marcel proust y el amor – (La fugitiva-En busca del tiempo perdido)

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(Este texto fue editado en el nº 29 de la Revue Français de Litterature et Pshicologie, con el título, Proust et L´amour. Febrero de 2009. Copyright Jimarino2008.)

Que Albert Proust fuera un auténtico burgués, maniático y extravagante, que no tuvo un trabajo remunerado en toda su vida, no es algo que deba alejarnos de su espléndida literatura. Al fin y al cabo, dedicar la mitad de su existencia a escribir “À la recherche du temps perdu”, una de las obras maestras de la literatura del siglo XX, es algo al alcance de muy pocos. El mundo esta lleno de enormes esfuerzos en materias y empleos variopintos que apenas nos dejan como fruto poco más que un testimonio discreto de su esencial esclavitud, o malos o buenos actos disipados tras las muerte de sus testigos sin evidenciar nada del sentido de su trayecto a no ser ese hermoso –y animal- fin de la reproducción, o de finales anodinos cuyos rastros se suman a otros múltiples y sólo guardan en su seno una razón cuando se corresponden con los de una mayoría pareja que los respalda y acompaña, hasta que la moda se disipa. Es una crueldad afirmar esto, pero tras los cadáveres quedan a lo sumo unas cuantas fotografías amarillentas, ciertos recuerdos reflejados en los objetos y alguna memoria que durará unos cuantos años. A veces no importa la repercusión de una existencia (no todos alcanzan la fama o la mención de la posteridad) sino su autenticidad, eso que W.H Auden definió “como la obligación de cualquier sujeto de hacerse su propio rostro”. Proust, al menos, nos ofreció un riquísimo testimonio de su visión de la vida, o mejor, de cómo creía él que debía vivirse esa fantasía extraña, dolorosa y maravillosa a la vez que es la vida, y lo hizo con inmenso talento, con una fuerza verbal y una hondura intelectual difícilmente superable que espero pueda seguir ejerciendo su influencia y su encanto por los siglos de los siglos.

Acercarse a Proust parece una osadía a causa de su mala fama. Los clichés lo acosan por doquier. Tiene el dudoso mérito de haber escrito la frase más larga de la historia de la literatura; detenta fama de farragoso y enrevesado, se le achacan defectos variados, muchos referidos a su lentitud –que él mismo se encargó de propiciar con aquella frase en la que definió su obra como un trozo de turrón indigerible- y, sin embargo, su literatura es transparente, llena de hermosas subordinadas, es cierto, pero clara y limpia, precisa y poseída por un ritmo endiablado que no desfallece en ninguna de las miles de páginas que nos legó. Lo mejor sería zambullirse en él sin prejuicios, sean favorables o críticos. Aproximarse a los ingentes sentidos que trató y a las aportaciones literarias y humanistas que palpitan en su literatura en este espacio, es para mí como tratar de explicar el enigma de las pirámides en quince minutos, o como si nos viéramos empujados a esbozar una teoría de la relatividad en el rincón de una noticia periodística, una osadía. En busca del tiempo perdido, título que él llegó a detestar hasta el día de su muerte, que a veces le sugería todo el sentido de su obra y otras le hacía calificarlo de pesado y pretencioso, de estéticamente perezoso y feo, es uno de esos monumentos verbales que poseen la misma fuerza iluminadora que emana de las grandes ideas de la historia de la humanidad, y sus hallazgos, para quien se adentra expectante y atento a sus enseñanzas, son, en general, muy enriquecedores, pero esta sería otra cuestión, y tiene mucho de nostalgia, así que la deshecho por ahora.

Hace algo más de quince años escribí un poema sobre alguien que desapareció de mi vida bruscamente. El poema regresó a mí por una casualidad a principios de febrero pasado a través de un curioso correo que terminó por obligarme a recuperar un mundo perdido de mi memoria de un modo abrupto, extraño. No es que quiera revelar nada personal, de todas esas exhibiciones ya sabe mucho el mundo contemporáneo, esta tierra impúdica que ni siquiera conoce en general la ficción como tamiz de la biografía; sería un inconveniente añadir nada más a ese anodino y aburrido relato de la insignificancia humana, pero si me agradan los datos esporádicos, casi dietarios, que abren las puertas de la auténtica vivencia común, del espacio que nos une en el presente y a lo largo de la historia y los siglos. Pienso en un buen número de poetas que adoro, o en ciertos lugares de la red donde la biografía o la sensibilidad conspiran para buscar su lenguaje auténtico. Se trata de espacios personales o incluso autobiográficos cuyo sutil y delicado lenguaje, su hermosa construcción, o ese tránsito en el tiempo eterno de las palabras, permiten lo común y no la obscenidad de la confesión o la creencia en un yo más activo o intenso que el resto (o más convencido de la importancia de unas vidas sobre otras). Pues bien, recibí un correo anónimo mientras leía La fugitiva de Marcel Proust, el sexto volumen de En busca del tiempo perdido, también titulado en algunas ediciones antiguas como Albertine desaparecida. En ese e-mail estaban transcritos unos versos que tardé en reconocer. Es más, el desconocido remitente había escrito al final del poema, entre paréntesis, lo siguiente.

(Jimarino.Poemas de la lluvia. Abril de 1994)

Antes de saber que era mío, leí el poema con atención. No sabía de donde venía, sólo que guardaban en su interior algo que me era muy familiar. Después, cuando llegué a la revelación de su autoría, y supe del título del poemario al que pertenecía y la fecha de composición, sentí una extrañeza indescriptible.

El equipaje que pasará la aduana del tiempo
ya no está, lo guardo efímero,
intangible en este lecho del cuerpo.
Cada vez que tú suspires yo te oiré,
aunque no lo sepa, aunque no lo creas.
Naciste en la construcción de mis mitos,
en la vida misma que seré.
Aunque no bese tus labios,
mis puestas de sol alcohólicas enlazarán
con todos tus amaneceres perdidos.

Las cosas que guardo de ti
ya no existen pero sé dónde encontrarlas.
Son la caricia de ese aire que vendrá,
la reencarnación de cientos de amores
que te serán ajenos, la ilusión
del tiempo desvanecido,
ese pequeño suspiro tuyo y mío
que a cientos de kilómetros coincidirá.

Tal vez te vea en algún cruce fronterizo
o aparezcan esos ojos oscuros iluminando
tu rostro olvidado en una calle de Paris,
o será en la risa perdida, oída por casualidad,
que reconoceré entre las brumas
de los años venideros que viviré.

Has llegado a mi lugar más sagrado
aunque te marches, ya estás
en este olvido forzado,
en las cosas que jamás recuperaré,
aunque cruce cientos de fronteras
y estas aduanas del tiempo me dejen desnudo
bajo la aurora construida
de tu aliento que no volveré a beber.

(Jimarino.Poemas de la lluvia. Abril de 1994)

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El extraño interlocutor que surgía de las sombras y esbozaba opiniones en su correo sobre mis poemas, que sabía mucho acerca de los mitos que alimentan cualquier intento literario, y que para colmo era capaz de relacionar mi propia biografía con mis excesos verbales y esa redundante manera de repartir nostalgia, de convertirla en un sepulcro apolillado, me conocía muy bien, yo diría que demasiado bien, o al menos, poseía información sobre este espantapájaros profunda, muy antigua, esa que queda en los resto de cada uno de los versos escritos, la que asoma a veces en el silencio, en las pausas, en cada una de las imágenes metafóricas que me embriagan.

