Cormac McCarthy-The Road (La carretera)

Copyright Jimarino

Hace aproximadamente un año, finales de marzo tal vez, sucedieron en mi existencia tres cosas -quizá fueron más sin saberlo, pero ahora son tres fundamentales las que recuerdo- que me acuden a la memoria de repente y se asocian a esta espera lenta, Mateo con fiebre, que busca con sus ojillos azules mi mirada, que me sonríe ardiendo, con sus mofletes enrojecidos y esos labios gruesos y carnosos, iguales a los de de su madre.  Por un instante se aferra a mí, se aprieta contra mi cuerpo y me acaricia el pelo; le oigo proferir sus parrafadas ininteligibles, sus sonidos tan familiares en la tenue luminosidad del cuarto. Hace ya algún tiempo que comprendo lo que pretende brillando en sus ojos cuando me mira y sonríe, la sensación que le acude cuando está a punto de caerse en el transcurso de sus torpes caminatas y lo sostengo en su carrera, o cuando me llama para que le de agua o algún objeto tentador que quiere sostener con sus manos o llevarse a la boca.

En marzo del 2009 yo no tenía ni idea de lo que significaba sentir que alguien dependiera de ese modo de mi, absolutamente nada acerca de que un pequeño bebé sonrosado y angélico buscara que este irresponsable noctámbulo con el mal de Montano y la avaricia de las palabras resolviese los entuertos que pudieran surgirle o la extrañeza con la que contemplaba por primera vez elementos del mundo a los que los adultos ya no prestamos atención. La magia de esta nueva vida diurna  es volver  a revivir  a través de sus ojos aquella capacidad de mirar que perdí, asombrarme de nuevo ante lo corriente, ante lo extraordinario de la tierra, sus colores, sus objetos, luces y texturas. Quizá el sentido mismo de La carretera, esa enigmática y apocaliptica novela que terminé de leer según mis notas el 24 de marzo del pasado año, de la que recuerdo el momento de avanzar entre sus últimas páginas y no poder contener las lágrimas, que el libro se cayera de mis manos sobre las baldosas del salón y a solas, de madrugada, al observar la suave claridad azul del cielo que nacía después de unos días de lluvia, comprendiera que algo se había transfigurado a mi alrededor, que el amanecer surgido claro después de una semana de aguaceros, que el embarazo de Severine pasado el octavo mes o que la angustia de un hombre que quiso ser libre y siempre creyó que la libertad se hallaba en el acto de poder hacer las maletas cualquier mañana y cambiar de vida sin más razón aparente que el capricho de  mi real gana o el impulso del viaje y lo renovado, que los ojos que miraban la luz, que todo eso, se había transformado.

Creo que escribí  una vez hablando de Proust que la lástima de algunos libros era no poder vivir en ellos eternamente, que fuera imposible escuchar constantemente su prosa –escuchar o leer-, también que el efecto deslumbrante e inspirador de ciertas páginas no posea la misma consecuencia que la que deviene a la lectura primeriza, la cual, como todo lo nuevo, parece una irradiación desconocida o un amanecer en un lugar jamás visitado.

Releyendo hace poco párrafos sueltos de La Carretera de Cormac McCarthy comprendí que no podría volver a revivir de igual forma aquel viaje alucinante a través de un mundo destruido y sin esperanza, acompañar el paso lento y cauteloso de ese padre y su hijo avanzando entre las ruinas de la muerte y la negrura, que no sentiría lo mismo ante ese proceso cuasi religioso experimentado, en ocasiones místico y sublime, que durante una semana recorrí mudo hace ya doce meses. Sin embargo, y a cada nueva lectura que rehago en los últimos días, el aliento de esa prosa que Cormac McCarthy quiso imprimir a cada una de sus frases continua vivo, ya no la emoción en sí misma, sabida, conocida, aunque no por ello menor, sino el placer estético de adentrarme en la destrucción bíblica de una pesadilla tan coherente y firme, tan bien estructurada, que me provoca la intensa sensación de encontrarme –tuve una impresión similar cuando terminé el libro en su día- ante un clásico, ante un libro que seguirá fascinando a lo largo de los años, décadas, a los lectores, y ojalá lo siga haciendo durante siglos, porque será una señal del esplendor de la literatura y su resistencia a morir.

Surgidas dos de las tres cosas mencionadas al principio: el inminente nacimiento de Mateo y la lectura de La carretera de McCarthy, resta una tercera.

En el 2009, después de mucho tiempo intentando hallar el modo adecuado de hacerlo, después de intentos desesperados, aburrimientos y silencios avergonzados, tuve la sensación a principios de año de haber logrado adentrarme en la complejidad maravillosa de la Divina Comedia de Dante. Sería un desagradecido si no mencionaría que fue gracias a la lectura de una extraordinaria conferencia de Umberto Eco sobre la obra, a su modo de asociarla con mi mundo contemporáneo, con la red y la contemporaneidad asfixiante de nuestra vida presente.

La Divina Comedia me acompañó a lo largo de cinco meses, con la mesa llena de notas, garabatos, libros medievales y textos de la mitología, abierta la Biblia, casi como un acertijo en vez de cómo una lectura literaria, pero un acertijo lleno de placeres que había olvidado antes, que tardé tanto en descubrir, y armado de entusiasmo quedó conclusa en Junio del 2009. A la llegada de mi hijo y a la prosa del americano, se le únia por aquel Marzo pasado el deleite del infierno y el purgatorio de Dante, y aún restaba el paraiso. Ahora comprendo en qué consistió la magia de esos meses.

Al despertar en el bosque en medio del frío y la oscuridad nocturnos había alargado la mano para tocar al niño que dormía a su lado. Noches más tenebrosas que las tinieblas y cada uno de los días más gris que el día anterior. Como el primer síntoma de un glaucoma frío empañando el mundo. Se mano subía y bajaba al compás de la preciada respiración. Retiró la lona de plástico y se puso de pie envuelto en aquellas prendas y mantas pestilentes y buscó algún atisbo de luz en el este pero no lo había.

Cuando hubo clareado lo suficiente observó el valle con los prismáticos. Todo palideciendo hasta sumirse en tinieblas. La suave ceniza barriendo el asfalto en remolinos dispersos. Examinó lo que podía ver. Segmentos de carretera entre los árboles muertos allá abajo. Buscando algo que tuviera color. Algún movimiento. Algún indicio de humo estático. Bajó los prismáticos y se quitó la mascarilla de algodón que cubría su cara y se frotó la nariz con el dorso de la muñeca y luego miró otra vez. Se quedó allí sentado con los gemelos en la mano, viendo cómo la cenicienta luz del día cuajaba sobre el terreno. Sólo sabía que el niño era su garantía. Y dijo: Si él no es la palabra de Dios Dios no ha hablado nunca.

Con el primero de los párrafos transcritos comienza La carretera. Recuerdo haber pensado al instante que me encontraba ante un texto religioso, sumido en una parábola en la que la metáfora o el símbolo guardaban en sus entrañas el conocimiento, esa particular sabiduría de la que se componen los mitos. Novela norteamericana por excelencia, quizá imposible en nuestra Europa –aunque hay una película reciente con una temática parecida, excelente a su vez, El tiempo del lobo, de Haneke- no tiene en su interior ni una sola reflexión filosófica a no ser las impresiones de los protagonistas y pertenece a toda esa literatura de lo heroico heredera de Whitman. Frase corta, sin embargo dotada de una hondura inusual, como si cada palabra escrita no pudiera ser removida sin deshacerse la construcción.

Cuando escribía sobre Pierre Michon después de leer la totalidad de sus libros editados en español tuve la sensación de alcanzar esa misma escritura religiosa a través de un estilo completamente diferente. Michon engrandece el átomo de la palabra con una precisión exuberante; McCarthy es como un cronista sobrio lleno de exactitud. Los diferencia a su vez la cultura: la espléndidad enciclopedía de autores y conocimientos literarios, la exhaustiva sabiduría artística de Michon, y la vanidad, a veces cargante y presuntuosa, puede que simplona en su discurso no literario, incluida esa boutade imperdonable en un escritor de su talla sobre Proust y Tolstoi, que caracteriza a McCarthy. Los une, sin lugar a dudas, el talento y su consideración de la palabra como una cuestión sagrada.

