medio de unos días extraños, llenos de noticias molestas, de pequeños imprevistos e insomnio. Una alegría en este paisaje de sombras siempre es hermosa. Me halaga profundamente que pienses lo que escribes de mi escritura, hecha por otra parte de mis silencios, de mi incapacidad para creer en el mundo y sin embargo de jamás olvidarlo adentrándome en él a través de las palabras secretas de la triubo, nuestra tribu, de mi respeto por un arte literario tan inasible y tan a menudo incomprensible. Es una extraña condena, y un deseo consciente que me empuja a veces a avergonzarme de mi extraña como dices sensibilidad, de ese modo particular de tratar de ocultarme , de desaparecer. A veces parezco un personajes de Vila-Matas, así que tu comentario me rescata de mi propio olvido, y eso es mucho. No sé que decirte más, a no ser volver a expresar mi agradecimiento por saber que alguien como tú me lee desde tan lejos. Ojalá pudiera llevarte al lugar de esas fotografías, estoy seguro de que te encantaría.
      Sólo espero que cuando te apetezca sigas por aquí, siempre es un motivo para continuar bajo las tormentas. Te adivino la risa, y es hermosa, y eso me entusiasma.
      Hasta pronto. Un fuerte abrazo.

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  2. Carlos Monsivas dice:

    Cada día me dejas más mudo, más pasmado, más roto, más confuso y fascinado. Algo se desprende de tu escritura que no tiene medida, como un largo camino al que vas llegando sin tregua, sin pausas, sin límites. Si siempre me emocionas hoy me has estremecido. Este pequeño relato de decadencia y luz es como una oración. He sentidos unos intensos deseos de memorizar el texto como si fuera una oración. Me preocupa, aunque no sé cual es tu biografía o tu presente. Por un instante tuve miedo de que pudiera desaparecer de verdad.
    El homenaje es tan personal y hermoso, tan lúcido y profundo, que tengo la sensación de que está hecho de verdadera literatura eterna, la que debe perdurar.

    Nada más.

    Un abrazo.

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    1. jimarino dice:

      Querido Carlos, al final conseguirás que me avergüence o que me crea una pedante rock and roll star escondida entre las gotas de estas lluvias perrunas. Joder, menudo entusiasmo, que te agradezco de antemano. Eres uno de esos jueces severos que siempre espero como tembloroso, no sólo en los comentarios que dejas por aquí sino en los correos que amablemente me envías de vez en cuando. Celebro tu comentario porque este texto responde al título. La intimidad casi secreta que me relaciona con la realidad, aquí en España tan agitada. Es curioso como prefiero ir de mis silencios biográficos hacía todo lo que el mundo me abre, y a pesar de mi escepticismo crónico, creo en el futuro a largo plazo de este extraño movimiento tal vez incomprensible desde otros países, e incluso en ocasiones inocente ante el batiburrillo de ideas y de reivindicaciones que maneja. Creo sin embargo en el efecto moral que puede provocar, que es mucho más lento, un desarrollo moral que tiene que alcanzar al tiempo una profunda raíz espiritual por encima de ciertos excesos a corto plazo, y de ciertos enemigos mal hallados. Hace falta una actitud distinta, mirarse al espejo y verse en esos enemigos tan denostados que no son otra cosa que nuestras propias máscaras, y eso es algo que cuesta, pero confío en ello.
      No te preocupes demasiado por mí, si desaparezco prometo avisarte antes de que ocurra. Espero sin embargo que te preocupes por estos modestos escritos, son la insignificante luz que quiero dejar al futuro, una ráfaga de todo lo humano que guardo y venero.
      Tu última frase me provoca una extraña sensación de paz. Es posible que algún día encuentre un camino.
      Merci de verdad.
      Un abrazo muy muy fuerte.

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  3. gaviero dice:

    Querido Jimarino, hoy, por fin, me decido a escribirte algo, como hubiera querido comentarte muchas otras veces, pero para no variar, me mantengo en el silencio vago del espectador. Y digo espectador porque tus artículos, relatos y poemas se me convierten automáticamente en imágenes cinematográficas, seguro que por la fuerza de tus palabras.
    Los que hemos pasado o vivido en pueblos nuestra infancia, aunque solo haya sido en verano, sufrimos una especie de desarraigo, de desasosiego que me resulta difícil de explicar, al menos a mi me pasa cuando voy unos días a mi pueblo (Murias de Paredes). Se me desajustan los tiempos, se me mezclan los recuerdos con las realidades, me faltan muchos muertos y me sobran muchos vivos. Los días anteriores al viaje siento zozobra, cuando llego me cuesta acomodarme y cuando me voy arrastro una inmensa añoranza.
    Lo peor es que cuando llago de regreso a casa vuelvo a sentir lo mismo, pero esa es otra historia…
    Que bien lo has escrito y que bien me lo has hecho ver en este relato tan íntimo y tan universal. Eres grande.
    Un abrazo, Gaviero