Pero no sólo ocurrió el misterio del reencuentro posible con los años, sino que, de alguna forma, sus comentarios, amplios –el correo tenía al menos seis hojas-, llegaban hasta mis raíces presentes, como si esos ojos que escribían hubiesen estado pendientes de mí constantemente, siguiendo mis pasos, la esencia de los hechos importantes, los condicionantes sufridos o mis intimidades mejor protegidas.

Durante días leí y releí aquellas palabras, y después abría La fugitiva de Proust, hasta llegar a tener una curiosa sensación de que el bueno de Marcel, con su enorme inteligencia literaria, era capaz de aglutinar en su obra todos los significados del amor y del tiempo, incluido los míos, por supuesto, y absolutamente toda la parafernalia de ambos conceptos, que se relacionan de igual forma que la velocidad y el tiempo en física. Proust poseía el don de desentrañar la mística del amor, su ficción y su verdad reproductora. Mezclaba lo sagrado con lo banal, lo evidente con esas sutilezas que suelen escapársenos cuando menos lo esperamos y truncan nuestro destino amoroso bien por nuestra culpa, bien por la del amante o por impericia mutua. Manejaba con habilidad el sentido de la incomunicación, el silencio que estropea el afecto o el exceso de palabras que lo ensordecen. No creo que exista ninguna novela en la historia de la literatura que posea tanta información acerca del amor como En busca del tiempo perdido, pero no como un mero relato ajeno de personajes o sus peripecias, marcado por la distancia de la trama, sino como un análisis profundo, escrito, sin embargo, con la amenidad de un texto literario consciente de su enorme potencia estilística, cuyo aliento emana directamente de nosotros, los posibles lectores, por el agudo sentido proustiano de la exactitud (o su extraordinario intento).

Es una lastima en ocasiones –aunque sea a menudo una virtud humana- que nos aburramos con la repetición, pero es evidente que si pudiéramos estar leyendo constantemente a Proust con la misma intensidad que la primera vez, o con el afán de esas relecturas que desean adentrarse desde un punto de vista crítico en su obra, probablemente evitaríamos algunos errores que determinan nuestro destino. Pero no podemos ser Proust y sólo tenemos una vida, inconscientemente trágica y cómica a la vez. Incluso él escribió estás palabras a André Gide sobre sí mismo:

“Por más incapaz que sea de obtener algo para mi propio beneficio, y aunque no sepa ahorrarme el menor trastorno, estoy dotado (y ése es sin duda mi único don) del poder de procurar muy a menudo la felicidad de los demás y de aliviarles de los dolores y las penas que tienen. No sólo he reconciliado a personas enemigas entre sí, sino también a amantes; he curado a inválidos al tiempo que sólo soy capaz de agravar mis propias enfermedades; he puesto a trabajar a los vagos sin dejar de ser yo un vago […] Las cualidades (y si le digo todo esto es porque en cualquier otro respecto tengo una paupérrima opinión de mí mismo) que me otorgan estas posibilidades de éxito cuando actúo por el bien de los demás, junto con una cierta diplomacia, una acusada capacidad de olvidarme de mí mismo y una concentración exclusiva en el bienestar de mis amigos, son cualidades que no se encuentran a menudo en una misma persona […]”.


Aquel correo que recibí me pareció poseer un rostro, unas facciones nítidas que venían de lugares anhelados en otro tiempo, lloradas durante muchos meses, quizá algún año, después malditas y denostadas a propósito, más tarde olvidadas, enterradas, sólo aparecidas en lo ajeno a su ámbito, en ciudades europeas lejanas o en algún rincón revisitado por una casualidad inesperada. Tardé mucho en responder. Entonces releí otro párrafo de La Fugitive de monseiur Proust:

Yo era incapaz de resucitar a Albertine porque lo era de resucitarme a mí mismo, de resucitar mi yo de entonces. La vida, por su hábito, que es cambiar la faz del mundo mediante trabajos incesantes infinitamente pequeños, no me dijo al día siguiente de la muerte de Albertina: “Sé otro”, pero, en virtud de unos cambios demasiado imperceptibles para permitirme darme cuenta del hecho mismo del cambio, lo renovó casi todo en mí, de suerte que mi pensamiento estaba ya habituado a su nuevo dueño –mi nuevo yo- cuando se dio cuenta de que había cambiado y mi pensamiento estaba apegado a este nuevo yo. Mi cariño por Albertina, mis celos, estaban adscritos a la irradiación, por asociación de ideas, de ciertos núcleos de impresiones dulces o dolorosas, al recuerdo de mademoiselle Vinteuil en Montjouvain, a los dulces besos de la noche que Albertina me daba en el cuello. Pero a medida que estas impresiones se habían ido debilitando, el inmenso campo que coloreaban con un tinte angustiosos o dulce fue tomando tonos neutros. Una vez que el olvido se fue apoderando de algunos puntos dominantes de sufrimiento y de placer, la resistencia de mi amor quedó vencida, ya no amaba a Albertina. Intenté recordarla.

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La memoria es literaria, no periodística o biográfica (biográfica como enunciación lineal de los hechos de una vida). Proust lo sabía muy bien. Sucede a menudo que algunos viejos amigos que se reúnen después de mucho tiempo separados se acercan a la realidad común del pasado que les unió de un modo distinto. Se cuentan anécdotas, hechos fundamentales de forma desigual, o son diferentes los recuerdos de cada cual, o simplemente existen vivos en algunos y en otros se difuminaron, o se piensa que los acontecimientos alcanzaron otro desarrollo, o tuvieron otra textura y un ritmo disímil. Las pasa a los amantes que llevan largos años juntos y contestan a la pregunta ajena de cómo se conocieron o en qué circunstancias fraguaron su amor. Se han mezclado las fechas, las metáforas del amor difieren. Se establecen mecanismos emocionales disparejos para acercarse a un hecho tan común como el nacimiento y la fragua de su relación, pero es inevitable.

Que la memoria sea literaria y no periodística no significa que no sea verdadera, al contrario, guarda las esencias del estilo, la adecuada mirada subjetiva y auténtica de cada cual ante un hecho, produciendo las infinitas voces ante un mismo suceso, la riqueza que surge de la realidad reinterpretada por cada cual y tamizada por el paso del tiempo. Negar esta verdad sería darles la razón a los dioses mentirosos y manipuladores de nuestra época. Sostengo la opinión proustiana convencido de que los caprichos de la memoria individual, esa literatura propia que entronca de algún modo misterioso con el sentido de la otra, de la Literatura como arte, encierra mucha más verdad en su seno que la realidad sesgada o afirmada como dogma o calificada de única, que esa exactitud que argumentamos infalible y no es más que fruto de nuestra corta perspectiva, llena de nuestros prejuicios y circunstancias, enturbiada y miope, partes de lo vivido o visto sin matices ni careos.

Al insistir en la condición literaria de la memoria, me refiero, por supuesto, a la enseñanzas de Proust. Marcel escribió en abundancia sobre los mitos y tretas del recuerdo, sobre sus sinuosos caminos, sus vulgaridades y extravagancias. Lo hizo desde esa repetidísima escena de la magdalena por ejemplo, tan ridiculizada como inaccesible para los bufones, y llenó toda su extensísima obra de memoria, de la búsqueda del tiempo perdido. Pero insistir en el término memoria a través de la obra de Proust requeriría otro texto, un acercamiento distinto. Sólo quiero retener esa idea fundamental; su memoria era literaria, poética.