Dos personajes recorren buscando El Sur en un mundo destruido, deshecho, sumidos en la niebla, el gris, la bruma y el desastre. La prosa describe con una maestría insuperable la desesperanza sin necesidad de razonar sobre ella. Las impresiones del paisaje y el color del cielo, la espesura de la noche, la absoluta debacle llena de ruinas y abandono, bastan para describir ese estado de ánimo que surge ante la contemplación de la destrucción. La capacidad del autor para hacernos visible el infierno resulta milagrosa, puntillosa en su afán de ofrecernos un relato de la desolación. Un padre y un hijo; un padre cuya única esperanza es en realidad ese niño que camina a su lado y al que debe transmitirle todo lo que sabe para asegurarle la supervivencia antes de que él muera. Un niño que en sus inocentes palabras y dudas, en las cosas que su padre le enseñó, cosas de la otra vida, de esa existencia anterior a la hecatombe que se le aparece en sueños al adulto, que surge en lo lugares más insospechados cuando parece no haber salida, convierten al pequeño en la palabra de Dios a los ojos del padre. La figura de Dios surge majestuosa a lo largo  de las doscientas páginas del relato: un Dios ausente, despiadado, pero aún así presente en el imaginario de esos dos seres humanos náufragos, perdidos. Dios en el sentido originario, en esa invención que necesitaron los hombres primitivos destinada a creer, a seguir, a soportar los temores, los miedos, a encontrar un sentido a la inmensidad y el caos de la naturaleza, a comprender lo ilimitado e infinito del tiempo y el espacio y su efecto en los pensamientos del ser humano, a evitar en definitiva la absoluta orfandad.

Un hombre que vive de la luz del pasado –el amor, el dolor, los afectos, lo comprensible para nosotros- y cuyo presente es una línea recta oscura y terrible, en la que asoma tan sólo esa intención poética, mística casi, de alcanzar un Sur improbable, inexistente en nuestra intuición y en la suya, pero es esa especie de poesía o milagro del espíritu (el Sur) la que guía sus fuerzas, la que le empuja, junto con la mirada de su hijo, a adentrarse en un mundo sin esperanza.

Enseguida pensé que los dos grandes asuntos de La carretera eran Dios y la literatura; ambas como productos del hombre, como partes inherentes a nuestra necesidad de saber, de entender, de sobrevivir. La religión como ese conjunto de valores humanos eternos que en medio de la inmoralidad y la salvaje lucha por la vida asomaron y asoman en el corazón del hombre; me refiero a una religión hecha en el fondo de inocencia y superstición, tan ajena a la que conocemos ahora bruñida de poder, normas, y a menudo de intolerancia. La literatura como esa necesidad de relatar y reconciliar la lucha mediante la palabra y los sentidos, palabra escrita u oral destinada  a alimentar el futuro de ese padre que habla de los buenos al niño, de aquellos que, cuando él no esté, su hijo debe buscar; literatura como fuerza de la metáfora –el sur, la carretera-, como acicate y salvaguarda de los rituales civilizados frente a la barbarie inherente al ser humano.

Entre los pasajes memorables de la novela hay uno que me conmueve especialmente con esos sentidos profundos que suele albergar McCarthy en toda su literatura: el padre le lee un cuento antiguo y el niño pregunta por los elementos y emociones que allí aparecen, algo que ya no existe, que él no conoce en la realidad. El muchacho sabe lo que es un perro, también vio el rostro hermoso de su madre siendo un niño, pero en medio de ese largo e imposible recorrido va a olvidando el mundo antiguo ante el horror. Si Conrad construyó el horror con elipsis y silencios en El corazón de las tinieblas, McCarthy se atreve a describirlo como si estuviera viéndolo delante de sus narices. El hombre intenta hablarle de la justicia y el valor en un universo en el que el hambre, el frío y el miedo, han construido la absoluta misería de una tierra en la que lo humano no es más que una reminiscencia del alimento que llevarse a la boca y los jirones de telas putrefactas, mantas y ropas que envuelven los cuerpos mugrientos para no morir congelados. La única voluptuosidad posible, como le sucedía a los antiguos teólogos medievales, es la muerte. No hay nada que brille en el horizonte; cualquier color, algo venido de la imaginación. Los animales han desaparecido, no existe la alegría de los seres inconscientes ni los árboles, convertidos en jirones de madera muerta, quebrados y quemados troncos sin frutos ni hojas que aspiran a la extinción. Sólo queda en pie el más terrible de los seres vivos, el hombre, que dominado por el deseo de sobrevivir y la furia de la existencia que palpita como una maldición en su corazón se afana en destruir la poca vida que perdura.

Ese es el panorama de la hermosa historia que relata La carretera. Temen al canibalismo y a la desesperación, pero él intenta guardar en el espacio miserable en el que viven alguna ráfaga de lo humano, quizá en esa imperiosa necesidad que los grandes escritores desearon para siempre alcanzar con el relato de sus obsesiones: una llama de la existencia capaz de ser rescatada del olvido y la muerte.

Si alguna vez quise encontrar algún estado ideal en el que me viera obligado a justificar el hecho de la literatura, ese maravilloso espacio verbal, espejo del mundo, en el que el hombre proyecta sus sueños, sus obsesiones y pasiones, la moral extraída de la vida en la descripción de personajes e ideas, sin duda hubiera debido remitirme a este universo  de La carretera, o quizá a La Divina Comedia surgida en el fragor del caos de la Edad media, en ese periodo histórico que a pesar de no ser tan terrible como imaginamos en nuestro afán de progreso humanista y científico surgido de la Revolución francesa y la Ilustración, sí al menos tuvo el don de convertirse en un mundo sin guía, en el que la iglesia Católica y otras religiones trataron, en medio de la corrupción y la oscuridad, de alumbrar un poso de esperanza a pesar de sus conocidos abusos posteriores.

Como hombres temen el horror que los hombres abominaban en esa otra vida extinguida, aquello que la luminosa civilización escondió bajo la alfombra y trató de evitar durante siglos; la terrible condición humana, el espejo animal en el que nos reflejamos,  la cara oculta, las sombras de la luz, lo oscuro de nuestra relación con la supervivencia y el poder.

El hombre habla de los caníbales, grupos hambrientos de seres humanos como ellos que vagan por la tierra desolada y se alimentan de esclavos que capturan y devoran.

De alguna forma, salvando la distancias, Dante encontró en el catolicismo la moral necesaria para evitar los excesos de los hombres, los abusos que se cometían impunemente en el mundo en el que vivía, aunque le costase el ostracismo, el dolor y el exilio, la lenta y triste muerte que le sobrevino después de una juventud rica en sucesos y en dones. El cristianismo albergaba en su seno una serie de valores procedentes de la filosofía griega que aspiraban a la paz y al amor, y de alguna forma, ese acervo pasó a la filosofía occidental posterior y a sus intentos de construir una moral laica -otro asunto sería las manos humanas que a través del miedo y la mentira, la manipulación y el ávido deseo de poder convirtieron el medievo en un tiempo voraz y asesino, o la enorme autoridad que llegó a detentar la jerarquía católica en ciertos periodos, su belicosidad y su desdén por otras religiones, su persecución de herejes y sus luchas intestinas (tan humanas) por el dominio, tan alejado de la religiosidad primigenia y su sentido-. Para Dante, el cristianismo y su filosofía o teología significaban la necesidad de dar un salto civilizado hacia otro estadio de la humanidad que primara la virtud y la bondad sobre las demás pasiones humanas; además tuvo el talento de escribir un hermosísimo poema, cuyo valor literario sustenta sobradamente aquello que a un lector de nuestro siglo XXI nos resulta racionalmente infantil o incluso irracional, alejado de nuestras premisas filosóficas y nuestros planteamientos humanos.

La belleza tenebrosa de La carretera es una imagen del infierno que podría sobrevenir a continuación si todo cuanto conocemos desapareciera; es el segundo después, lo que sucedería evaporado el horizonte de un mundo hecho de los acuerdos básicos de la civilización y olvidados los cacareados derechos fundamentales del hombre que acompañan imperfectamente a casi todas las constituciones de los países democráticos.

A pesar de eso, me parece más una obra profundamente espiritual que un texto de ciencia ficción que trata de anticipar el futuro desde los elementos y circunstancias que articulan el presente. De alguna forma, salvando la distancia, y sin ser desde luego McCarthy un moralista  –bastaría leer algunas de sus otras obras, Meridiano de sangre, No es país para viejos por ejemplo, para observar su aguda frialdad, su visión desoladora y apocaliptica de la vida humana- pretendió,  a veces creo que inconscientemente, generar un libro que sirviera a los hombres de un mundo exterminado; se dirigió a los espectadores de ese instante en que la existencia que tenemos ante los ojos y que nos acompaña desde los esfuerzos liberales acontecidos en el siglo XIX, que generaron tras las grandes guerras los estados de bienestar y las democracias, y las instituciones internacionales que conocemos, pudiera acaso desaparecer y con ella todo cuanto somos, nuestras costumbres, nuestro modo de relacionarnos y avanzar quedara anegado, algo por otra parte posible, aunque este texto no tiene intención de adivinar el futuro a mi juicio.

