danzad, danzad, malditos

DANZAD MALDITOS

Danzad, danzad, malditos,
alados de esa felicidad
que cae sobre vosotros
y sólo danzáis,
solo escucháis la música de fondo
y os extasiáis
ante los mantos de guirnaldas
y los eventos
de terciopelo raso.

Danzad, seguid danzando
alrededor de esta pista
de baile encerada,
seguid danzando sin mirar alrededor,
sin comprender
que todos mueren,
que afuera se mueren
aquellos que desean
danzar como vosotros.

Danzad, danzad
tan inconscientes,
deleitaros
con esas grandes palabras,
con el sonido
de los motores atronando
y el resplandor de esta luz
artificial,
y seguid danzando,
y no miréis atrás,
no lo hagáis,
no observéis
el dolor del que danza
a vuestro lado,
mirad la pantalla,
obviar este silencio,
enterrad el amor.

Sólo danzad,
hacedlo alrededor
de vosotros mismos,
cerrando los ojos,
dejando que vuestras piernas
os den la confianza
del paso.

Seguid danzando
hasta que no quede nadie,
no miréis a los que caen,
no penséis
en que los próximos seréis vosotros;
seguid danzando felices,
hacedlo por mí,
por todos los demás
tristes del planeta,
seguid danzando
y que vuestros hijos
continúen esta danza,
seguid danzando,
danzad, danzad, malditos.

En vuestra sonrisa blanca y feliz,
justo antes de caer rendidos,
suelo encontrar
la razón de los pájaros.

Copyright Ariño2008

Este video me ha sido facilitado gentilmente por el blog Baile de Salón social y deportivo. Les agradezco haber incluido un enlance con estos versos y el artículo posterior en su página, y me fascina a su vez la polémica en torno al mismo, referida a algo tan ajeno a mi como los concursos de baile. Supongo que Danzad, danzad, malditos es una metáfora de todo lo que sucede en nuestra vida. Creo que las imágenes son tan fascinantes que las voy a incluir. Es un pequeño homenaje a una película que no envejecerá jamás, desgraciadamente.

DANZAD, DANZAD, MALDITOS

No pensé en la película cuando escribí el poema, pero inmediatamente después de corregirlo y darle vueltas como a una peonza, trate de acercarme al poema con los ojos de Sidney Polack, y a la película de Sidney Polack, con los ojos de un poeta.  Es evidente que me refería al mundo presente y no a una época tan aciaga como la que retrato Polack, pero llevaba la película dentro, de eso no me cabe ninguna duda.

Fue realizada en 1969, protagonizada por Jane Fonda y Michel Sarrazin. Basada en la novela de Horace McCoy «They Shoot Horses, Don’t They?» está ambientada en los durísimos años de la Gran depresión americana acontecida tras el crack bursátil de 1929, desastre económico de dimensiones inmensas, que no sólo causó hambrunas en Estados Unidos, sino que extendió sus efectos al resto del mundo, siendo una de las causas ineludibles que explican la llegada del nazismo al poder en Alemania y la Segunda Guerra Mundial. De alguna forma, como sucede con algunos novelistas norteamericanos, la sombra de Walt Whitman planea incesante por las letras y el cine americano, y muchos de sus autores más sobresaliente han rastreado en sus obras los hechos fundacionales del país (ocurre algo similar con la excelente novela de Upton Sinclair -y reciente película de Paul Thomas Anderson- Pozos de ambición (There will be blood), que recrea el origen despiadado de las actuales compañías petroleras que han gobernado a su antojo durante la era Bush a la sombra de un presidente sin importancia. Extrañas alianzas que componen el principio de su historia y perviven en el presente: un batiburrillo complejo de religión, puritanismo,  una concepción del dinero como expresión máxima de lo humano, un origen de violencia e involucionismo, compartiendo frágil equilibrio con la iniciativa personal, el respeto de lo individual o la lucha por los derechos humanos, el desarrollo tecnológico, el entusiasmo de una nación joven,  o el dinamismo de una sociedad en apariencia menos rígida que la europea). Por las razones que fueran volví a ver la película y de nuevo me dejó mudo. La vigencia de la historia, a pesar de su relativa lejanía en el tiempo, es indudable. No sólo por la extraordinaria puesta en escena o el excelente trabajo de los actores, sino por la soberbia adaptación que Sidney Polack hizo de la novela de McCoy.