La realidad posee una prosa simple, realista en el mal sentido de la palabra, incapaz de adentrarse en la esencia de su propia existencia, de su verdadero eco o suceso o efecto o acto, como quieran llamarlo, tan común al hombre contemporáneo, especialista en creerse las mentiras de la realidad y tan pocas veces la verdad de las mentiras.

Después de leer el párrafo trascrito anteriormente en varias ocasiones, me di cuenta hasta qué punto ese correo venía no del pasado en sí, sino de un presente en el que imaginaba acudía el pasado, o del presente de ese interlocutor anónimo que acababa de reconocer que a su vez su intento de comunicar conmigo no arrancaba tan sólo del influjo del pasado sino del efecto de ese pasado en su vida presente, provocando el nacimiento de un tiempo intercalado que contradecía la linealidad de la existencia humana.

Hay muchos escritores extraordinarios que han hablado en ocasiones de la materia de sus obras mencionando el verbo desenterrar como origen primigenio de su literatura. Determinadas particularidades de una existencia, una vivencia inusual o la lectura de un texto que, por ajeno que nos sea, provoca la aparición de un mundo vívido y escondido, agazapado entre la vida posterior, surgido milagrosamente de su enterramiento, como un hilo bajo tierra que estiramos para descubrir que hay al final de la cuerda, actúan de exorcismo. Existen hilos a través de los cuales, inconscientemente, tiramos del tiempo. A veces un olor que nos sorprende, o la visión de un paisaje familiar. En todos esos casos de memoria inesperada actúa lo poético como resorte, un juego que es en realidad la esencia de la verdadera poesía, aunque la poesía como arte literario utilice la palabra como medio o ritual exclusivamente. Esta poesía que alimenta la remiscencia termina por abarcar a la verbal, hace tañer las teclas y tensa los cables para producir la música, la asociación de ideas que nos traen al presente el espacio perdido.

En el fondo, y Proust lo sabía, no somos más que un frasco de poesía guardada, atrapada entre clichés y apariencias, disminuida por un afán patético de voluntad, de éxito, de solemne y orgulloso recorrido vital, definidos y marcados por ese aroma poético que queda encerrado entre los pobres límites de nuestro lado racional o consciente, o por las limitaciones de la vida, algo común a la mayoría de las personas. Quizá disfrutemos de cosas no por el hecho de hacerlo, sino por la poesía que algo o alguien nos inculcó, puede que en la niñez (o incluso en el útero materno), como si el paso real o el acto amado, no fueran en el fondo más que rastros de aquel antiguo sueño o esa lejana impresión poética; de la primera vez en la que descubrir era adentrarse en la sombra del silencio con un puñado de palabras o gestos, o por imitación o intuición.

La poesía es una esencia del alma o de la mente humana, me es indiferente que nos refiramos a un sentido o al otro. La magia de nuestra consciencia engloba la definición científica del cerebro y sus usos o la poética/religiosa del alma. Ambas están hechas de una poesía que, como dije, contiene a la verbal, a la artística, y a la vez a todas las formas de poesía existentes que llenan nuestra cotidianeidad. Poesía como acicate emocional que dota de sentido al ser humano, que lo hace trascender. Hasta el hombre más primitivo la tiene, la tuvo. Me refiero al significado de ciertos objetos o conceptos o entes que nos traen a seres queridos desaparecidos físicamente, que nos remiten a momentos felices, a tiempos pasados, que dotan al instante vital de un sentido que trasciende el mero hecho fisiológico o sensitivo; al valor de una pieza de Bach o Jean Sibelius, esa matemática del tiempo y el sonido que intercalada produce intensas emociones; al eco del mar en nuestro oído cuando nos acercamos y surge aquella primera emoción de verlo, o ese redescubrimiento que nos trajo contemplarlo desde la amistad, el amor o la soledad incendiada de sensibilidad, sentir como las olas lamen la orilla; recordar de repente unas palabras pronunciadas que nos cambiaron la faz del camino que habíamos contemplado; también el efecto de ese poema escrito que trastocó algo aceptado que era erróneo y lo convirtió en respeto y admiración por la obra humana, en conocimiento sobre nosotros mismos, o ese color del crepúsculo que nos acompañó hace mucho y en cuya primera visión descubrimos la poesía de la vida, que nos llega de su finitud y lo que evoca.

Ese correo era un acto presente. Lo contesté, finalmente, quince días después. Alabé el poema con cierto rubor, porque me gustó y además lo había perdido, como muchos de aquella época. No conté nada de mi vida actual, sólo respondí a lo que ella me escribió (porque era ella, estaba seguro). Dos días después, tras su respuesta, emprendí un viaje. Crucé dos o tres veces la atmósfera que describí en los antiguos versos, me quedé desnudo tratando de reencontrar ese camino, y descubrí que, en el aire que respiraba se hallaba desde hacia décadas, irremediable, ese aliento perdido.

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Proust continuaba escribiendo sobre esa Albertine huida. Primero provocaba el peso de la ausencia, que iba dibujando su verdad en las emociones del narrador. Albertine se marchaba por sus razones, pero él descubría en ello su verdadero valor, incluso el sentido de la palabra amor, hasta entonces algo incomprensible, incluso menospreciado al no haber reconocido ese sentimiento en él. Llegaba a concluir que, poco antes de la marcha de Albertine -ciego, nublado por su presencia insistente, diaria, al pasar ella días enteros alojada en su casa compartiendo todo su tiempo y su misterio a su lado- había pensado dejarla, rechazarla. Al desaparecer, su partida le ofrecía un rastro que, en cierta medida, hería su orgullo y le revelaba el enorme peso de su soledad anterior, el intenso valor de esa compañía que no había valorado por cercana y constante. De esa constancia inesperada, de esa herida por la marcha no anunciada, surgía el amor, o quedaba desenterrado (revelado). Un sentimiento amoroso que estaba más relacionado con la emocionalidad del sujeto que lo experimentaba que con el objeto amoroso en sí (Albertine huida); más con la memoria que con la posible verdad o esencia real de la amante. Pero el dolor del amante despechado suele ser un huracán de ira que todo lo arrastra. Y eso nos desnuda.

Trató de espiarla, sumido todavía en los intolerables pesares del adiós, maquinando su vuelta sin perder su estúpido orgullo; espiándola en secreto a través de su viejo amigo Saint Loup. Tenía que saber la razón de su partida, dónde estaba, convirtiendo despacio el peso de su ausencia en un intento desesperado de recuperarla o bien ensuciarla, de adaptarse al hecho de que quizá jamás volvería, o barajar las posibilidades de su regreso.

El narrador de Proust recibía poco después otra noticia demoledora. Un telegrama le anunciaba que Albertine había muerto al caerse de su caballo y golpearse contra un árbol. La constancia del adiós definitivo era ya un hecho evidente. Con su muerte, Albertine desaparecía definitivamente de la faz de la tierra, del espacio posible del narrador, y lo que a primera vista podía suponer el fin del sufrimiento, extinguido el objeto del amor después del abandono, comenzaba en verdad a erigirse como un sagrado lugar de dolor, que adquiría formas de amor distintas o de una emocionalidad más compleja, penetrante y difícil de dirimir.