Releyendo recientemente La montaña mágica de Thomas Mann, excelente novela comenzada en 1912 y concluida en 1924, que guardaba en su esencia entre otros muchos tesoros las convulsiones políticas y económicas, las ideas contradictorias que pugnaban por dominar el mundo y que terminarían por provocar la primera y la segunda guerra mundial con sus devastadores efectos, volví a pensar en que la batalla de lo luminoso, de la civilización y el progreso, del avance científico y la luz del humanismo, siempre tuvo enfrente la enorme oposición del oscurantismo, el culto a la muerte, la barbarie de los instintos que tiñen la condición humana. Los optimistas ilustrados que creyeron en el avance inexorable del mundo, en un lugar en el que la superstición y el analfabetismo, la miseria y el dolor, quedaran erradicados, toparon de lleno con el lado oscuro del ser humano, con la sensación de que la historia, a pesar de sus innegables avances, suele dar vueltas en círculos concéntricos, quizá porque  a pesar de lo ilimitado e infinito de las combinaciones que se dan en el universo físico o matemático, los seres humanos suelen comportarse de modo similar a lo largo de los siglos.

En La carretera no existen los buenos y los malos, aunque el padre se empeñe en que su hijo diferencie a unos y a otros para poder sobrevivir cuando él ya no esté. Sólo hay un planteamiento moral ante el hecho de la supervivencia, una realidad que subyace en nuestras sociedades y que, sin embargo, no percibimos por el efecto de la civilización. La carretera nos hace pensar en la posibilidad de seguir hacia adelante y no dejarnos tentar por aquello que podría desnudar la animalidad del ser humano. Ese padre protector se empeña en afirmar unas cuantas premisas esenciales que el niño memoriza y repite: morir de hambre pero jamás asesinar sin razón o comerse a otro hombre para salvarse, especificar los aspectos irrenunciables que deben unirnos a los de nuestra especie, establecer un código de conducta que ponga límites a la exaltación, el odio, la desolación o la desesperación; buscar a personas que tengan el fuego, ese algo que diferencia entre aquellos que no esclavizan ni devoran a los otros y aquellos que optan por el canibalismo para seguir viviendo: en definitiva ir al encuentro del sur, el sur con ese sentido tan amplio, poético y religioso, que significa la esperanza, la fe en la vida.


La fiebre de Mateo continua, y ahora pretende besarme y abrazarme sobre la cama. Cuando trató de pensar en cómo podré defender su destino dudo ante la inmensidad del futuro, ante aquello que me resulta imposible dirimir tras la maraña de sucesos recientes y de temores desconocidos. La luz siempre fue la esencia de lo humano a pesar de los pesares (tener el fuego, dicen los protagonistas de la novela): el amor, la solidaridad y el mandamiento de no matarnos los unos a los otros. Pero yo no puedo garantizar, como el padre de La carretera ante su hijo, que las cosas vayan a ser de ese modo. La lucha entre el bien y el mal no es más que una invención de las distintas religiones, tan dependientes en verdad, aunque durante siglos negaran esa influencia, de los universos ideales platónicos. La única lucha en todo caso se llamará supervivencia, y a lo que se encaminaron las sociedades tras los millones de muertos y las barbaries acontecidas en el siglo XX fue a borrar de un plumazo esa sensación de que la voluntad humana y el poder heredero del miedo a perder privilegios, alimentos o cualquier otra forma de asegurar la persistencia de la tribu, pudiera ser paradójicamente tan inhumana.

Lo asombroso de la novela es pensar cómo ese hombre que conoció otra tierra mantiene la esperanza en ese trayecto a la orilla de la misteriosa carretera que los conduce hacia el improbable sur. Abundan los pasajes inolvidables que vienen de sus recuerdos, de los momentos posteriores a la catástrofe que asoló el mundo, tiempos en los que les acompañaba la madre del niño. Ella le dice a su marido que no puede más, que esa vida escondidos, sin presente real ni futuro, no vale la pena vivirla. Su elección es comprensible, tanto que nos sobrecoge esa constancia, comprendemos su decisión de desaparecer, y surge la admiración por ese hombre que elige resistir a toda costa para que el muchacho continúe vivo. El protagonista sólo encuentra en el futuro del pequeño algún resquicio de luz.

Pero podría haber elegido, como su mujer le pide en una ocasión, que se suiciden todos juntos, al igual que otras personas a su alrededor deciden hacer ante la constancia del desastre, frente al peso insoportable de pensar que en un espacio desolado no existe para ellos ninguna posibilidad de sobrevivir. La carga es tan abrumadora que casi todos nuestros problemas se difuminan al adentrarnos en las circunstancias de esa familia a través de la maestría de McCarthy, que hace tan creíble y real el infierno que el lector llega a sentirlo con una proximidad conmovedora. Aunque sólo seamos el presente, no podemos existir sin la recreación del pasado ni la proyección del futuro.

Los hermosos versos de Dante expresaron la necesidad de construir una moral destinada a alcanzar un lugar para lo que él consideraba lo humano. Beatrice representaba aquello a lo que el hombre moral siempre aspiró a pesar de sus contradicciones: a la belleza, a la armonía, a la paz y al sentido. En el espacio de  La carretera nada de eso es posible a simple vista; el deterioro es tan inmenso que vislumbrar la posibilidad de que algo bondadoso se reconstruya a excepción de esa hermosa relación padre-hijo resulta remota. El amor sólo queda reflejado en esa conmovedora afectividad que constituye lo único humano en un mundo que no tiene futuro. Quizá por eso volví a creer al instante, mientras leía el libro, con una fuerza desmesurada, en que la literatura seguía siendo el pequeño, diminuto e insignificante cajón de lo humano, y que sí esos dos personajes sobrevivieran al desastre, la hallarían en su camino, volverían a encontrar su magia y su sentido fuera a través de la tradición oral o de la escritura, de la manera que fuera, para iniciar de nuevo una posibilidad de existir distinta, para guarecer aquellos preceptos de los hombres que  siempre mejoraron y protegieron la vida, en el fondo eso que nos empuja a leer y queda satisfecho entre las maravillosas páginas escritas por Cormac McCarthy.

Sin darme cuenta, conforme sigo abriendo La carretera al azar y adentrándome en su terrible relato, en una relectura fragmentada, alcanzo a a entender la cercanía entre la religión y la literatura que amo; una religión ajena por completo a los extremos actuales que conmocionan al Islam o a esa actitud todopoderosa del Vaticano y sus relaciones evidentes con el poder para garantizarse su preeminencia,  a la virulencia de los judíos intransigentes, que desde luego no son la mayoría pero de alguna manera se impusieron al resto. En cada uno de los pequeños párrafos en los que McCarthy estructura la historia, en esas frases cortas y solemnes, sobrias y precisas, despojadas de cualquier recargo o sentimentalismo innecesario, sólo la transcripción exacta de la carretera y los rincones físicos y anímicos por los que padre e hijo avanzan, percibo esa forma inconfundible del sentido religioso que siempre caracterizó el alma humana, el respeto a los muertos y al pasado, el sentido de la organización, de la solidaridad,  al anhelo de trascendencia ante la fugacidad, aunque sólo fuera en el entorno inicial de la tribu, en la capacidad de construir en vez de destruir: esos sentimientos humanos que desde tiempos inmemoriales compartieron espacio con todas las formas de brutalidad de las que el hombre es capaz y permitieron la continuidad de la especie y no su exterminio.