Se celebra un concurso de baile. Desde las primeras imágenes la farsa que se disponen a vivir un puñado de hambrientos personajes a la deriva se hace evidente, aunque la verdadera repercusión de lo que resulta anodino a primera vista se ira mostrando despacio a lo largo del relato. El maratón de baile invita a cientos de gentes que huyen de la Gran Depresión a inscribirse en el concurso atraídos por un premio en metálico que les puede permitir no sólo cumplir algunos de sus malogrados sueños sino llenar algún tiempo el estómago vacío. Alrededor  de la desgracia humana se encienden las luces de neón, los focos. Un presentador eléctrico, sin escrúpulos, con la mirada perdida de ambición y desprecio, se erige como portavoz de una caravana insaciable de miseria. Todo los sucesos que van a acontecer serán transmitidos por la radio en directo; el espectáculo tiene que empezar a cualquier precio, construirse, extender su gloria, alcanzar el glamour y levantar el ánimo de esos otros cientos de miles de ciudadanos que sufren. Víctimas y verdugos; algunos en apariencia ajenos, indistinguibles entre sí, pero sólo eso, verdugos y víctimas inconscientes. Las víctimas participan y se mueven en torno al escenario, dominados por la vergüenza de la pobreza y la osadía del hambre, a punto de morir de ambición, anhelando aquello que no tienen. Todo les ilumina, pero los protagonistas no son ellos, sino la crueldad humana. El único de los personajes que no quiere estar allí (el encarnado por Michel Sarrazin, que se ve envuelto en la maratón por casualidad) es precisamente el que medirá todo cuanto va a suceder. Sin remedio, será su mirada -aunque no sea evidente- la que comprenderá no sólo hasta que punto todos esos hombres y mujeres están dispuestos a vender el alma por una improbable recompensa, sino también de qué modo el ser humano confunde a sus enemigos, o incluso que, en medio de la hostilidad, también es capaz en ocasiones de articular la solidaridad o el amor, o cómo el poder es tan oscuro y sin rostro, tan caótico, que ya no se pude distinguir, que no es más que la acumulación persistentes de seres heridos que miran el mundo sin emoción. Ni siquiera hay malvados, en la dura competición todo gira en torno a la victoria y ésta determina el fin, nunca el camino que uno emprende para llegar. No queda aire real para unirse. De hecho la mirada confundida no lo permite. Desde la tribuna se lanzan mensajes sobre la entereza y la superación humanas para deleite de los espectadores que acuden a la ceremonia con los ojos bien abiertos, que hacen apuestas sobre quiénes serán los ganadores, sin entender que su propia condición, lo que son en verdad, está en el foso, danzando como malditos hasta la extenuación o la muerte. Sidney Polack quiso con todas sus fuerzas que esa constancia fuera evidente. El esfuerzo de los personajes resulta tan inútil que lo más intenso que queda en el corazón al concluir la obra es esa extraña sensación de desasosiego y lucidez. ¿Hasta qué punto nuestros esfuerzos no son más que la dirección que algunos ciegos marcan por su  interés? ¿Hasta qué punto nuestros deseos son en verdad nuestros? ¿Acaso no bailamos en la misma pista anhelando un premio improbable, una gloria pasajera construida de insolidaridad y dolor ajenos? ¿No es verdad que el pequeño traidor cotidiano que todos conocemos sería un ejecutor despiadado en Auswitch escudando su inmoralidad en el cumplimiento del deber? ¿En qué consiste nuestro deber en el fondo? ¿Tiene sentido una sociedad en la que unos disfrutan del sudor de la mayoría, y la mayoría apenas vislumbra a sus semejantes como el enemigo a batir, reunidos como borregos en torno a una absurda condición de rebaño, sin reflexión ni verdadera consciencia? ¿Dónde está el espíritu de unidad, la solidaridad humana? ¿Es posible poder afirmar que no somos más que miserables animales encandilados por la supervivencia y el premio?

Lo terrorífico de Danzad, danzad, malditos no sólo se percibe a lo largo de toda la película o la novela a través de las vidas que se van entrecruzando alrededor de la pista de baile, sino en el destino -que no revelaré- del personaje de Michel Sarrazin, quizá el único lúcido en todo momento. ¿Que respuesta dio Sydney Poalck-Horac McCoy al espejismo de esta inmensa parábola?. Quizá la dejó entrever en la afirmación de que el hombre no tiene semejantes, sino enemigos estúpidos condenados a matarse entre sí, o que la única escapatoria pasa por la huida o el desarraigo, por reinventar lugares donde poder respirar, por la construcción de espacios comunes a pesar de nuestra inmunda condición. De alguna manera en la última conversación entre los protagonistas uno alcanza a comprender por qué ha hecho ese largo viaje por el infierno, un infierno retransmitido para toda la nación sin los sucios adjetivos que se se esconden tras el escenario, ensordecidos por la grandilocuente narración del locutor, que obvia lo que en verdad ocurre en pos del espectáculo, la esperanza y los ingresos de publicidad de su programa.