En el rencor de los amantes desengañados siempre queda la esperanza de la reconciliación. De alguna forma, el amor mantiene en su odio ante la ruptura la idea del regreso y la vuelta de lo perdido. Tras la muerte, cualquier anhelo de reconstrucción es inútil.

Proust ha pasado a la posteridad a través de esa imagen amanerada y frágil que emanan sus fotografías, también a través de los cientos de anécdotas y extravagancias que se dijeron de él cuando al final de su vida se convirtió en un escritor relativamente célebre que apenas salía de casa y que pasó los últimos catorce años de su existencia en la cama, tratando de terminar “À la recherche du temps perdu”. Se le recuerda interviniendo en cuestiones banales en los periódicos de la época, o enfundado, en esas escasas ocasiones en las que se dejaba ver, en un grueso abrigo que no se quitaba ni siquiera en la mesa. Es famosa su ligerísima dieta en ese periodo de encierro, la debilidad y los ataques que acuciaban su cuerpo. Pero, a pesar de su escasa salud, o de esa tendencia a esconderse después de haber llevado durante los años de juventud una agitada vida social, poseía una lúcida y vigorosa inteligencia. Tuvo, además, el tesón de concluir los sietes volúmenes de su obra literaria antes de morir a los cincuenta y un años, y lo hizo dedicado a ello hasta el último día de su vida. Las circunstancias de su deceso le jugaron una mala pasada y eliminaron el drama embellecedor, algo negativo en cuanto nos acercamos con el mito puesto a escritores de otras épocas: murió de un resfriado mal curado que cogió en una de su raras salidas. Invitado a una fiesta, se envolvió en tres abrigos y dos mantas, y embozado como un justiciero decidió partir. No se encontraba demasiado bien, así que se marchó pronto de la celebración, y aguardando la llegada de un taxi bajo el frío polar que azotaba esa noche París atrapó frío. Horas más tarde murió de un absceso pulmonar, había estado garabateando sus cuadernos sobre la cama casi hasta el último suspiro. Un final tragicómico sin duda, poco digno de la magnitud de su novela.

Leyendo más detalles sobre su compleja biografía, que años antes, cuando yo era un jovencito seducido por la mística del exceso, encontré insustancial y sin valor, tuve la sensación de que Marcel Proust fue un tipo valiente, aunque muchos de sus conocidos más superficiales lo consideraran un diletante que pasaba sus días protegiéndose de la vida exterior, o bromeaban sobre su terrible pavor al frío y acerca de sus excesos con la ropa a partir de cierta edad, o lo tildaban de pusilánime que no tuvo ni oficio ni beneficio conocido. Además de valiente, nos legó una de las obras cumbre de la creación humana de todos los tiempos.

Tengo el convencimiento absoluto de que La fugitiva, esté donde esté, sea el mes próximo, en la década siguiente o ya de viejo, cuando la lágrima sea fácil y el entusiasmo comedido, me traerá a la memoria ese viejo poema o el rostro antiguo –y el nuevo- de la mujer que me envió el correo, que me devolvió mis propias palabras tanto tiempo después. Un ejercicio de magia atemporal, de realidad virtual, que no necesitará de máquinas para su vívida intensidad.

Albertine muere en la novela, y los cambios que provoca en la percepción emocional del narrador poseen una lucidez conmovedora, una riqueza de matices psicológicos que no admiten resquicios. De alguna manera, incluso aunque no hayamos sufrido un amor truncado que ha terminado de desaparecer, o aunque no sea nuestra la experiencia de la muerte de un amante ya despojado antes de su importancia o de su vigencia en vida a causa del desamor o la infidelidad o de algunas de esas causas que truncan las relaciones de pareja, el pequeño descenso abismal iniciado por Proust hacía el vacío ensordecedor de la ausencia resulta tan brillante como eterno y familiar a cualquier ser humano. Ejercer el derecho al olvido, o mejor, escoger el sendero del olvido, requiere de cierta precisión emocional. El narrador de Proust comienza a asimilar la noticia de su muerte, pretende organizar sus pasos sumido en esa constancia: Albertine, definitivamente, no está, y jamás podrá recuperar su presencia. Ya no existe la esperanza del amante despechado que ha convertido la dependencia emocional en rencor. La muerte borra esa perspectiva. Pero el fantasma, y no me refiero al físico, a la aparición sobrenatural, sino a la imagen que extrapolamos del pasado y nos acompaña en el presente con toda su complejidad sentimental, el peso de esa memoria antigua que acude, la facilidad humana para igualar distintos hechos, sucesos, pensamientos y sentimientos en un momento concreto del tiempo, surge por doquier.

El primer afán de la mente humana ante la desaparición de un ser al que queremos o quisimos, después de eliminar el posible malestar por circunstancias, malentendidos o desilusiones, es el de celebrar las bondades del finado. Necesitamos vivir esa tristeza para poder desquitarnos el peso del duelo. Es una especie de desahogo necesario. A partir del instante en que comienza a remitir ese sentimiento, nos protegemos y surge el olvido, paulatino, demoledor y constante. El olvido borra y entierra aquello que nos inquieta o nos molesta. Pero no ejerce su papel con mucho rigor. Nos engaña, nos asegura que va destruyéndolo todo pero en realidad esconde alguna parte, como cuando limpiamos la casa y con disimulo escondemos un puñado de borra bajo la alfombra, basura que aparecerá en algún momento posterior.

El narrador de Proust iniciaba ese trayecto, pero al encontrarse con alguna jovencita hermosa por casualidad en el transcurso de sus paseos por el parque, terminaba por pensar en Albertine. Porque en cualquier fiesta o recepción a la que acudía, alguien que sabía de su antigua historia de amor, lanzaba un recuerdo evocador sobre ella que abría la caja de Pandora. O al acudirle una sonrisa femenina inesperada en cualquier calle revivía la risa de Albertine echada en la cama con las mejilla sonrosadas por el amor.

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Cerca del final de La Fugitiva, el narrador viaja a Venecia con su madre. Hemos ido acompañando el viaje sentimental de ese hombre desde la terrible noticia y el duelo posterior, hasta su largo y frágil proceso de olvido, su ceremonia de desembarazamiento de Albertine. No la ha olvidado, pues sabe que el olvido utiliza artimañas para hacernos creer que su eficacia es incuestionable sin serlo, sino que ha preferido asumir su desaparición cambiando la percepción que tenía de ella, de su amor, de la misma forma que, cuando se enamoró, transformó esa percepción que tenía anteriormente de la persona amada, hasta convertirla en otra con los rasgos que inspiró aquella, hasta adaptarla poco a poco a su propia vida.

Lo observamos caminar por esa Venecia hermosa y decadente que nos remite sin remedio a la personalidad de ese escritor envejecido inventado por Thomas Mann, Gustav Von Aschenbach, envuelto por la decrepitud majestuosa de la ciudad italiana. En ese instante el texto resurge como un fuego que nos confunde al igual que al narrador. Hay un telegrama inesperado que recibe en el hotel en el que se aloja y en el que comparte comedor y espacio con aristócratas y burgueses europeos venidos de Inglaterra, de Francia, y de otras partes de Italia.