A veces, respetando cualquier creencia personal y sin menosprecio alguno, me resultan fascinantes en el siglo XXI esos creyentes que cumplen la normas de las distintas jerarquías religiosas; es como creerse un cuento para niños, y sin embargo, cada vez admiro y respeto más profundamente ese espíritu religioso que no está dirigido por las distintas iglesias, mezquitas, sinagogas o templos grandiosos gobernados por hombres que abusan como hombres y manipulan como hombres. Ese sentimiento religioso, libre, que surge tan a menudo ante hechos de la vida, ante paisajes naturales o entre la empatia que nos une a personas afines, y que simplemente trata de consolar la desolación, la pena, el dolor y el sufrimiento, la incredulidad que surge ante la falta de moral, con elementos extraídos en el fondo, libremente, de las distintas enseñanzas venidas de las grandes religiones en torno a las cuales se amalgamaron las creencias humanas ancestrales. Quizá el secreto de que ciertas religiones alcanzaran la universalidad que las caracterizó fuera que conjuntaron toda esa necesidad humana de encontrar un sentido. La contradicción, para un agnóstico convencido como yo, de alguna manera se resuelve en la literatura, en la gran literatura. ¿Acaso no fue sorprendente que Camus, después de publicar La peste, sintiera que eran los católicos que le enviaron cartas para celebrar la obra quienes más cerca estuvieron del sentido que él quiso darle? ¿O que Tolstoi terminara por abrazar una fe desmesurada hacia el cristianismo, y llegó a despojarse de sus bienes y posesiones, tan alejado de la jerarquía católica u ortodoxa, al final de sus días, repudiando todo cuanto había escrito antes, incluyendo esas dos obras maestras de la literatura de todos los tiempos? Tosltoi quizá no comprendió que su verdadera fe en el ser humano se hallaba en Ana Karenina y en Guerra y Paz, En la muerte de Ivan Ilich, pero esa sería otra historia para contar.

De alguna forma, en la huella incesante que constituye la esencia de la humanidad, sigo observando que ese proceso iniciado por los primeros hombres para explicar la vida, para hacerla más longeva y soportable, que esa especie de trascendencia que empujó al hombre a unirse, a colaborar para sobrevivir, a instaurar la convivencia para que sus crías pudieran seguir existiendo, que estableció rituales y formas de rezo para expresar y convocar su entorno, para alcanzar los astros que contemplaba, los ríos y las montañas, que todo lo que llevó a los griegos a constituir su filosofía y su organización política, que los esfuerzos de los primeros cristianos o de esos sesudos teólogos que trataron de explicarnos brillantemente el sentido de la trinidad, o los escritos islámicos o judíos, las enseñanzas budistas o hindús, que la odisea de Dante y antes la de Homero y Virgilio, que más tarde el Renacimiento tras la oscuridad de la Edad Media, y luego la Ilustración y las primeras e imperfecta democracias europeas, que los movimientos obreros y los estados de bienestar europeo, reunían en sus seno el mismo aliento, compartían normas y preceptos en su esencia destinados a mejorar la vida, a dotarla de sentido. Por supuesto en el arte en general y en la literatura se encuentran esos rastros antiguos que ese hombre y ese niño tratan de rescatar y edificar a lo largo de su desesperanzado viaje.

-Cuando no tengo otra cosa intento tener los sueños de un niño. .-Decía el padre.

La inocencia como regreso, la inocencia como única esperanza. Miedo a ser devorado por otros hombres, a ser pasto del estómago fiero y salvaje del hambre. Miedo a perecer sin nada que sea sólido, de que los recuerdos hermosos de una existencia humana, el amor, la amistad, los afectos filiales, los sueños, la dignidad, desaparezcan y ese niño al que trajimos al mundo convencidos de la posiblidad de otra vida jamás alcance a vivir siquiera algo similar a nuestra experiencia. Esa angustia me sobrecogió tantas veces a lo largo de las páginas de La carretera que es ahora, ante la enfermedad de mi pequeño, que comprendo la razón.  Creemos en una existencia bajo control porque los cambios apenas afectan a nuestra vida corriente en apariencia. Esta crisis económica ha agudizado mecanismos que no se han resuelto, y sin embargo, seguiremos manteniendo en general esa visión de eternidad social que la historia, a lo largo de los siglos, siempre se ha encargado de desmentir. A veces pienso que Cormac McCarthy escribió La carretera para dejarnos alguna guía posible, y aunque su visión sea en general desoladora, como sucede en otras de sus obras, la novela está llena de esperanza, aunque no pueda revelar su final para aquellos que no se han adentrado todavía en la belleza de sus páginas.

Sobre las últimas páginas de la novela, extraña digresión del paisaje vivido, emotivo desenlace que alcanza a rozar la perfección del sentido que el autor quiso dar a su epopeya, mi hermana me avisa de ciertos escépticos. En la excelente película de John Hillcoat, una fiel adaptación del relato, magníficamente desarrollada, con una fotografía que captó los espacios de McCarthy con una exactitud pasmosa y unos actores magníficos para encarnar a cada uno de los personajes, cabe la posibilidad de confundir el final con una resolución fácil de la historia, quizá por las propias características del lenguaje cinematográfico y la ausencia de palabras –a parte de los diálogos- en el desarrollo de la narración. Aún así, la película logra a mi juicio preservar los elementos esenciales de la obra literaria, y a poco que el espectador haya seguido el desenlace de la fábula, que haya escuchado los textos de McCarthy extraordinariamente bien elegidos para la voz en off, o que haya intimado con la relación padre-hijo, y la de ambos con esa religiosidad primitiva que les permite la esperanza, pienso que comprenderá la naturaleza simbólica de su conclusión. En la novela, en su literatura, la metáfora, la fuerza expresiva de la aventura, resulta incuestionable y muy dudoso cualquier reproche a su desenlace.

La escena del piano; la del baño en la vieja casa abandonada con el padre, y antes en la cuba donde la madre frota los cabellos del niño preguntándose si vale la pena que el pequeño siga vivo ante el dolor de su marido, que contempla la escena desde la puerta; el pasaje de la lectura de un cuento que el hombre lee en voz junto a la hoguera en una noche oscura y desapacible; las palabras en boca del adulto sobre la justicia y el valor; la diferenciación constante entre buenos y malos, el miedo al canibalismo y la seguridad en que antes es preferible la muerte; el encuentro con el fatigado anciano medio ciego y esa conversación entre el padre y el viejo junto a la hoguera después de compartir su comida gracias a los esfuerzos del muchacho; los sueños y las imágenes de esa otra vida desaparecida, la imagen poética de ese Sur que guía los pasos de los dos protagonistas; ciertos gestos del niño ante el ladrón que trata en la playa de robarles la ropa y el carro donde llevan los alimentos condenándoles a una muerte segura; esos días transcurridos en el sótano de una casa donde hallan comida, cigarrillos, bebida, mantas, una cama, todo aquello que otorga una excepcional visión de lo que nos hace dignos en medio de la desolación; la visión de un perro vivo en un momento fundamental del relato, que nos despierta la inmediata alegría después de haber recorrido durante cientos de páginas la expresión de un mundo moribundo; la escena final que termina por provocar una lágrima alegre, una de esas lágrimas que no tienen nada que ver con lo vacuo y lo absurdo, con la obscenidad de un mundo torpe que apenas sí llora por la sensiblería y la estupidez, sino lágrimas conmovidas ante la creencia de que el ser humano es capaz de lo mejor y de que siempre dibuja a pesar de todo una esperanza en cada uno de sus pasos, lágrimas ante esa poderosa poesía de la palabra y los actos nobles, la fe en que la literatura es capaz de transformar el horizonte de los humanos, de albergar en cada una de su letras mayúsculas la verdadera condición del futuro a pesar de comprender por supuesto la enorme complejidad de cada cambio y cada gesto; todo eso que surge ante nuestros ojos, que llena el relato de ese padre y ese hijo bordeando la carretera, conforma una de las más hermosa metáforas que puede alcanzar el ser humano para recuperar la esperanza.

Le debo  McCarthy una posibilidad de seguir asombrándome ante la literatura.

La fiebre de Mateo se está convirtiendo en unas toses sin importancia y está a punto de dormirse entre mis brazos. Sin Dante es posible que no hubiera existido la Ilustración ni los años de progreso que acompañaron los siglos posteriores, tampoco los movimientos proletarios que generaron más tarde en el occidente capitalista formas de vida más dignas y humanas, sociedades, a pesar de sus imperfecciones, más justas; tampoco esos avances científicos que lograron alargar la existencia de los hombres y alcanzar la dignidad de las muertes atendidas o la integración de mayorías en la vida de la sociedad, sin entrar ahora a fondo en la cuestión, aunque podría hacerlo, en los intereses económicos que encontraron necesario el hecho, pues detrás de ellos, de la ceguera y la avaricia, de la destrucción y la barbarie, siempre hubo en lo profundo una necesidad humana de avanzar de otra forma, de empujar la historia hacia lugares más llevaderos, o al menos eso quiero creer.

Sigo con esas frases que un día escribiera Bertrand Russell convencido, aunque desconozco a estas alturas si quizá fueron suyas o si las recuerdo con la suficiente exactitud, pero necesito hacerlo.

La inteligencia siempre es bondadosa. No concibo ni concebiré jamás que la inteligencia sea malvada. La maldad siempre es estúpida y ciega. Nuestra historia está llena de ejemplos al respecto.