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    1. jimarino dice:

      Querido Gaviero;
      Un honor ver tu escritura por aquí, aunque siento el retraso en la respuesta; poco tiempo, muchos viajes inesperados y algunos lugares hermosos sin internet. Como siempre te agradezco tu presencia, sé lo que cuesta, y sentirme comprendido en esa medida lúcida que tu sueles otorgar a mis desvelos literarios. Además, hace ya muchos años que nos conocemos y seguimos frecuentándonos, que no es poco. Las reacciones cuando regreso de la Sierra de Gúdar son muy parecidas a las tuyas, incluso a veces sufro una demoledora depresión anímica, una sensación de completa inutilidad. Cuantas veces he pensado quedarme allí, entre montañas, sobre todo ahora, que casi no veo, que todo me pesa, que apenas sí logro levantar una pierna detrás de la otra. No estoy demasiado bien, compañero, como hace años que no me sentía, tan mal, tan hecho mierda, tan cansado, quizá por eso rescatar este texto que escribí hace tiempo, y otorgarle una dimensión presente.
      Tus cuadros deslumbrantes, y los de mi querida Infinito son cada días más y más extraordinarios. En fin. Un gusto tenerte por aquí.
      Me tomo tus palabras como un empujón de alegría.
      Un abrazo muy fuerte para todos. Hasta pronto.

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  4. (* dice:

    Querido Jimarino,
    coincido con todos: me envuelve ahora un silencio que no sé definir y este intento de decir algo, de dejar algo, no es sino la torpe sustitución de cuanto el silencio, esta mudez, me impide ahora expresar. Podría irme sin más, silenciosa, y tal vez volver más tarde, o no, pero es esta extrañez que siento ahora la que me ha impulsado a escribirte, a dejar aquí nada, tan apenas una huella. La extrañez de sentir tan cerca todo y no poderlo reconocer… ¿Ves? No me explico, no sé si me explico… Hay mucha calma a esta hora, mientras te leo.
    En fin, abrazos, esperanza.

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    1. jimarino dice:

      ¡Cuanto tiempo mi querida (*, y cuanto he tardado en responder a tu emocionante comentario. falta de tiempo, demasiado cansancio, pero la alegría sigue aquí cuando releo tus palabras. me alegran tus pequeños tesoros con esas palabras modesta que siempre me seducen quizá porque son todo lo contrario. Estoy muy contento de que me hayas escrito. Mucho. espero que estés bien.
      Me tomo tu esperanza con todo el cariño del mundo, y la verdad es que en este 2011 me parece que la necesito.

      Un abrazo muy muy fuerte…

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  5. viejosretazos dice:

    Llegué por las fotos de W. Burroughs en otro post.
    Voy a estar leyéndote.

    Saludos.

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    1. jimarino dice:

      Bienvenido a los perros de la lluvia. Agradable el comentaro. Por aquí te espero.

      Un abrazo.

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  6. davidbird dice:

    ey esta muy chido tu blog mon amis.
    Me gusto mucho las fotos de Capote y de Oé.
    hasta lugo

    david

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    1. franplanFRan dice:

      Tu post es tan bueno como todos los tuyos. Sólo desearte que te mejores pues leo más arriba que estas un poco ‘chungo’.
      Abrazo, escritor.

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      1. jimarino dice:

        Lamento el retraos en la respuesta Fran, pero he estado en lugares sin red ni internet. regreso de nuevo. Como siempre te agradezco esos comentario que siempre son un acicate y un motivo de satisfacción. Me recupero poco a poco.
        Un abrazo muy muy fuerte y como siempre mil gracias por estar aquí..

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    2. jimarino dice:

      Mi querido David;
      qué alegría saber que de vez en cuando te cuelas en estas páginas para seguir a ton oncle apaleado. Reconozco que lo hagas además dejando un comentario y en español. Un abrazo muy muy fuerte mon amie. Espero verte pronto en Paris. A bien tôt!!!!!

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  7. macpik dice:

    Muchas felicitaciones por este gran post jimarino. Escribes tan bien, enseñas tanto y uno se puede enamorar de las letras otra vez contigo e incluso volver a tener ganas de seguir escribiendo y cuidando tanto del lenguaje y la sintaxis.
    Muchos saludos y mis respetos.

    GIna

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    1. jimarino dice:

      Muchas gracias por el comentario, Macpick. Tus halagos me abruman teniendo en cuenta que escribo cuando puedo, quitándole horas al sueño y a la vida, tratando de sobrevivir en medio de una vorágine que me deja exhausto.Un gusto tenerte por aqui. Un abrazo.

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