“Querido amigo: me crees muerta, perdóname, estoy bien viva; quisiera verte, hablarte de casamiento ¿Cuándo volverás?. Cariñosamente, Albertine.”

Proust escribió sobre el efecto de ese telegrama inesperado que rompía todo el proceso de olvido de la siguiente forma:

La muerte actúa sólo como la ausencia. El monstruo ante cuya aparición se estremeció mi amor, el olvido, había acabado en efecto, como yo creí, por devorarlo. Esta noticia de que Albertina vivía no sólo no despertó mi amor, no sólo me permitió comprobar hasta que punto había avanzado en mi retorno hacía la indiferencia, sino que le hizo sufrir instantáneamente una aceleración tan brusca que me pregunté, retrospectivamente, si ante la noticia contraria, la de la muerte de Albertina, no había exhalado, a la inversa, mi amor, rematando la obra de su partida y retardado su declinación. Si, ahora que saberla viva y poder reunirme con ella me la hacía de pronto tan valiosa, me preguntaba si las insinuaciones de Francisca, la ruptura misma y hasta la muerte (imaginaria, pero cruel), no habían prolongado mi amor; hasta tal punto los esfuerzos de personas ajenas, y hasta el destino por separarnos de una mujer, no hacen sino unirnos más a ella.

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Hojeando una vez más La teoría de los sentimientos, de Carlos Castilla del Pino, he vuelto a encontrar, como suele suceder cuando comparo los hallazgos emocionales de la psiquiatría con las grandes obras de la literatura, un paralelismo extraordinario con las elucubraciones de La fugitiva, que se articula en torno a los sentimientos y conducen a un camino coincidente, a un rincón parejo de conclusiones y descripciones sentimentales. Todo pensamiento humano es emocional, o viene dado por la emoción. Los teóricos del tercer ojo oriental, o los adalides de la voluntad, obvian lo incontrolable de la emoción humana y los problemas del yo para domeñar sus efectos. Quizá pensar bien no sea en el fondo llenarse de conocimientos, sino lograr dirigir con la mayor dignidad posible las consecuencias de la emocionalidad en nuestra parte racional, o minimizar la virulencia de esas transferencias. Los libros de autoayuda, aun cuando puedan servirle a alguien, carecen de valor científico y de profundidad a causa de esa circunstancia; somos animales sentimentales antes que racionales. Lo mismo le sucede a ciertas formas de meditación orientales que pretenden anular el deseo humano o las exigencias del yo consciente para dejar fluir libremente los pensamientos y las emociones hasta que no tengan efecto en nosotros (siempre he sentido que el destino de estos saberes orientales, tomados al pie de la letra, nos conducen al estado de la ameba).

La muerte física es el súmmum de la desaparición, pero mantiene elementos comunes con otras formas de extinción sentimental. El telegrama recibido en Venecia entroncaba directamente con el correo electrónico. El narrador de Proust, después de dudar, decidía coger un tren y regresar a Paris (luego no lo hará, al descubrir un malentendido en el telegrama que no revelaré.) y yo me subí en dos aviones y me adentré en un viaje en el tiempo. Volví a ver los rostros que se habían perdido reflejados en unos ojos y, de golpe y porrazo, recordé el poema y su sentido, el lugar exacto en el que fue escrito, incluso la estación del año. La memoria, con todas sus trampas y peligros, con ese acicate del ocultamiento y la revelación con la que juega, con sus hilos que estiramos por azar, aclarando en ese desenterramiento los caprichos del subconsciente y los hechos del pasado, me había traído ese gesto casi olvidado, ese cuerpo que en otro tiempo se deslizó entre mis manos, esa voz sonora e inolvidable, esa mujer a la que perdí. Y me di cuenta de lo mentiroso que es el olvido, tal y como Marcel Proust, casi cien años atrás, ya sabía.

No fue para Proust una osadía indicarnos que el amor es un hecho social y temporal a la vez que un sentimiento instintivo y primario. Nos enamoramos y perduramos en ese emoción cuando al instinto se le acompaña de circunstancias favorables, cuando se mezclan elementos comunes que construyen la alianza, cuando la metáfora tiene el don de nacer de lo coincidente y desarrollarse en lo que se comparte de antemano, sean gustos, niveles educativos parejos, pasiones, mundos originarios o espacios o secretos compartidos. Lo siento por los defensores del romanticismo filosófico o de la pasión inexplicable, pero nuestro querido Marcel, bastante años antes de que la psiquiatría o la psicología alcanzaran un cierto progreso, ya manejaba estas ideas. No creo, de todas formas, que creyera desde luego en los amores únicamente sociales, ni en los casamientos por interés: nos dio pruebas de que detestaba ese tipo de amor como solía detestar lo impuesto y lo insincero. Sin embargo, concebía con absoluta seguridad cómo el nacimiento del nexo entre los amantes surgía entre las brumas imprecisas de un ambiente y no por combustión espontánea (o eso no lo consideraba amor, sino masturbaciones compartidas), con la promesa de compartir ciertos valores comunes y una idea del mundo similar. La dependencia emocional, física o económica que genera engendros de desequilibrio y dominación no le parecía algo comparable al amor, era otra cosa. El sexo, a su juicio, unía lo que es irreconciliable en el amor, en ese universo de la ficción del deseo y el erotismo instantáneo, pero dudaba que resistiera al suspiro y al deshogo de su razón de ser, a esa simulación de la muerte súbita que es el orgasmo. El erotismo que alcanzaba para él una extensión en el tiempo se nutría de algo más que del deseo; lo necesitaba como causa necesaria, sin duda, como forma de unión sagrada, pero requería de una relación cultural y afectiva más compleja.

El recorrido de monsieur Proust a lo largo de las trescientas cincuentas páginas de La fugitive, aglutinaba en torno a la reflexiones del narrador todas las fases del enamoramiento y el proceso de truncamiento y sus repercusiones. La extinción es una tramposa precursora de la eternidad y sólo el tiempo suaviza sus efectos. Todo lo que no muere no puede extinguirse por completo, pero es curioso que la muerte, a menudo, no haga cesar nada, y por el contrario deje la sensación de no haber concluido algo, prolongando la memoria que llega precisamente de la vida anterior.

Hice ese viaje porque de alguna forma deseaba cerrar un círculo abierto, una resonancia inacabada del tiempo que a pesar de los años no había logrado arrancar del todo de mi memoria. No contaré detalles de esos días, no sería algo fundamental y probablemente las cosas sucedidas no tengan interés alguno. El trayecto inesperado tuvo un regusto de lo vivido sin apurar, de lo que fue importante y se disipó, de aquello que no perdí jamás del todo, que sólo ocultó el olvido, y quedó agazapado bajo el disimulo de cualquier lugar presente. Volví a ver esos ojos que hablaban de los años intensos y de la esperanza futura y eran otros ojos. Sentí que Proust y mi vida se confundían en esa primera imagen que casi no se había modificado. Lo imperceptible del cambio no estaba en las posibles trasmutaciones físicas. De nuevo el poema inconsciente tenía razón, había aprendido antes que la verdadera experiencia (o quizá hubo una experiencia sutil, en el fondo borrada) el sentido de ese equipaje que se guardaba intangible en el cuerpo y ya no estaba disponible físicamente. Era esa sensación de mezclar lo inasible y su contrario, y eso que había pensado que ese encuentro podría cambiar mi vida, qué extraño. Que el pasado renacido en la memoria y rescatado en ese trayecto en avión podía modificar mis pasos, hacer revivir los antiguos sueños y trasladarlos al presente.