Copyright Jimarino

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Pasaron allí todo el día, sentados entre las cajas de la tienda.

Tienes que hablarme, dijo.

Estoy hablando.

¿Seguro?

Ahora te estoy hablando.

¿Quieres que te cuente un cuento?

No.

¿Porque?

El chico le miró y apartó la vista.

Esos cuentos no son verdad.

No tiene porqué. Son cuentos.

Sí, pero en esas historia siempre estamos ayudando a gente  y nosotros nos ayudamos a la gente.

¿Por qué no me cuentas tú algo?

No tengo ganas.

Vale.

No tengo ninguna historia que contar.

Podrías contarme alguna historia tuya

Ya las conoces todas. Tú estabas allí.

Pero tienes historias dentro que yo no conozco.

¿Quieres decir sueños, por ejemplo?

Por ejemplo. O cosas en las que piensas.

Ya, pero se supone que las historian han de ser alegres.

No tienen porqué serlo.

Tú siempre me cuentas historias alegres.

¿No tienes ninguna alegre que contarme?

Son más bien como la vida real.

Y la mías no lo son.

No, las tuyas no.

El hombre le observó. ¿La vida real es muy mala?

¿Tú que piensas?

Bueno, yo pienso que todavía estamos vivos. Nos han ocurrido muchas cosas malas pero todavía estamos aquí.

Sí.

No te parece que eso sea tan estupendo.

Puede.

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Una vez hubo truchas en los arroyos de la montaña. Podías verlas en la corriente ambarinosa allí donde los bordes blancos de sus aletas se agitaban suavemente en el agua. Olían a musgo en las manos. Se retorcían, bruñidas y musculosas. En sus lomos había dibujados vermiformes que eran mapas del mundo en su devenir. Mapas y laberintos. De una cosa que no tenía vuelta atrás. Ni posibilidad de arreglo. En las profundas cañadas donde vivían todo era más viejo que el hombre y murmuraba misterio.


Cormac McCarthy (Providence, Rhode Island, julio de 1933). Escritor norteamericano, considerado junto a Richard Ford, Thomas Pynchon, Phillip Roth y Don De Lillo como uno de los más grandes autores vivos de su país. Galardonado con el premio Pulitzer con La carretera en el 2007. No concede entrevistas y hay pocas fotografías de él.

Obra

Novelas

  • The Orchard Keeper (El guardián del vergel, 1965)

  • Outer Dark (La oscuridad exterior, 1968)

  • Child of God (Hijo de Dios, 1974)

  • Suttree (Ídem, 1979)

  • Blood Meridian, Or the Evening Redness in the West (Meridiano de sangre, 1985)

  • Trilogía de la frontera:

    • I – All the Pretty Horses (Todos los hermosos caballos, 1992). Ganador del National Book Award

    • II – The Crossing (En la frontera, 1994)

    • III – Cities of the Plain (Ciudades en la llanura, 1998)

  • No Country for Old Men (No es país para viejos, 2005)

  • The Road (La carretera, 2006) Ganador del Premio Pulitzer de ficción en 2007

Obras de teatro

  • The Stonemason (Escrita en la década de 1970 y publicada por primera vez en 1995)

  • The Sunset Limited (2006)

Guiones

  • The Gardener’s Son (El hijo del jardinero, 1976)

Adaptaciones cinematográficas

17 Comentarios Agrega el tuyo

  1. Hilvanes dice:

    «Le debo McCarthy una posibilidad de seguir asombrándome ante la literatura», eso mismo sentí yo al leer La Carretera.

    Poco más se puede añadir al expléndido libro que es La Carretera.

    Yo he quedado con ganas de seguir leyendo a McCarthy, y ya tengo Todos los caballos bellos.

    Pero antes, creo, leeré Vidas Minúsculas, siguiendo su indicación sobre Michon, de quién tengo muchas ganas de adentrarme en sus páginas tras su comentario.

    Como siempre, fantástica aportación a la literatura.

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    1. jimarino dice:

      Querido Hilvanes,
      Como siempre un gusto tenerte en Los perros de la lluvia. No me llames de usted, por favor, que aún me faltan años para los cuarenta y espero no alcanzar el grado de señor hasta el año 2035 por lo menos. Sobre La carretera poco más, es una novela espléndidas por muchas razones, magnífica en casi todo, quizá la única pega sea su autor, maldita sea, en lo poco que he podido leer sobre él o en las imágenes o vídeos que se pueden encontrar en internet me resulta antipático, demasiado pagado de sí mismo, casi al borde de lo estúpido. En fin, se lo perdono todo por que lo escribe resulta en su mayoría deslumbrante. Todos los caballos salvajes es un libro hermoso, aunque quizá el más intenso, el que puede compararse por su fuerza expresiva a La carretera, sea Meridiano de Sangre. Aún así, lo mejor que ha escrito a mi modesto entender es La carretera.
      Espero que Vida minúscula te guste. A mí me resultó como ver un uniforme de colores en medio de un ejercito en formación. ES original, profundo, intenso, extraordinariamente bien escrito, apasionante y único. Quizá haya que tener cierta paciencia para seguir el ritmo cadencioso de Michon, es una literatura que prefiere ser degustada a simplemente leída, viene de un tiempo distinto. Ya me dirás algo.
      Seguimos encontrándonos entre tus Hilvanes y mis perros.

      Un abrazo.

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  2. carlsomonsivas dice:

    Querido Jimarino,

    Dice la crítica seria norteamericana que Cormac McCarthy es un milagro. Yo en el fondo creo que representa extraordinariamente bien todos los temores del mundo occidental de un modo extraordinario. Es como si hubiera entendido de que está hecha la fragilidad de occidente y se atreviera a escribir sobre ella. A parte de su talento, ahí está la clave de su éxito, y creo que tu texto refrenda mis ideas sobre él. Tu artículo, una vez más, magnífico. Me deja perplejo, como siempre, esa capacidad de relación entre Dante, La Carretera y la fiebre de tu hijo es uno de tus habituales alardes. Espero que el pequeño esté bien, si me pregunta por su padre le diría que está en plena forma literaria.

    Como siempre un abrazo muy fuerte y a seguir.

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    1. jimarino dice:

      Carlos,
      Me has hecho pensar en todas las novelas que he leído de McCarthy y creo que tienes razón. No lo había pensado de ese modo. Aún estoy esperando el día que escriba sobre alguien que no hayas leído, aunque ciertamente, ya he perdido la esperanza -lo que por otra parte me encanta-. Gracias una vez más por tus atinados comentarios que siempre me acompañan. Creo que la idea de McCarthy como un terrible patriarca cenizo y agorero, negativo respecto a todas las edades del hombre es muy aproximada a su esencia. Lo que no sé es como el tipo es capaz de alumbrar milagros como La carretera, equilibrios tan brillantes y expresivos, novelas que te sobrecogen y te hacen pensar, que te divierten y te seducen desde la primera página, con una capacidad simbólica formidable. En fin, espero algun texto tuyo más largo al respecto, yo no tengo demasiado tiempo.
      Agradecerte una vez más tu maravillosa participación, hasta pronto.
      Un besazo.

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  3. JRochelle dice:

    Jimarino enhorabuena por el texto, y perdón por mi posible español de aula. Hace ya muchos meses que recomendé a mis alumnos su página convencida de encontrarme ante uno de los lugares más interesantes y lúcidos que se pueden encontrar en español en la red sobre literatura. Con cada texto o poema que usted escribe me ratifico en mi fe. Tanto es así, que la enorme impresión que me produjo la lectura de The Road quedó en el aire ante la imposibilidad de hallar interlocutores válidos con los que hablar sobre la novela, y de repente, como un milagro, esta mañana me he encontrado con su artículo y todas las expectativas han quedado satisfechas. Me hubiera gustado escribirlo a mí, se lo prometo. Espero que siga ejerciendo ese influjo mágico sobre los textos que lee y continúe transmitiendo esa confianza y esa esperanza en la literatura que tanto nos alivia a quienes la amamos de esa manera.

    Un saludo afectuoso.

    Jeanne Rochelle

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    1. jimarino dice:

      Jeanne
      Todo un placer tu español de aula, algo por otra parte que no es cierto. Estoy emocionado, porque saber que una profesora de literatura recomienda esta página a sus alumnos la llena de sentido. Mi propia decepción no me da para aspirar a otros fines que el de dejar una pequeña huella de la literatura que como dices amamos en la red, ni tengo más ambiciones ni me queda demasiado tiempo para poder acometer algo más. Sobre The Road tengo la sensación de que es fácil escribir, de que la novela resulta tan fascinante e intensa que bastaría intentarlo para componer no este artículo sino probablemente alguno mejor. Te lo recomiendo encarecidamente, hazlo y lo comprobarás. Mil gracias por tus generosos agradecimientos.