No hay que olvidar que hace ochenta años un crisis bursátil fue uno de los desencadenantes de algunas de las matanzas más salvajes acontecidas en la historia del hombre. No es falso afirmar que la actual crisis tiene su origen en la propia idiosincrasia del sector financiero, cuyo poder acumulado ha sido de tal envergadura, que no ha cesado de generar mecanismos de protección inmundos, mentiras acumuladas, sin descanso, durante años, en un juego macabro de escondites fiscales, cotizaciones, falsas valoraciones, objetivos y previsiones de ingentes ganancias, dirigidas por hombres sin otro fin que enriquecerse, ajenos al devenir de la sociedad, al destino de la humanidad. ¿No es acaso esto mucho más inmoral que culpar a los que no afectan un ápice a nuestro destino aunque no sean inocentes?. Se puede aceptar el mérito como expresión de la habilidad para alcanzar el bienestar en la vida, lo que es intolerable es que los que deben ejercer su responsabilidad porque ya poseen los medios, los que ya tienen el poder de hacer y deshacer, pidan honradez y respeto por las leyes a los demás, o que recurran a ellas desesperados cuando su universo se tambalea, mientras violan un código tras otro, no sólo legal, sino ético. De nuevo la época castigará a los más débiles, a los que no pueden reaccionar.  Tal vez sea el momento de pensar de nuevo cómo queremos que sea la vida futura, tenemos la experiencia del horror, la belleza de hermosas películas como ésta, los desgraciados acontecimientos, tan sanguinarios y horribles, sucedidos en el siglo XX. Quizá sea el momento de dejar de danzar como malditos y detenerse a mirar. De buscar palabras mas sabias que las nuestras, de interesarnos por comprender el trasunto de lo que vivimos sin necesidad de titulares en una pantalla.

Ya dijo el poeta que la vida iba en serio. Es posible que no podamos detener nada, que sea imposible modificar un ápice esos valores insostenibles donde hemos existido durante décadas. Quizá todo esté demasiado nublado para verlo.

«La gente es el último espectáculo», decía el cartel norteamericano de la película.

Sidney Polack nació el 1 de julio de 1934 y murió en Mayo de este año.

No hay que olvidar que el título original de la novela de Horace McCoy, escrita en 1935, es «¿Acaso no se mata a los caballos?».  Si eso es posible, la sensación es que todo esta permitido.

4 Comentarios Agrega el tuyo

  1. Carmen dice:

    Un poema chulísimo sobre la insolidaridad, creo… 🙂

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  2. Cano dice:

    Poesía ajustada a la realidad actual, anterior y seguramente posterior, también clarificante el comentario de la película. Nos hacen danzar como malditos, lo único que nos cambian es la manera de danzar según el ritmo que nos ponen. Antes de caer rendidos, deberíamos hacer una pausa y reflexionar sobre la música que queremos. Ojalá todos encontráramos la razón de los pájaros.

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  3. The Flows dice:

    Danzamos casi todos al ritmo de la música que nos marcan unos pocos…

    Queda ya muy atrás el Huasipungo…

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  4. jimarino dice:

    ¿Cómo cojones has llegado aquí, viejo amigo?. Madre mía. Hará diecisiete años que no te veo, calculados a ojo, probablemente dieciséis sin oir hablar de The Flows.
    El Huasipungo, queda muy lejos, compadre, es verdad, y es mejor así, que sea eso, mito, espacio del pasado, tiempo muerto. Pero irremediablemente habla de nosotros ahora también. Somos lo que somos, entre otras cosas, porque existió el Huasipungo, y Merito, el Instituto Benlliure, nuestras musas, las escaleras de sanidad o Beniarbeg o Camporrobles, y todas las cosas que nos han sucedido después, a cada uno por su lado. En fin, espero que estés bien, satisfecho o en paz al menos. Me ha alegrado mucho que andes por mis perros de la lluvia.
    Un beso fortísimo…
    A bien tôt!!!!!!

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