La ilusión surgía de algún lugar del tiempo y extendía sus efectos hacia otra dirección. Entonces recordé otros versos que escribí en 1996, viviendo de otra forma, con otra persona.

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Lo malo del olvido es que reinventa
los colores del otoño, el dibujo de las olas,
la arena empujada por el viento y el rastro
del cielo que sangra al atardecer…
Sólo la extinción es verdadera, sólo aquello
que se consume alcanza una verdad.

Proust había hecho revivir mi propio sufrimiento antiguo, el mío y quizá el de todos los seres humanos ante el amor truncado. Se hubiera reído con ciertas torpezas que cometí y que llenaron las escenas de esas semanas anhelando recuperar a mi Albertine; el sudor frío que sentí al bajar del avión y hallar ese rostro guardado celosamente en la memoria, protegido del paso del tiempo, similar en su modo de sonreír, de mirar, allí, en un aeropuerto desconocido, en otra vida. Yo era otro al iniciar ese viaje, y ella también. Quizá me conocía por el pasado, porque estoy hecho de hermosa y positiva nostalgia que se construye con el ímpetu y su anhelo de seguir acumulándose en el presente.

Y Proust regresó con todo su esplendor a mi lado.

En realidad, la añoranza de una amante, los celos supervivientes son enfermedades físicas como la tuberculosis o la leucemia. Sin embargo, entre los males físicos se pueden distinguir los causados por un agente puramente físico y los que sólo actúan sobre el cuerpo a través de la inteligencia. Sobre todo si la parte de la inteligencia que sirve de hilo de transmisión es la memoria –es decir, si la causa ha muerto o se ha alejado- , por cruel que sea el sufrimiento, por profundo que parezca el trastorno producido en el organismo, es muy raro, pues el pensamiento tiene un poder de renovación o más bien una incapacidad de conservación que no tienen los tejidos, que el pronóstico no sea favorable. […]

Era ésta ahora lo que Albertina fue en otro tiempo: mi amor por Albertina no había sido más que una forma pasajera de mi devoción a la juventud. Creemos amar a una muchacha y no amamos, ¡ay!, en ella más que esa aurora cuyo rojo resplandor refleja momentáneamente su rostro. Pasó la noche. […]

Pero entonces pensé: me interesaba Albertina más que yo mismo; ahora ya no me interesa porque he pasado cierto tiempo sin verla. Mi deseo de que la muerte no me separara de mí mismo, de resucitar después de la muerte, no era como el deseo de no separarme jamás de Albertina, era un deseo que seguía durando. Pero ¿sería que me creía más importante que ella, porque cuando la amaba me amaba más a mí mismo?. No; era porque, al dejar de verla, dejé de amarla, y no dejé de amarme a mí porque mis lazos cotidianos conmigo mismo no se habían roto como se rompieron los que me unían con Albertina. Pero ¿y si también se rompían los lazos que me unían con mi cuerpo, conmigo mismo…? Desde luego ocurriría lo mismo. Nuestro amor a la vida no es más que un viejo vínculo del que no sabemos desprendernos. Su fuerza está en su permanencia. Pero la muerte que la rompe nos curará del deseo de la inmortalidad.


Vuelvo a mi existencia, sin anhelar mucho más. Regresé. Supongo que sustituir la felicidad imaginada del pasado por la pacífica decadencia de avanzar a ciegas sea una herencia de la experiencia. Tal vez, contemplar desde la butaca desde la que cierro los libros el verde intenso del jardín, la caseta de madera húmeda por las lluvias, envuelto en las suaves melodías de Satie, mientras oigo pasos familiares detrás de mí, no se parezca mucho a lo que soñé en las antípodas del tiempo. Entonces quería un hermoso cadáver triunfal a los envites de la mortalidad por su don o su osadía, retar a los príncipes alicaídos y a los rostros exprimidos de falsa solemnidad. Quizá ofrecí demasiada resistencia a los Dioses y no quedó de mí más que este ritmo cadencioso que el mundo se empeña en alterar. Me castigaron, pero sigo vivo de todas formas, y me agrada el grito y la agitación de vez en cuando.

Me hubiera gustado decirle otra cosa pero no surgió. Nuestro mundo ha muerto, te digo ahora, ha muerto en su recorrido antiguo y estará vivo en el tiempo recobrado. Creo que nuestro querido Marcel Proust hubiera esbozado una de sus leves sonrisas, se hubiese arrebujado bajo el grueso abrigo y esperado alguna palabra más. Pero eso es todo, y estas son las respuestas inexplicables que dan un sentido: mi pequeño acto poético es una renuncia, aunque posee cierta sofisticación. Estoy construyendo el futuro y, en cierta manera, entre mis agradecimientos destacados, le debo algo a Marcel. El tiempo recobrado no es más que el tiempo de la escritura, o ese edificio nuevo que construyo con mis viejas baldosas, quizá ya demasiado marcadas.

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MARCEL PROUST

Nació en Auteuil, el 10 de Julio de 1871. Proust es el hijo mayor del doctor Adriane Proust famoso médico en su época que escribió numerosos libros sobre medicina, higiene y vida saludable, y Jeanne Weil, la nieta de un antiguo ministro de Justicia. En toda su vida no tuvo un empleo conocido. Frecuentó en su juventud la vida mundana del Paris de su tiempo. Vivió una existencia holgada en lo económico por herencia familiar, pero su salud fue siempre delicada, con recaídas constantes y ataques de asma. La muerte de su madre, con la que mantenía una relación estrechísima, agravó su salud y lo sumió en recurrentes depresiones. Pasó los últimos catorce años de su vida recluido en su casa tratando de concluir su obra maestra En busca del tiempo perdido. En 1919, después de que Andre Gide rechazara en Gallimard el primer volumen de su libro, Por el camino de Swan, gana el Gouncourt con A las sombra de las muchachas el flor, aunque hay pruebas de que movió todos sus contactos y amistades para obtener el afamado premio literario.

Murió en París, el 18 de noviembre del año 1922, siendo ya un escritor reconocido e influyente. Su novela En busca del tiempo perdido es uno de los libros más importantes de la historia de la literatura. Virginia Woolf dejó de escribir durante meses cuando leyó por primera vez la novela, aseguraba que no valía la pena añadir nada más después de una obra de esa envergadura. Amable y reservado, Proust, sin embargo, nunca confió demasiado en el valor de su literatura.

Hay una anécdota conocida acontecida en una recepción en el Hotel Ritz de Paris. Coincidió en la mesa con James Joyce, sin que el uno ni el otro hubiesen leído sus respectivas obras maestras. Apenas hablaron. A Proust le molestaron los cigarrillos que Joyce fumaba con frecuencia y encontró poco adecuadas las ropas que vestía el irlandés para asistir a un evento como aquel. Joyce aseguró que Proust era un tipo rarísimo, que sólo le preguntó por cuestiones banales, y que además, no se quitó el abrigo que llevaba en toda la cena.

Esta enterrado en el cementerio Pere-Lachaise de Paris, al igual que Oscar Wilde.