      Un gusto el saber que pasas regularmente por Los perros de la lluvia. Espero que volvamos a saber el uno del otro, para mí siempre es un argumento que ganarle al tiempo y continuar.

      Un saludo.

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  4. cano dice:

    Que maravilloso texto y que bien explicas lo que lees y lo que ves. Felicidades.

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  5. Estimado Jimarino has hecho un verdadero ensayo sobre este libro maravilloso que también considero un clásico (http://milecturadelasemana.blogspot.com/2008/03/la-carretera.html) y cuya lectura me emocionó profundamente. Este tipo de libros son los que rebaten con autoridad aquello de que después de Auswicht no se puede escribir poesía. Un fuerte abrazo

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    1. jimarino dice:

      Antonio;
      Como siempre un honor tenerte por aquí. Viendo la referencia de tu blog que insertas veo que a ti también te apasionó el libro. Magnífico, de verdad. Sobre Auswichtz toda la razón. Cuando Shangri-La me pidió que colaborara en el número especial acerca del campo de concentración, desempolvé lecturas envejecidas, leí todo lo que pude al respecto y luego me adentré en Las benévolas, esa novela tan extrañamente convertida en best-seller de gran almacen siendo tan interesante, quizá truculenta en exceso, pero a mis ojos magnífica, sobre todo porque está escrita por alguien que no vivió ese horror, un escritor algo mayor que yo pero de mi generación, algo que me produce esperanza. La sensación fue desoladora, durante algún tiempo, los textos sobre Jhonathan Litell y sobre Tadeusz Borowski (este si que fue un superviviente) me chuparon la sangre. Ver alguna imagen de la película Shoa de Lazmann por entonces o oír ese nombre por casualidad, me ponía la piel de gallina. Veía carceleros nazis pro todas partes, como si fuera consciente de que tal vez, contemplando esos rostros de ahora, la cobardía que a veces nos toca engullir dolorosamente a nuestro alrededor días tras días, me hiciera ser consciente de que todo aquello podía volver a suceder. Cuanto más sabía del asunto más afilado sentía el horror y la sensibilidad. Visionar Amen de Gavras meses más tarde o leer Vida y Destino de Vassily Grossman hace poco menos de un año terminaron por convertirme en un devoto. Mi suegro Michel, francés, devora libro tras libro de historia al respecto, pero siempre me ha parecido más intenso y efectivo el esfuerzo de la novela y el cine, aunque a veces pecaran de ficción, que las referencias históricas. Es curioso que ambas visiones coincidan tan estremecedoramente cuando nacen del rigor y la emoción. Mi biblioteca está abarrotada de Primo Levi, de Jorge Semprún, de Paul Celan, de Boroswki, de novelas y textos en torno ese extraño y terrible suceso que espero jamás se olvide . Algo incomprensible, que no debemos borrar bajo ningún concepto. Pero la vida sigue, y con ella la poesía.

      Tengo tu libro. Leí esta mañana de madrugada el primer cuento. Impresionante. El mal de Q., creo, o esa es la sensación primeriza que tengo, me va a impresionar por muchas razones que no puedo valorar todavía aquí. Me quito el sombrero, maestro, y termino de empezar. Me espero a que todo concluya para comentarte algo.

      Un abrazo muy fuerte.

      Ahora, gracias a la foto de portada te puesto un rostro más cercano. Creo, por esos ojos y esa cejas que vi en la contraportada de El mal de Q., que nos habríamos hecho compadres de farra de habernos encontrado en un garito subterráneo y nocturno entre dos copas. Tu lista de libros me seduce por sus títulos. Tengo una manía, un broma que mis amigos suelen reprenderme a menudo, y es que cuando leo un título que me llama la atención siempre censuro que me lo han robado. Hace un rato, mientras se lo comentaba a Severine, le he dicho que al menos me has hurtado tres o cuatro…
      Hasta pronto

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      1. Antonio Tello dice:

        Me asombra y me gusta en ti esa pasión descarnada y sin prejuicios por la lectura. Ese leer sin el peso de los nombres. Si supones por la foto que aparece en la solapa de El mal de Q.que nos habríamos hecho compadres de farra, yo casi lo doy por hecho después de descubrir el modo tan completo y honesto como lees.
        Sobre los títulos. Einstein decía que la música de Mozart era la que latía en el Universo. Cuando el poeta se acerca honestamente a un poema, el poema escrito o un verso de este poema, es quizás un eco de esa música del Todo que late dentro del ser humano.
        Mi casa es un garito donde podríamos tomarnos esas copas. Un abrazo

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      2. jimarino dice:

        Querido Antonio;
        Te debo un correo discreto en cuanto tenga un rato. Creo que voy a escribir algo sobre El mal de Q. , es maravilloso, sorprendente, magníficamente escrito, con algunos cuentos extraordinarios y una humanidad conmovedora. Por si tenía alguna duda, entre la lectura de tu libro y tu invitación, lo de las copas es ineludible. Mala época está mía para un viaje, pero todo llegará, aún guardó algunos amigos en Barcelona. Tu invitación a tu garito me llena de dicha.
        Einstein tenía toda la razón. Valerý siempre decía que la Historia de la literatura podía perfectamente contarse sin el nombre de sus autores. Pound iba más lejos y afirmaba que un poema era el futuro de todos los siglos y poetas anteriores, una energía extraña que poco o nada tenía que ver con el empeño del autor; era más un don que un esfuerzo o un talento individual. Una música del Todo que sólo algunos rescatan. He empezado un texto breve sobre La reinvención de Morel, por muchas razones. Sé que quizá no sea tu relato más representativo, que incluso es distinto a la mayoría de los que has escrito, pero me ha sugerido tantas cosas respecto a la literatura y su relación con la vida que espero poder honrarlo. Vamos a ver que sale.
        Sobre los prejuicios respecto a la lectura no creo que sea un mérito, sino más buen fruto de las circunstancias. Por razones que no vienen a cuento durante años vi desaparecer a algunos escritores muy talentoso que conocí en mi juventud y surgir como setas mediocres autores cuya valía resulta incomprensible. Ahora vivo una risueña indiferencia. Pero no suelo hablar de lo que no me gusta, aunque sea tristemente mayoritario. Simplemente tengo la sensación de que la reducción del mundo incesante ha dejado tocada incluso a la literatura, y los buenos escritores, que casi siempre llegan por sus propios méritos, comparten en desventaja a menudo lugar con los artefactos más anodinos, indigeribles y falsos que uno pueda imaginar. Es increíble el despilfarro de medios para publicitar banalidades, pero ese es el mundo que nos ha tocado vivir, y hay que aguantar la sonrisa como sea. El otro día un periodista escribía en El país que no existen los genios perdidos. Seguramente tenía razón, pero más bien me pareció un consuelo construido con razones erróneas. aunque en el fondo lo que dijera fuera acertado. Pero me atormenta a veces la sensación de que nuestra bendita tierra de occidente es capaz de borrar de un plumazo hasta la historia de la literatura si se lo propone. Quizá por eso empecé este blog hace ya algo más de dos años. Basta con que un nombre aparezca en ciertos lugares para que alguien se tome la molestia de leerlo. A menudo no vale con las palabras del autor, sino con lo que dicen de él, por eso trato de leer, como hacia Bolaño, casi todo lo que puedo sin prejuicios, aunque sea para contradecir a menudo lleno de subjetividad, y otras muchas veces para afirmar, que es lo que más alegría me da en verdad. He perdido algunas batallas, pero me quedan las guerrilla, y no tengo demasiado tiempo disponible, es como vivir contra el reloj un día tras otro para encontrar algún aliento. Anhelo un pequeño rincón de paz que no encuentro.

        Espero que estés bien y lleno de energía.

        Un abrazo muy fuerte

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  6. Fenomenal texto para un autor magnífico. Creo que McCarthy empezó a ser reconocido gracias a las últimas adaptaciones cinematográficas como la de los hermanos Cohen;No es país para viejos.En mi modesta opinión,tanto ésta como La carretera,no son precisamente sus mejores obras.Superiores son la trilogía de la frontera y ese tour de force que es Meridiano de sangre.Ésta última me hizo pensar en el cine de Sam Peckinpah.
    De estilo sobrio y frases cortas,pero no exenta de fuerza, McCarthy es para mí el gran sucesor del escritor de novela negra Jim Thompson,pero algo más espectacular.