Obras

  • Los placeres y los días (1896)

  • La Biblia de Amiens, traducción libre de la obra de John Ruskin: The Bible of Amiens (1904)

  • Sésamo y Lys, traducción libre de la obra de John Ruskin: Sesame and Lilies (1906)

  • En busca del tiempo perdido (1913)Parodias y misceláneas (1919)

    • Por el camino de Swann (1913)
    • A la sombra de las muchachas en flor (1919)
    • El mundo de Guermantes I y II (1921–1922)
    • Sodoma y Gomorra I y II (1922–1923)
    • La prisionera (póstuma, 1925)
    • La fugitiva (póstuma, 1927)
    • El tiempo recobrado (póstuma 1927)
  • Crónicas (1927)

  • Jean Santeuil (póstuma, 1952)

  • Contra Sainte-Beuve (póstuma, 1954), ensayo.

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19 Comentarios Agrega el tuyo

  1. carlosmonsivas dice:

    Una vez más un acierto, tanto la elección del autor como la magia del pequeño ensayo. Me fascina ese recorrido casi novelesco por las pasiones de Marcel Proust. Me has hecho pensar en la memoria y en el tiempo, en el amor de un modo conmovedor e intenso. Se pueden buscar muchas maneras de acercarse al hecho simbólico del recuerdo o el tiempo perdido/recobrado, pero este texto juega con los límites de la palabra para acercarse a los misterios del círculo vital, y encima, de alguna forma, posee un estilo proustiano.
    Quizá hecho de menos algun párrafo más de En busca del tiempo perdido, pero entiendo que todo se habria alargado en exceso. Mejor así.
    De nuevo felicitaciones por el ensayo. Me alegra el regreso. En Marzo, tuve la molesta sensación de que Los perros de la lluvia se habían terminado. Celebro el regreso y el modo de hacerlo.
    Un abrazo.

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    1. jimarino dice:

      Carlos
      En primer lugar gracias por leerte el mamotreto. De nuevo siempre inquieto por la lectura en pantalla y el tiempo que uno dispone para hacerlo después de la vida. Sé que juego con fuego, pero a veces me es inevitable. Quería que este texto estuviera aquí, En los perros de la lluvia. Responde a mi pasión por Proust y por el relato, y eso es coherente con este espacio. Me alegra que la mezcla te haya gustado. Sobre el regreso, la verdad, es que cada vez tengo menos tiempo y me es más dificil no dejarme llevar por cierta fatiga somonolienta. Me anima tu fidelidad. Un abrazo muy fuerte. Siempre nos quedará Marcel!!!!

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  2. Olvido dice:

    Magnífico texto que me he tragado casi sin respirar, con la atención universal del que ha amado y retiene en el olvido bajo una llave falsa la puerta entreabierta. Permítame decirle que ha sido un lujo compartir sus letras encadenadas. Curiosamente hace unos días escribía algo así como que ‘la memoria es una inagotable frase subordinada sin punto final’ y su texto no termina, no terminará nunca porque Proust, como el amor, la memoria o la búsqueda del tiempo perdido son inmortales.
    La estructura de su ensayo me ha parecido sobresaliente pues une lo personal con lo absoluto y hace que nos impliquemos como una parte más de ese poema del olvido. Y cerrarlo con la escritura en si misma me ha parecido alentador.
    Sinceramente mis felicitaciones.
    Un abrazo

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    1. jimarino dice:

      Olvido
      Gracias por leer el texto y escribirme una frase tan hermosa como exacta. Imagino a nuestro Marcel torciendo el bigote al leerla: «La memoria es una inagotable frase subordinada sin punto final». Seguramente hubiera dicho que se pasó con las páginas de la Recherche, porque la tuya abarcaba la totalidad de su obra. Es increíble lo aguda que eres, como has hecho tuyo todo el texto de Proust y de alguna forma lo mejoras con tu pequeño comentario. Cuando me pierdo en los post de Cierta Belleza suelo tener la sensación de que has elegido lo esencial de cada asunto. Es inevitable sentirme cerca de todo ello. Traté de escribir sobre Proust con la estructura de un cuento más que con la frialdad y la precisión de un ensayo. Es casi una necesidad, un defecto. Pero es evidente lo que dices al final; Tenía que cerrarlo con la escritura, desgraciada o afortunadamente, el tiempo perdido sólo es tiempo recobrado en la literatura -también en la música, en el cine o en el arte en general-. Recojo tus felicitaciones con alegria, sobre todo viniendo de ti.
      Me ha resultado simpático que me escribas de usted, pero no soy tan viejo. Recuerdo a una excelente poetisa que al leer el post sobre Pessoa, pensó que yo tenía unos setenta años. Me hizo gracia aquello. Cumplí hace unos meses 36, así que, mejor de tú.
      Un abrazo muy fuerte.

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  3. alfaro dice:

    Enhorabuena, es un acierto el ir entremezclando el ensayo sobre Proust con la anécdota vital del ensayista.
    Me extraña que nadie, ningún médico con gustos y aficiones literarias, que los hay…,no haya estudiado o investigado aún las causas reales de la muerte de Proust, pues era asmático,
    de pequeño si su madre no lo acompañaba antes de dormir, se ahogaba…, de ese abandono inicial vendría su asma que en sus orígenes según algunos tiene una base siempre sicológica…,
    era muy «maniático» en sus salidas, y exigía que todo estuviera cerrado, sin corrientes…, bueno es necesario ser asmático para entenderlo…, para entender por qué se ponía tres abrigos, o por qué se murió de un acceso pulmonar…
    Leí de un tirón toda, casi toda su obra, un verano y parte del otoño me llevó… luego estuve mucho tiempo sin leer, nada me gustaba, todo había sido ya dicho por Proust, no recuerdo ya qué autor volvió a atraparme creo que fue Lezama Lima…. Fue mi empacho de Proust, en el buen sentido, claro.
    Así que por esto, quizá, me ha gustado leer el ensayo y ver cómo se iba intercalando esa anécdota personal .
    Un abrazo.

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  4. (* dice:

    Tenía dieciocho años cuando empecé a leer «En busca del tiempo perdido». Leí los tres primeros volúmenes, el primero y el segundo seguidos, luego pasó el tiempo (no sé si lo perdí) y lo retomé con el tercero. Había algo que sí y algo que no, un me está atrapando pero no como yo quisiera, así que lo abandoné, casi al final, el tercer tomo. Volvió a pasar mucho tiempo, casi hasta hoy, que son unos cuantos años. Así que cada vez que me acercaba a la estantería para dejar, coger, retomar, ojear, oler algún libro, lo veía: «El mundo de Guermantes», y me asaltaba siempre la misma pregunta: ¿por qué no seguí? Todavía no lo sé, todavía no entiendo qué me gustaba y qué no… Sin embargo, desde hace apenas unos meses, Proust se me aparece amenudo. Por aquí, por allá… la gente me habla de Proust. Un día sí y otro también, en cualquier parte, y hasta el libro en la estantería me llama más la atención. Hace poco decidí retomarlo, me propuse que con la llegada del verano podía volver a empezar, desde el principio hasta el final, y con la extraña certeza de que esta vez iba a cautivarme por completo. Leerte hoy, leerle hoy, a ambos, fundiéndose vuestras experiencias, ha terminado por confirmarme de que es ahora el momento, y no entonces, cuando lo intenté, aunque no sepa el porqué, de enfrentarme, conversar y perderme en el mar de palabras de Proust. Y por eso, muchísimas gracias. Y mi más sincera enhorabuena por el texto.

    Un dulce beso.

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    1. jimarino dice:

      Querida lunera,
      el otro día pensé al leer tu respuesta a uno de mis comentarios en tu blog, que a parte de ser tú un sol (una luna, lo sé), yo era un pesado que había escrito catorce páginas para acercarme a Proust y las había colgado en un servidor de internet para ser leídas en una pantalla. No te preocupes si algún día te resulta un coñazo adentrarte en mis excesivos desvarios, y aunque no me dejes un comentario, no pasa nada, yo te sigo entusiasmado y lo entiendo. Me han gustado tus sinceras palabras sobre Proust, porque a mí, a los dieciocho años me dio por un periodo anti-Proust (supongo que la culpa era de Javier Marías). Me reventaba -envidioso- su vida, el hecho de que dispusiera de todo el tiempo del mundo para escribir, algo que yo, que terminaba de irme de casa, no lograba alcanzar, y sospechaba además de su condición burguesa. Traté de leerlo y lo abandoné como tú. Años después, me di cuenta de que me había equivocado, y me leí de un tirón seis de los siete libros -aún tengo pendiente el último-. Recientemente releí por El camino de Swann y La fugitiva y me he hecho, definitivamente, del club de fans incondicionales de Marcel. Tendría que escribirle una carta a Marías al respecto, para perdirle disculpas a Proust. En fin. Si el texto a servido para que te adentres en la literatura de mi querido Marcel, ha cumplido su verdadera función. En busca del tiempo perdido es algo más que literatura, es un compendio de la vida humana maravilloso y profundo, escrito con un gusto delicioso (no creo que haya ninguna página que sobre), y para una lectora atenta como tú será un placer descubrirlo. Pero no te empaches, Marcel es un monstruo que devora demasiadas cosas, y a veces hay que hacerle un corte de mangas y mandarlo a reposar a la estanteria un tiempo.
      Una abrazo muy fuerte (*.
      Por cierto, aún tengo que escribirte algo sobre el poema. Me gustó mucho, mucho, mucho.

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  5. kabra-blue dice:

    Solo decirte: gracias por la EMOCION que transmites. Enohorabuena por tus poemas y por las certeras imágenes que las acompañan.

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    1. jimarino dice:

      gracias a ti por el comentario, Kabra-Blue. Me alegra mucho que los versos hayan logrado expresarte esa emoción. Las imágenes extraordinarias de la escultura hacen mucho. Seguimos viéndonos por el infinito rojo.
      Un abrazo.

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  6. wilgefortis dice:

    a mí Proust siempre me ha caído bien, siempre he sentido ternura por él, incluso antes de leerlo, desde niña, ya sólo por las fotos, con ese bigotito, ese gesto pulcro y un poco desvalido (sí, vale, esa fama de tío raro enmadrado) y porque leí que había forrado con corcho su habitación
    sí, leer en la pantalla del ordenador por lo general es un coñazo, pero hoy ha resultado un auténtico placer, gracias por atreverse, no sé cómo se atreve, es de agradecer.

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    1. jimarino dice:

      Wilgefortis, gracias por el comentario. Un descurimiento tus letras escondidas, tus inventos verbales. Proust siempre no sirve, me alegra que el texto te haya gustado. Hasta pronto.

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  7. Luzdeana dice:

    Es la segunda vez que visito este espacio y siento la necesidad de dejarte un comentario. Para mí, eterna amante de las letras y permanente aprendiz, que durante años postergué mi acercamiento a ellas de una forma más intensa, es un enorme placer leer tus ensayos y poemas. Confieso que carezco del tiempo suficiente para leer textos tan largos, pero cuando puedo me siento muy gratificada de dedicar un rato a dejarme llevar por tus palabras y experimentar esta mágica sensación de llevarme lo que aprendí de ellas.
    Saludos.

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    1. jimarino dice:

      Si este pequeño texto sobre Marcel Proust ha logrado que experimentes la mágica sensación de llevarte lo que aprendiste con El busca del tiempo perdido, me siento satisfecho y feliz. Me encanta tu comentario, por muchas razones. Nunca es tarde para alcanzar a estos seres humanos sabiox que nos dejaron el inmenso placer estético y su sabiduría en un puñado memorable de obras maestras. El tiempo es una de mis batallas diarias, de mis obsesiones más terribles e insoportables. Supongo que al final, lo único que podemos hacer es ir reduciendo el sueño, lo que asegura una vida insomne, nocturna y peligrosa, o anhelar una loteria primitiva que nos retire. Un gusto que entres en mis perros de la lluvia.
      Un abrazo.

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  8. Irene dice:

    He encontrado este blog por pura casualidad interesandome por Proust, no le he leído y quería hacerlo ,aunque nunca pensé que tras leerte a ti aquí me hiciera tanta ilusión comenzar con su lectura. Trasmites de forma tan sencilla , apasionada y con tanta ternura, que encontrar tu ensayo es un regalo para mí y para todos los que te lean.
    He sentido cada palabra tuya, tus poemas y a Marcel.
    Gracias, mil gracias por encontrarte.

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    1. jimarino dice:

      Irene, siento el retraso en las respuesta a tu comentario, pero hace ya algún tiempo que disponer de un rato para sentarme por las pantallas del blog me resulta un milagro. Me alegró muchísimo que el texto te hubiese animado definitivamente a leer a Proust, seguro que en él encontrarás todo aquello que apenas pude referir superficialmente en este texto, y te toparás con la literatura de uno de los autores más grandes de la historia de la literatura. Mil gracias por los halagadores adjetivos que utilizas, y si esas palabras escritas ya hace mucho sirvieron para emocionarte, me doy por satisfecho. Espero volver a oírte en Los perros de la lluvia.
      Un abrazo.

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  9. cesar dice:

    excelente. Estoy estudiando a este autor en la Universidad.

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  10. digno dice:

    entiendes bastante el tema, pero ojo, el arte es infinito, él único bosón es la poesía

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  11. carlosaymi dice:

    Descubro este blog y esta entrada a un día de terminar «El tiempo recobrado», es decir, a un día de finalizar uno de los viajes literarios más apasionantes de mi vida. Gracias por hacer el viaje, tras leerte, aún más increíble. Recordar «La fugitiva», entrelazarla con tu historia particular y tus poemas, acceder a datos biográficos de Proust que desconocía, todo ello le da más valor a la experiencia. Parecía que no podía pedirle más al genio, y siempre se puede uno equivocar.

    Y si me permites una pequeña crítica, sé que estamos en Navidades y esas cosas, pero la pseudo nieve que desciende de la pantalla hace la lectura un poco más complicada:).

    Un saludo, gracias, y una vez descubierto, seguiré leyéndote.

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    1. jimarino dice:

      Muchas gracias por tu lectura y tu comentario. Proust es una experiencia literaria tan plena como inabarcable, vale la pena volver de vez en cuando a cualquiera de las obras de En busca del tiempo perdido.
      Sobre lo de los adornos de navidad, lo siento. Es cosa de Word Press en esta época. Que levamos a hacer.
      Un abrazoy bienvenido a Los perros de la lluvia.

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