    Un cordial saludo.

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    1. jimarino dice:

      Mi gracias, Francisco, por el comentario. Completamente de acuerdo que la trilogía de la frontera es la joya de la corona de nuestro amigo americano, pero La carretera es mi debilidad. Tengo la sensación de que es una de las novelas más importantes del nuevo milenio por muchas razones, y esa impresión crece cuando releo algunos párrafos o cuando me dispuse a escribir el texto que has leido. Prefiero a Mc Carthy que a Jim Thompson, pero viendo la agudeza de algunos de los textos de tu blog, tu lúcida acidez, comprendo porque te gusta Thompson. Tu blog, hace ya algún tiempo, me lo recomendó mi padre, que siendo de la generación Guttemberg le sucedió como a Vila-Matas, se asoma de vez en cuando al universo google para contemplar el pálpito. Me habló de un texto tuyo que le había emocionado. Causalidades de la vida, que suceden incluso en este maremagnum sin orden ni concierto que es la red. Además debo confesarte un mérito a mis ojos a parte del interés general de los escritos que cuelgas. Personalmente soy un fanático de muchos autores, pero si hay alguien de quien estoy cerca es de Roberto Bolaño, quizá porque de alguna forma crecí viendo como sus libros iban saliendo con cuentagotas y su éxito aumentaba conforme más me apasionaba. He leído algunas críticas lamentables sobre él que traté de refutar en mi texto Bolaño-La literatura salvaje. Sin embargo la única vez que he tenido la sensación de que los argumentos en su contra eran serios, razonados y precisos, hasta dejar a mi alrededor el silencio de mitos caídos aunque fuera por unos minutos, es ante tu post sobre él. Creo que es un mérito tuyo increíble, aunque sigo empeñado es que Roberto, con tres novelas, Los detectives Salvajes, Nocturno de Chile y 2666, es el primer gran monstruo literario para bien o para mal del siglo XXI, y que su única pega es que acuciado por la enfermedad se vio obligado a editar demasiado y demasiado rápido. Celebro el silencio que me provocaste, y espero seguir viéndote por Los perros de la lluvia.

      Un abrazo.

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  7. alud triza dice:

    Llevo varias sesiones de lectura en tu blog. Leí lo que escribiste sobre Bolaño me fascina esa manera que tienes de conectar las lecturas con tu vida, en ese sentido creo que la literatura si no se conecta a la vida es un campo árido esperando una lluv{ia que no termina por llegar. Hablando con respecto de Cormac McCarthy, debo de confesar que no lo había leído y como ya hab{ia degustado otras entradas de tu blog supe que este autor era digno de leerse, de alguna manera u otra pude comprar el libro( {ultimamente vivo a salto de mata, o como el hombre en el castillo de Dick) en seguida lo comenze a leer en el autobus( te ahorro los por menores de esta vida peregrina) ya entrado en la lectura pude adentrarme en ese paisaje desolador y en esas dos siluetas que vagan sobre una carretera que parece no conducir a ninguna parte, ya que este medio es altamente anónimo te confieso que el final del libro me desato el nudo del llanto, la escena en donde el niño esta con el cadaver del padre, hace mucho que un libro no lograba situarme en esa frontera del llanto, como dijo Bataille el llanto es la última forma de comunicación, bueno, hasta luego, seguire rondando por aquí de manera silenciosa y no hay nada más agradable que hacer de la lectura un viaje compartido.

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    1. jimarino dice:

      Después del parón veraniego me encuentro con correos y comentarios, y este tuyo, sin saber exactamente porqué, me ha emocionado. Que el texto sobre McCarthy y su novela te llevara a leer La carretera, colma todas les expectativas y razones por las que me pareció oportuno escribir el artículo. Es una novela extraordinaria por muchos motivos. Tu pequeña historia con elipsis y silencios me ha hecho pensar en muchas cosas, algo que francamente no puedo decir muy a menudo en mi cotidiano deambular entre mis semejantes. es verdad lo que dijo Bataille sobre el llanto, aunque quizá olvidó algunas pocas cosas que sirven para comunicarnos, pero como a tí te sucedió, la muerte del padre, y sobre todo el encuentro con esa última familia después de atravesar ese mundo desolado, hizo que las lágrimas me saltasen como un chiquillo. Si lo piensas, es un libro frio, que jamás juega con lo sentimental. A parte de lo que escribí en el texto, creo que esa es una de las claves de que sea una obra tan maravillosa. Poder hacernos llorar sin caer jamás en las trampas sentimentaloides de la mala novela.
      Mil gracias por el comentario. es un honor tenerte entre Los perros de la lluvia.
      Un abrazo muy fuerte para esa vida peregrina….

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  8. Carmelo Santana dice:

    ¿Qué le pasa a los ateos últimamente? Ultimamente he leído muchos artículos web escritos por ateos enojados, incluyendo muchos artículos de noticias sobre esos cristianos locos y lo tontos supersticiosos que son, que la ciencia ha demostrado que Dios no existe, que Darwin tenía razón, y bla, bla, bla, interminablemente, hasta resultar molesto. Bien, yo no concuerdo con ninguno de ellos. Yo soy un teísta, lo contrario de un ateo. Soy aquel que cree en el Divino, que cree que toda vida, en su magnificencia, belleza, esplendor, maravilla, y orden de fina precisión, es por diseño. Y donde existe diseño inteligente, ¿no es razonable asumir que existe un diseñador inteligente? Yo creo que lo hay, y creo que el diseñador es Dios — el Dios de todo el universo y de todo lo que hay en él, nosotros incluidos. Recientemente, leí un artículo de Greta Christina, una atea auto proclamada, que escribe para una fuente de noticias en línea. La mayoría de lo que escribe, por lo que pude entender, es acerca de lo débiles mentales que son los cristianos y de que no existe absolutamente ninguna evidencia de la existencia de Dios. Desde ya tengo un problema con esto. Si usted no cree en Dios, eso es asunto suyo, pero yo no puedo dejar de preguntarme por qué alguien que no cree en un Creador pasa tanto tiempo escribiendo artículos acerca del no creer. Si usted no cree que existe el monstruo de Loch Ness, ¿perdería usted su tiempo entrevistando a personas que sí creen, para luego escribir acerca de lo equivocadas que están? También, cuándo leo las respuestas que ella dice que han dado los creyentes, en respuesta a la pregunta de «¿Por qué cree en Dios?» (aunque ella no cita a nadie), suena como si no tuvieran ni tres neuronas funcionando entre todos ellos. Respuestas como: «Porque…bien, porque…ya que yo no sé, ¡Dios tuvo que haberlo hecho todo!» o algún tipo de tontería como esa. Evocan una imagen de miembros tontos del Escuadrón de Dios…con ojos vidriosos, caminando lentamente sobre la Tierra con los brazos extendidos, murmurando «Dios lo hizo…Dios lo hizo…» Yo no tengo todas las respuestas. Pero sí tengo algunas respuestas mejores que esas, y se las voy a enumerar. Podría enumerar mil razones para creer en Dios sacadas de las páginas de mi propia vida, pero eso sería, hay que reconocerlo, un punto de vista muy subjetivo. Quiero darle lo que considero que es una evidencia objetiva realmente buena a favor de un Diseñador Inteligente. Eso es lo que ella pidió en su artículo. En un punto, ella les pide a los creyentes que le den algunas razones válidas y científicas a favor de la existencia de Dios, para ella demostrarles que están equivocados. Bien, hice lo que ella pidió y se lo envié a su editor. Nunca respondió. Así que ahora quiero compartir con usted algo de lo que ella escribió en su artículo original, titulado: ‘Por qué ‘Todo Tiene una Causa’ Es una Justificación Terrible para la Existencia de Dios», combinado con mi refutación. Por qué Creo en Dios – La Prueba Refutable En primer lugar, quiero decir que pienso que Dios debe ser la opción por defecto aquí. Lo que significa que creo que yo no tendría que demostrar Su existencia, que debería corresponderle al ateo probar lo contrario. Yo no soy científico, pero creo que existe suficiente evidencia científica para respaldar a un diseñador. Greta ciertamente no presentó nada científico en su artículo en cuanto a por qué ella no cree. No, espere, retiro lo dicho. Ella sí dijo esto, cito: «Y todas y cada una de las tentativas para demostrar la existencia de alguna fuerza o entidad sobrenatural que afecta al universo — por lo menos cada tentativa que utiliza métodos científicos cuidadosos, rigurosos, doble ciegos, controlados con placebos, etc. — se han ido a pique.» Perdón…¿qué clase de prueba que desmiente la existencia de Dios dijo que era? ¿Una prueba de métodos científicos cuidadosos, rigurosos, doble ciegos, controlados con placebos, etc.? Creo que me perdí ese episodio. ¿Lo pasaron por cable? A menos que ella se estuviera refiriendo a las pruebas controladas de esos supuestos psíquicos que afirman poseer habilidades cinéticas, como Uri Geller. Usted sabe, mover cosas con sus mentes….doblar cucharillas. Porque esa es la única clase de cosa cósmica que se me ocurre que calificaría para tal prueba científica como la anteriormente mencionada. Para respaldar su teoría atea ella cita a su esposa, la cual dijo: «El universo no parece ser ese en que un agente externo independiente está interviniendo. El universo no parece ser ese en el cual suceden milagros y las leyes físicas son quebrantadas por alguien que está por encima de estas leyes. El universo luce extraordinariamente como un sistema de causas y efectos físicos: un sistema inimaginablemente vasto, profundamente complejo de causas y efectos físicos, pero no obstante, de causas y efectos físicos.» Tengo que preguntar: «¿Fue esta soñadora observación probada y demostrada científicamente, bajo condiciones controladas, teniendo un título de astronomía o de astrofísica?…¿o sólo mirando hacia arriba desde el patio trasero»? ¡Por favor! ¿Ella demanda pruebas de la existencia de Dios a los creyentes, y presenta esta retórica cósmica como prueba de que Él no existe? ¡Vamos! ¿Que hay de esta declaración aparentemente seria de su artículo? «Muchos astrónomos y astrofísicos piensan que la pregunta de: «¿Dónde se originó el universo?» podría ser respondida algún día.» Suena como si tuviera significado. Examinemos más de cerca esa oración aparentemente factual. «Muchos astrónomos y astrofísicos[ella no menciona ninguno] piensan [no saben con seguridad] que la pregunta puede [lo que también significa que puede que no] algún día [lo cual no es un día del calendario] ser respondida.» Sí …y muchos científicos piensan que ellos pueden, algún día,descubrir a Pie Grande…pero, por si acaso, haré que el perro ladrador de mi vecino se siente a esperar. ¿Cuál es la respuesta aquí? Sólo puede haber dos opciones. Toda la vida, junto con el universo y todo lo que está en él fue diseñado, o comenzó a existir por sí mismo. Creer lo primero explicaría mucho. Verdaderamente, ¿qué tiene más sentido?, ¿creer en un Diseñador?, ¿o en Tierra + Agua + Tiempo = Todas las Criaturas Vivas? Para mí, requiere más fe creer en esa fórmula poco probable que creer en Dios. Por qué Creo en Dios – La Complejidad de la Vida ¿Por qué creo en Dios? Vayamos a algunos hechos. La mayoría de los científicos concuerdan que la inteligencia viene antes que la vida. ¿Se convierte la materia en mente? No lo creo. Estoy presentando mi defensa a favor de un Creador y llamo a mi primer testigo; ¡el Mejillón Lampsilis! ¿Cómo pudo esta criatura de aspecto sencillo desarrollar tan impresionante estrategia para la continuación de su especie, a menos que le fuera programada al nacer…integrada en su ADN desde el principio? El ADN es conocido como el lenguaje de la Vida. Yo creo que Dios creó ese lenguaje. Mire este video fascinante del Mejillón Lampsilis usted mismo. Cuando regrese, le presentaré más evidencia a favor del Diseño Inteligente. En esta sección de su artículo ateo, Greta escribió: «Quiero examinar algunas de las más serias respuestas a la pregunta: «¿Por qué cree usted en Dios?» Quiero tomarlas con seriedad, y asumir que las personas que las presentan las creen sinceramente. Y quiero señalar, con tantos detalles como pueda, que ellas todavía no son razonables.» Sentí mucho que no publicaran mi refutación, anticipaba sus señalamientos «con tantos detalles como ella pudiera,» del por qué alguien debe creer que una sola célula, la forma más sencilla de vida, que ahora sabemos que contiene suficiente información codificada para llenar casi 30 volúmenes de la Enciclopedia Británica, ¡podría haber creado ese conocimiento por sí misma! ¿De dónde vino toda esa información? La información no es materia. Simplemente no veo cómo inocuas sales, aminoácidos, proteínas, etc., pudieron juntarse al azar y crear una inteligencia sofisticada de esa magnitud. Adicionalmente, biólogos moleculares han descubierto miles de máquinas exquisitamente diseñadas a nivel molecular; cada una con una(s) tarea(s) específica(s) a realizar. La información requiere inteligencia y el diseño requiere de un diseñador. He aquí otro vídeo increíble sobre la Doble Hélice del ADN que usted puede ver. Mírelo y tome su propia decisión en cuanto a si piensa que la vida sucedió por creación o simplemente por azar. «Las probabilidades de producir accidentalmente el código correcto de ADN en una especie o cambiarlo a otra especie viable son matemáticamente imposibles.»1 – J Leslie El Dr. Henry «Fritz» Schaefer es Profesor de Química de la Universidad Graham Perdue y director del Centro de Química Cuántica Computacional de la Universidad de Georgia. Ha sido nominado al Premio Nobel cinco veces y fue citado como el tercer químico más citado en el mundo. Él dice: «El significado y alegría en mi ciencia proviene de los momentos ocasionales de descubrir algo nuevo y decirme a mí mismo: ‘¡Así que es así como Dios lo hizo!’ Mi objetivo es entender un pequeño rincón del plan de Dios.» Dijo en su conferencia presentada en la Universidad de Colorado que, en contra de abrumadora lógica, algunos ateos continúan afirmando que el universo y la vida humana fueron creados por casualidad. La ciencia está interesada principalmente en los hechos, no en los motivos, y por esto una descripción científica completa de la creación no excluye un relato providencial al mismo tiempo. El famoso argumento de William Paley sugiere que si usted da un paseo por el bosque y encuentra un reloj en el camino, usted no concluye que el reloj se ensambló solo, a pesar del hecho de que podemos desarmar el reloj, mirar todos sus componentes, y entender completamente cómo funciona. Miramos el reloj en el camino y concluimos prudentemente que fue diseñado por alguna inteligencia más elevada. Por qué Creo en Dios – La Complejidad de la Vida Como dije anteriormente, no soy científico, tampoco soy algún fanático religioso, ni estoy decidido a convertir a nadie. Nada que ver. Soy sólo un tipo normal que cree en Dios y que quiere mostrar el otro lado de la moneda atea. Y creo que lo hice. Sin embargo, si uno está predispuesto a creer que todo el mundo con toda su gloriosa diversidad de vida sólo sucedió, entonces ninguna cantidad de evidencia será suficiente para demostrar a un Creador. Como ejemplo de esto, extraído del articulo de Greta: «Finalmente, y más importante aún: No existe ni un pedacito de evidencia de que la hipótesis de Dios sea verdadera.» No podría estar más en desacuerdo con ella. He aquí a lo que se resume. Todo espacio, tiempo, materia, energía, leyes naturales, propiedades químicas, fórmulas matemáticas, información orgánica, consciencia, racionalidad, música, etc., son el resultado del Consciente de Algo (la Mente del Creador) o simplemente de sí mismos (un asunto fortuito). Teísta o ateo…ambos requieren fe. Yo pondré mi fe en Dios el Padre Todopoderoso…creador del Cielo y de la Tierra. Romanos 1:20 – «Porque las cosas invisibles de Él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa.»

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    1. jimarino dice:

      Carmelo… creo que el texto no ha dejado aquello que pretendía en ti. La idea de Dios es algo que no me interesa demasiado cuando quiere ser justificada, bien por creencia o fe, bien por algún sordo ateísmo lleno de rencor. El sentido de La carretera posee una grandeza más amplia. Creo en la espiritualidad humana, en su capacidad para encontrar esperanza, sentido, a muchas de las cosas que hace o pretende. Que Dios exista o no es una batalla perdida para el hombre. Sin embargo, la existencia de lo sagrado en su interior, es una condición indispensable de aquellos que nos hace trascendentes, aunque sea en el imposible de un párrafo literario, en la armonía de una melodía musical o en el trazo luminoso de una pintura. La insignificancia de lo sagrado en el hombre no da para mucho más Lo que menos me interesa es justificar esa idea espiritual, prefiero intentar descubrirla en la medida en que Cromac McCarthy lo hace. Rastro de eso divino que incluso en las peores situaciones sostiene lo humano…

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